Capítulo 2

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Cuando por fin había podido recuperar la energía, Tamlin deshizo su bellísima forma de fae y dejó paso a la brutal verdad, al depredador, al ser que no tenía miedo, ni furia, ni arrepentimientos, ni sentía nada. Un ser con garras de veinte centímetros que podían desgarrar la carne en lo que la víctima daba el primer grito, antes de caer muerto. Después de meses en ese estado, Tamlin no podía negar que había sangre entre sus garras, pero ninguna inocente. Con la mansión vacía, la madreselva carcomiendo sus muros con moho que entraban en sus profundidades, hiedras en la fachada que empezaban a no dejar ver la piedra color crema de la mansión, y los rosales o muertos o asalvajados, con malas hierbas en todo el jardín, Tamlin apenas había puesto un pie en ella, solo cuando se sentía cansado, lo justo para pasar una noche y luego volver al bosque.

Tamlin cruzó los bosques más cercanos cuando olió la sangre. Cambió de ruta de inmediato. Cruzó las espesura, esquivando árboles, ramas y raíces que sobresalían del suelo, dando grandes saltos mientras sentía cómo el bosque se acallaba a su paso, cómo los seres vivos aguantaban la respiración cuando él pasaba por su lado. Todos le temían.

Sus súbditos cerraban puertas y ventanas en cuanto lo escuchaban acercarse, metían a los niños en las casas y preparaban las flechas de fresno por si acaso. Las ninfas se ocultaban en sus árboles o en los ríos, y las pixies dejaban de tocar sus melodiosos instrumentos y de danzar. Era como si todo el bosque se detuviera durante lo que duraba un latido, para luego continuar una vez más cuando él ya estaba lejos.

Tamlin sintió el olor cada vez más cerca hasta que vislumbró el enorme animal. El jabalí estaba tirado en el suelo, sobre un charco de sangre, y mostraba una herida de lanza en su costado. Había atravesado un pulmón y alguna arteria, y aunque sus ojos estaban abiertos, estos no parecían mirar a ningún lado. Ya estaba muerto. Tamlin olisqueó el lugar y percibió la presencia que se desvanecía poco a poco de faes menores. Seguramente habían abandonado su presa cuando lo habían sentido acercarse.

Tamlin dio media vuelta. Supuso que había estado tan hambriento que no había distinguido que la sangre era animal y que no había ningún peligro. Se dio impulso y volvió a internarse hacia la parte este de su Corte, lejos de aquel festín. Con suerte, y si eran lo suficientemente valientes, volverían a por él y no pasarían hambre, si no, algún otro ser lo haría por ellos.

Tamlin agudizó su oído, buscando un animal próximo, un ciervo si era afortunado. Jamás había tenido que hacerlo, no mientras había estado al cuidado de sus padres o después de que estos murieran. No, pensó. Después de que fueran asesinados. Por Rhysand y por su padre, antes de que él mismo lo asesinara a él y ambos se quedaran solos, cada uno el nuevo alto lord de su Corte. Eso había sido hacía mucho.

Tamlin no se lo recriminaba, el que hubieran asesinado a sus hermanos o a su padre, ya que ellos eran bestias. Tamlin pensó, riendo para sus adentros pero sin encontrar ningún tipo de gracia, que en realidad siempre habían sido bestias, bestias que se disfrazaban de altos faes y no al revés. Pero no su madre. No. Ella había sido buena, había sido dulce, lo había cuidado y protegido. Muchas veces le había recordado a la madre de Lucien, ambas tristes y amables, atrapadas con monstruos. Aún así, ella no se lo había merecido. Pero tampoco se lo habían merecido Nyx, la hermana de Rhysand, o su madre.

Los músculos de Tamlin se tensaron, y éste sacudió la cabeza, como si quisiera dejar de pensar en ello. A pesar de que aquel tiempo había sido peor, Tamlin no recordaba que hubiese estado tan mal, incluso aunque el dolor en aquel entonces le había hecho un nudo en la garganta que había parecido que lo iba a asfixiar. No podía dejar de pensar en ello, aunque no sabía por qué. Jamás lo debería haber hecho. No debería haber dejado que el miedo actuase por él. Todo por lo que estaba pasando había tenido su principio en aquel instante, él lo sabía. O quizás había sido cuando Rhys había extendido su mano hacia él, siendo apenas unos niños. Tal vez nunca debería de haberlo hecho.

Entonces vio el muflón y su boca empezó a salivar, olvidándose de todo lo anterior. Tamlin se dio cuenta de que era un macho, por su tamaño, más grande que el de las hembras y que lo saciaría más que una. El muflón estaba pastando, tranquilo pero alerta, pero una vez que Tamlin había entrado en su modo de caza, si advertir de su presencia, el animal había estado perdido. Tamlin flexionó las patas traseras y el muflón giró la vista rápidamente, elevándola sobre sus grandes cuernos, que se curvaban a ambos lados de la cabeza. Antes de poder huir, Tamlin ya estaba encima de él, con la boca abierta de forma amenazadora, enseñando los grandes y afilados colmillos.

Mientras devoraba el animal, Tamlin no hizo caso a la voz de su cabeza que le decía que la tierra había cambiado, que sentía una magia diferente y poderosa, que una sola presencia había hecho que toda la tierra se sintiera diferente. No le importaba. Lo cierto era que hacía tiempo que no dejaba que nada lo hiciera, a pesar de que su instinto lo guiaba hacia la costa este, en donde una gran tormenta se había cernido sobre aquellos lares. Mientras desgarraba la carne con los dientes, Tamlin se dijo que si para cuando hubiese terminado aún sentía curiosidad, iría.

Sin embargo y francamente, su capacidad de atención había disminuido mucho en aquellos últimos meses, y para cuando terminó con el muflón, Tamlin seguía con hambre, y en vez de interesarse por ello, continuó con su caza.

Un reflejo de hiedra y nenúfaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora