Un chico sin nombre

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Aunque León había saltado desde la terraza para llegar hasta mí, tuvimos que dar un gran rodeo para alcanzar la puerta principal de su casa

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Aunque León había saltado desde la terraza para llegar hasta mí, tuvimos que dar un gran rodeo para alcanzar la puerta principal de su casa. Un camino formado con la misma arena que la playa se abría camino entre pequeñas hierbas que comenzaban a crecer en la elevación de la tierra que separaba la firmeza del suelo humano de la inmensidad caótica del mar. Me agarraba a León con fuerzas, en parte porque no era capaz de mantenerme en pie por mí mismo, y en parte por el calor agradable que desprendía su cuerpo, que me refugiaba de la lluvia que aún caía sobre nosotros.

El camino de arena acabó en unas pequeñas piedras sobre el suelo que alcanzaban unos escalones de madera que servían para llegar a la puerta de su casa. Las paredes exteriores eran de un color metálico que parecía reflejar los tonos azules del cielo enfurecido, y enanos arbustos salvajes cubrían sus partes más bajas. Había grandes ventanales por doquier, pero la mayoría de ellos estaban cubiertos en la parte interior con una tela blanca que no dejaba vislumbrar las habitaciones. Había un buzón junto al camino empedrado, en el que se podía leer: "Zeus de León".

El hombre sacó las llaves de su bolsillo y las introdujo en la cerradura. Con presura, y tras abrir la puerta, me empujó al interior y cerró con fuerza detrás de sí, dejándose caer sobre la puerta pintada de blanco. Las luces del interior estaban encendidas, y me costó unos breves segundos acostumbrarme a su luminosidad. Me quedé mirándole, sin saber qué debía hacer. Sus ropas y las mías chorreaban con el agua de la lluvia, creando charcos a nuestros pies. La camisa blanca de León, ahora era prácticamente transparente, pegándose a su piel rosada, marcando en ella cada uno de sus refinados músculos. Sus pezones rosados estaban endurecidos, y apuñalaban la tela. Era alto y estilizado, sus abdominales y sus pectorales, que se movían con su respiración, parecían un producto de su intrínseca belleza, y no algo que hubiera conseguido mediante el esfuerzo; como si del color azul y el cielo se tratasen, su físico parecía emanar de su propia presencia, de su propia existencia. Pasó la mano por su pelo, haciendo saltar algunas gotas, y sacándole algo del color rubio que había perdido bajo la lluvia. Algunos de sus cabellos se quedaron erizados, apuntando al cielo, aunque eran pequeños y delgados.

-Vamos a coger frío, venga adelántate a la ducha -me dijo señalándome una puerta-. Yo voy a meter mi ropa en la secadora.

No sabía lo que era una secadora, y no tenía muy claro qué era una ducha tampoco, pero supuse que se refería a tomar un baño. Miré a mi alrededor buscando la puerta que me había señalado. La casa de León se componía de tan sólo 3 estancias. El gran espacio abierto en el que nos encontrábamos, de paredes blancas; y las dos puertas que daban a él. Junto a la entrada había una mesa, de metal y cristal, con cuatro sillas alrededor, y un cesto con frutas encima; a nuestra derecha una cocina pegada a la pared, y al fondo un gran sofá frente a un aparato oscuro; tras este, un gran ventanal que daba a la terraza de la que le había visto saltar.

Comencé a caminar, incapaz de saber si podría mantenerme en pie por mi mismo, y abrí la puerta que León me había señalado, tras ella encontré un baño, alicatado con azulejos de tonos azulados y oscuros, y de suelo grisáceo. Comencé a quitarme la ropa, tan solo llevaba una camiseta y unos pantalones, que parecían destrozados por el tiempo y la marea. Me miré al espejo, no estaba seguro de conocer mi propio rostro. Era delgado y bajo para alguien de mi edad; mi pelo era oscuro y aunque ahora corto, podía comenzar a intuir los rizos que crecerían en él. Luego mis ojos, mis ojos tan claros y azules como el cielo al mediodía; los cerré incapaz de concebir mi propio reflejo. Caí al suelo, asustado y por el cansancio; no tardé en comenzar a llorar.

Bastión de TormentasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora