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Catorce años antes


No había bondad en él. Ni debilidad. Se había criado durmiendo en suelos duros, comiendo comida sencilla, bebiendo agua fría y peleando contra otros niños. Si alguna vez se negaba a luchar, su tío, Zen'in Naobito, el gran guerrero del clan, le golpeaba. No tenía madre que intercediera por él, ni padre que lo defendiera de los rudos castigos de Zen'in Naobito. Nadie que le tocara a no ser con violencia. Sólo existía para pelear, para robar, para ir contra cualquier civil.

La mayoría de los chamanes no odiaban a los ciudadanos, a los valientes samuráis ni sus familias o amos que vivían en casas ordenadas, que leían libros y hacían ceremonias de té. Sólo desconfiaban de ellos. Pero el clan de Fushiguro despreciaba a los ciudadanos a servicio de la corte, y los despreciaban porque eso era lo que hacía Zen'in Naobito. Y cualquier cosa que el líder opinara, que se le antojara o por la que se inclinara, era lo que los demás acataban sin rechistar.

Al final, hartos del daño y la miseria que el clan de Zen'in Naobito infligía allí donde se establecía, un clan de los altos manos del Bakufu había decidido exterminarlos de la faz de la tierra.

Los samuráis habían llegado con sus katanas y los arqueros a caballos. Había sonado el silbido de las flechas lanzadas, el choque de las espadas, golpes; habían atacado a los chamanes en sus futones, con mujeres y niños llorando y gritando. Habían arrasado el lugar y todos habían salido huyendo, abandonando las chozas en llamas y los caballos robados por los arqueros.

Fushiguro había intentado luchar contra ellos, pero lo habían golpeado con el reverso de una katana. Y un arquero le había flechado en la espalda. El clan lo había dado por muerto y lo habían abandonado. Durante una noche había yacido medio inconsciente al lado del río, escuchando el rumor del agua oscura, sintiendo la tierra dura y mojada bajo su cuerpo, vagamente consciente de la sangre que manaba de las heridas de su cuerpo. Había esperado sin temor a que la oscuridad se lo llevara. No tenía razones ni deseos de vivir.

Pero cuando la noche dio paso al amanecer, Fushiguro se encontró siendo trasladado en una pequeña y rústica carretera. Un hombre lo había encontrado, y con la ayuda de unos niños habían llevado al moribundo chamán a su casa.

Era la primera vez que Fushiguro había estado bajo un techo que no era de paja. Se encontró dividido entre la curiosidad que sentía hacia el extraño entorno que lo rodeaba y la furia ante la indignidad de tener que morir bajo los cuidados de un hombre extraño. Pero estaba demasiado débil y dolorido para poder defenderse por sí mismo.

La habitación que ocupaba no era mucho más grande que un establo, y en ella sólo había un futón. Había cojines, almohadas, cuadros bordados a mano en las paredes y una lámpara que desconocía como se encendía. Si no hubiese estado tan enfermo, se habría vuelto loco en una estancia tan pequeña.

El hombre que lo había llevado allí, Itadori, era un hombre alto, delgado y con el extraño pelo de color del cerezo. Sus modales corteses y su timidez pusieron a Fushiguro en su contra. ¿Por qué lo había salvado Itadori? ¿Qué podía querer de un niño chamán? Fushiguro negó hablar con el hombre y a tomar sus medicinas. Rechazó cualquier gesto de bondad. No quería deberle nada a ese tal Itadori. No había querido salvarse, no había querido vivir. Así que permaneció allí, estremeciéndose en silencio cada vez que el hombre le cambiaba el vendaje de la espalda.

Sólo una vez había hablado Fushiguro, y fue cuando Itadori le había preguntado sobre el tatuaje.

     —¿Qué significa esta marca?

     —Es una maldición —había dicho Fushiguro con los dientes apretados—. No le hables a nadie de ella, o la maldición caerá también sobre ti.

El encanto del AmanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora