Capítulo 1

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Tamlin no podía dejar de pensar en lo mucho que lo odiaba. Si no hubiese estado tan cansado, con su magia ya tan agotada, habría estado en aquella forma de bestia que era tan parte de él como su aspecto de fae. Habría corrido atravesando sus tierras hasta que su cuerpo no pudiese más y cayera rendido. Necesitaba quitarse toda esa ira, toda esa... no sabía cómo describirlo, pero solo sabía que necesitaba alejarse.

Su respiración estaba agitada y sus cabellos rubios le caían sobre la cara, aunque no le importaba, ya que no había nada que quisiera ver. Sus dorados reflejos se habían perdido con el mal cuidado, perdiendo su antiguo brillo, y el cabello le colgaba sucio y enmarañado. Iba desnudo, aunque no recordaba cuándo había perdido la ropa.

Solo recordaba que su camisa se había destrozado en la transformación, sin embargo sus pantalones también tendrían que haber desaparecido en algún momento, ya que no colgaban de su cintura. Tampoco recordaba cuándo había sido la última vez que había tenido forma humanoide, pero sí que recordaba a Rhysand. Con esos ojos violetas chispeantes, ese ceño siempre fruncido al mirarlo, y la barbilla alta, como si se creyera superior a él. No. Como si lo supiera.

No lo aguantaba. No aguantaba sus visitas ni las de sus amiguitos. En la última, antes de que el alto lord de la Corte Noche se presentara, algo había traído hasta sus bosques y praderas a tres figuras, ninguna de ellas bienvenida. La hermana mayor de Feyre, Nesta, el hermano mayor de Lucien, Eris y uno de los lameculos de Rhys, Cassian. Pero de esas tres figuras a la que más había odiado había sido a la hembra, a Nesta. No por su presencia amenazadora, que lo había sido, sino por cómo lo había mirado. No solo como si fuera basura, que era como todos lo miraban, sino como reconociendo a un igual. Una bestia mirando a otra. Otro tipo de bestia diferente que era cuando se transformaba.

Tamlin se levantó. Solo había silencio. Deambuló por los pasillos, unos pocos aún en buen estado, sin una rozadura suya, otros sin embargo, la mayoría, tenía el papel pintado de las paredes desgarrado con las marcas de sus garras. Las paredes no habían sido las únicas víctimas. Los muebles, desde sofás y sillones, a mesitas y armarios, estaban hechos pedazos. Tamlin no tenía la fuerza para mirarlos.

Todo ha sido por su culpa. Por la de ella. Es lo que se repetía una y otra, y otra, y otra vez. El rencor le carcomía. Él la había amado y ella le había roto el corazón. Se había marchado con Rhysand. Del que ya solo recordaba las amargas palabras y las miradas sucias, aunque había habido un día, hacía cientos de años, que su relación no había sido así, pero esos tiempos estaban enterrados en su memoria bajo una oscuridad insondable.

Era posible que fuesen el uno para el otro, pensaba a veces. Dos monstruos oscuros. 

Compañeros. 

Últimamente desquiciaba esa palabra.

Recordaba una vez en la que Lucien le había preguntado, después de que Feyre fuera resucitada y convertida en fae, que si pensaba que ella podría haber sido su compañera. Tamlin no había respondido, pero lo había sabido. No.

Porque no había nadie en el mundo para él.

🌸🌸

Las olas rompían contra las rocas.

El agua estaba inquieta, todos lo veían, aunque no todos sabían que la arcaica naturaleza del vasto océano sentía el final de un gran y poderoso hechizo. Las nubes grises oscurecían el cielo que hasta aquel momento y por aquellas fechas siempre se había mantenido soleado. La gentes lo tomaron como una mala premonición. La lluvia no tardó entonces en caer, seguida por los rayos que iluminaban el oscuro cielo y los truenos, que retumbaban unos detrás de otros.

El agua salada se internaba con curiosidad en aquella cueva para luego retroceder sobre sus pasos. Algo que no habría pasado de no ser porque el hechizo estaba a punto de romperse. Un glamour había sido el que había ocultado aquella cueva en la costa, en donde ni siquiera los pececillos se atrevían a entrar.

Sobre el suelo rocoso, una especie de cofre de cristal era lo único que resaltaba frente a las paredes de roca plutónica y volcánica. El cofre no estaba vacío, y ciertamente, tampoco estaba hecho de cristal. Si alguien se hubiera acercado y lo hubiera tocado, para después lamerse los dedos, se habría dado cuenta de que era sal, pura sal marina que cuando el conjuro se deshizo y el cofre se descompuso, cayó a los lados y encima de aquella criatura de aspecto joven y mágico que abrió los ojos y tosió.

Despertó inhalando una gran bocanada de aire, desorientada. Se llevó la mano al pecho, sintiendo cómo su corazón palpitaba con fuerza en éste, tan ruidoso que tamborileaba en sus orejas. Se levantó, intentando deshacerse de la sal que tenía por todas partes y que se le metía por dentro de la ropa, y trastabilló al intentar ponerse de pie. Sus rodillas chocaron bruscamente con la roca. Estaba muy débil, con los músculos agarrotados.

Se arrastró por el suelo hasta la pared más cercana e intentó ponerse de pie una vez más, aferrándose a los salientes y entrantes. Empezó a caminar, con el cuerpo apoyado casi totalmente en la pared de la cueva y salió de ésta faltándole el aliento.

Elevó los ojos hacia el cielo primero. Estaba encapotado y oscuro, pero con la luz que daban los rayos cada vez que descendían, pudo encontrar un camino atravesando la playa hacia el bosque. Sin embargo, durante unos segundos, solo pudo maravillar la visión del mar embravecido, con las olas que dejaban espuma de mar en sus pies. Antes de darse cuenta dio un paso hacia las oscuras profundidades marinas , y luego otro, hasta que el agua le llegaba por las rodillas. Entonces se detuvo, pestañeando varias veces y saliendo de la ensoñación.

¿A dónde iba?

Peleó con el agua mientras daba la vuelta contra corriente. Tenía que llegar al bosque. Se quitó los zapatos primero, ya que se le habían calado y le hacían difícil y molesto caminar cuando se hundían en la arena, y empezó a andar, empapándose más y más de la lluvia con cada paso que la acercaba más al bosque.

¿Y luego dónde?, pensó. Se agarró de la cabeza cerrando con fuerza los ojos y emitió un gemido de desesperación. No recordaba de dónde venía. No recordaba dónde estaba, ni el refugio más cercano, por no recordar, no recordaba ni quién era.

Volvió a andar hacia el bosque, pensando que quizás no había sido buena idea dejar la cueva, que por lo menos la protegía de la lluvia, pero al mirar atrás, la marea había subido y la cueva había quedado inundada. Dio un par de pasos más y se estrelló contra un árbol, dejando su peso caer sobre él. Con la espalda contra el tronco empezó a descender hasta quedarse sentada. Cerró los ojos para descansar y una imagen se le vino a la mente.

No distinguía el rostro de la mujer, pero sus cabellos eran bermejos y estaban decorados con tiras de perlas. Sus labios se movieron y ella discernió un nombre.

Maisie.

Un reflejo de hiedra y nenúfaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora