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Edo, era Kaei.

Cuando Gojo Satoru pasó a formar parte de la familia Itadori, Fushiguro se había visto obligado a tratar con una persona más. Era un enigma cómo una persona podía cambiar tantas cosas. Sin mencionar lo exasperante que podía llegar a ser.

Pero en ese momento todo era exasperante para Fushiguro, Tsumiki se había ido a otro continente y temía que Ryōmen decayera. Se le había olvidado cómo era sentir la inquietud y odio por el mundo y sus habitantes. Era un inoportuno recordatorio de su niñez, cuando no conocía otra cosa que violencia y sufrimiento.

Lo único que lo mantuvo cuerdo es saber que Yuji así lo quiso y Tsumiki querría que cuidara de sus primas. Solo eso impidió que matara al nuevo integrante del clan.

Apenas podía aguantar a ese bastardo.

Todos los demás lo adoraban. Gojo Satoru había llegado y conquistado a Yuji, un solterón por completo. Lo había seducido, un hecho que Fushiguro todavía no lo había perdonado. Pero Yuji parecía muy feliz con su protector, aunque fuese medio chamán.

Ninguno de ellos había conocido nunca a alguien como Satoru, alguien con ojos y color de cabello nada propio de Japón y cuyos orígenes eran tan misteriosos como los del propio Fushiguro. Durante la mayor parte de su vida, Satoru había trabajado en un club de juegos para los altos mandos, Jujutsu, de donde posteriormente invirtió sus ganancias en algunos negocios muy lucrativos. Agobiado por su creciente fortuna, se dedicaba hacer malas inversiones para ahorrase la vergüenza de un chamán con dinero. Pero el dinero siguió llegando, cada una de sus estúpidas inversiones le traía milagrosas ganancias. Satoru lo llamaba la maldición de la buena suerte.

No obstante, resultó que la maldición de Satoru era muy útil, ya que ocuparse de los Itadori no resultaba barato. El castillo en Kyōto, que Ryōmen había heredado el año anterior junto al título, se había incendiado recientemente y estaba siendo reconstruida. Por otro lado, Nobara necesitaba dinero para adquirir su vestimenta para la temporada en la corte, y Kasumi quería asistir a la escuela. Y además de todo eso, ahí estaban las facturas de la clínica de Tsumiki. Como Satoru había señalado a Fushiguro, estaba en una posición en la que podía hacer mucho por los Itadori, y ésa debía ser razón suficiente para que Fushiguro lo tolerase.

Y lo toleraba.

O eso creía.

     ―Buenos días ―dijo Satoru de buen humor, entrando en el comedor de la posada que ocupaba la familia en Edo. Ya estaban a medio acabar el desayuno. A diferencia de ellos, Satoru no era un madrugador, algo normal en alguien que se había pasado media vida en un club de juegos que rebosaba actividad hasta altas horas de la noche. Un chamán de ciudad, pensó Fushiguro con desprecio.

Recién aseado y vestido con el kimono y el hanfu tradicional, Gojo Satoru era atractivo de manera exótica; llevaba el pelo blanco un poco demasiado largo, y había días en que usaba una tela negra para cubrir sus ya llamativos ojos singulares. Era delgado y flexible, y con una gran facilidad de movimiento. Antes de tomar asiento junto a Yuji, se inclinó para depositarle un beso en la cabeza, una muestra visible de afecto que lo hizo ruborizar.

Fushiguro bajó su mirada ceñuda a su plato a medio terminar.

     ―¿Todavía tienes sueño? ―oyó que Yuji le preguntaba a Satoru.

     ―A este paso no estaré realmente despierto hasta mediodía.

     ―Deberías probar el café, esta posada lo trae del extranjero.

Kasumi intervino en ese momento.

     ―Fushiguro bebe litros de café desde que llegamos. Le encanta.

El encanto del AmanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora