PROLOGO I

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El sol era un ascua resplandeciente que surcaba el cielo aquella extraña tarde. Un barco mercader al fin llegó al puerto y levantaron un estandarte mientras bajaban las velas. Su insignia era la de un cuenco con una estrella de ocho puntas sobre él. El estandarte no parecía ser muy conocido por los habitantes, y Melina tenía un mal presentimiento sobre los recién llegados, pues tenía la (más que comprobada) idea de que los forasteros solo venían a beber y siempre dejaban un desastre cuando se iban.

—Sin duda, esos no son mercaderes —dijo Melina.

Habían bajado a la playa para lavar sus ropas en la desembocadura del río que llegaba hasta el Mar de Nami. Era una tradición únicamente de los costeños del sur de Eem, el pequeño pueblito de Namsa.

―Trae a Asane ―pidió Enei, su marido, que sonaba algo preocupado―. Yo tengo que averiguar algo.

Giró descalzo para dirigirse al puerto que se encontraba a unos minutos a pie. Enei ocultaba algo que Melina ya sospechaba. Todo Namsa ya sabía lo de su hija. Había inhalado humo.

Melina lo tomó del brazo.

―¿Dónde vas? ―dijo su esposa, sosteniendo la canasta con sus ropas todavía humedecidas.

Él se volvió y la miró con esos ojos marrones oscuros y las facciones rectas de un elaní. A pesar de su edad, era un hombre agraciado por los dioses, respetado por sus allegados y querido por su familia.

―Al puerto —respondió él—. Lleva a Asane al templo, Melina. En el peor de los casos podrían...

Ella miró a su hija, que estaba todavía jugando en la playa con otros niños. Apenas tenía edad para saber lo que estaba ocurriendo. Melina no sabía cómo explicarle sobre la silenciosa guerra que se avecinaba.

―¿Crees que vienen por ella? —dijo Melina.

Enei había estado haciendo pruebas con Asane para saber si era una ahumadora. Sin embargo, toda la investigación fue una idea sin sentido. El esfuerzo fue infructífero a pesar de que los rumores decían lo contrario.

―Es culpa mía. ―Agachó la mirada, apenado―. La gente hace todo por dinero, hasta vender a una niña. Seguro alguien me vio intentando hacer que respire humo.

―No parecen elaníes ―musitó Melina―. Ese no es nuestro estandarte. Hay que irnos ahora.

Él negó con la cabeza.

―Tal vez sean mercaderes ―trató de aliviarla―. Déjame averiguarlo. Mientras tanto, escóndanse en el templo de Nami. Ahí no les pasará nada.

Melina dejó la canasta en la playa, tomó a su hija de la mano y la llevó de prisa hasta el templo de Nami, cruzando todas las chozas de sus vecinos a través de hermosos caminos. El Regente de Eem había mandado construir varios empedrados nuevos. Aquellos costeños edificaban sus casas en forma cilíndrica, con techo de paja y elevadas dos metros sobre el suelo, porque nunca se sabe cuándo volverá a subir la marea.

Llegaron al templo. Era una edificación construida por los habitantes en la cima de una colina. Erigida quizá hace unos cien años, los ladrillos de un gris mohoso hacían que pareciera un castillo antiguo. De unos diez y seis metros de largo, ocho de ancho, era imponente. Ocho bastiones; cada uno con un faro. Casi siempre estaba vacío, pues las personas solo venían una vez a la semana. En la quinta luna.

Se adentraron hasta el salón de oraciones. Ningún ser con un mínimo de inteligencia se atrevería a atacar un templo dedicado a la mismísima Nami. Era tan estúpido como arrojar basura a la calle o romper un vaso. Simplemente no había que hacer enojar a los dioses.

ASANE (Ya en físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora