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Después de que el carruaje partiera, Satoru se dirigió a los establos, situado en la parte trasera de la posada. Como lo había esperado, Fushiguro estaba almohazando a los caballos. En ese momento, estaba ocupándose del castrado negro de Satoru, un ejemplar de tres años que se llamaba Mugen.

Los movimientos de Fushiguro eran suaves, rápidos y metódicos mientras pasaba el cepillo por los brillantes flancos de cabellos.

Satoru lo observó durante un rato, apreciando la destreza del chamán. Las historias que decían que los ainus eran muy buenos con los caballos no eran un mito. Un chamán consideraba que los caballos eran sus compañeros al igual que los lobos del monte, unos animales con instintos idílicos e intrépidos. Y Mugen admitía la presencia de Fushiguro con una tranquila atención que mostraba ante muy pocas personas.

     —¿Qué quieres? —le preguntó Fushiguro sin dirigirle la mirada.

Satoru se dirigió sin ninguna prisa hacia el establo abierto, sonriendo cuando Mugen inclinó la cabeza y le dio un golpecito en el pecho.

     —No, chico... no tengo terrones de azúcar. —Le palmeó el musculoso cuello. Tenía las mangas del kimono remangada hasta los codos, dejando a la vista el Owari-no-Suke de seis ojos negros de su antebrazo. Satoru no recordaba cuándo le habían hecho el tatuaje... Estaba ahí desde siempre, por razones que su abuela nunca llegaría a explicarle.

Era un diseño de un antiguo ser de Sugawara no Michizane, una criatura sintoísta que alternaba entre la maldad y la bondad, que hablaba con una profunda voz humana y que volaba por la noche. Según la leyenda, Mugen llamaba a la puerta de los confiados humanos a medianoche, y los llevaba a dar un paseo que cambiaría su vida para siempre.

Satoru jamás había visto un tatuaje similar en ninguna otra persona.

Hasta que conoció a Fushiguro.

Por capricho del destino, Fushiguro había resultado herido en el incendio del castillo. Y mientras le curaban la herida, había descubierto el tatuaje sintoísta en el hombro herido, nadie salvo él lo había notado, debido a los trazos irregulares que no coincidían con la negrura de la putrefacción. No le había mencionado a Yuji hasta después de la unión de su clan al suyo.

El tatuaje había hecho que Satoru se planteara unas cuantas preguntas.

Vio que Fushiguro le miraba el tatuaje del brazo.

     —¿Qué hace un chamán como tú con un tatuaje de diseño sintoísta de Sugawara no Michizane?

     —No es nada especial. Hubo deserciones de ese clan y chamanes que fueron del templo sintoísta.

     —Hay algo inusual en ese tatuaje —dijo Satoru serenamente—. Jamás había visto uno igual con anterioridad. Y ninguno de los Itadori lo sabía hasta hace unas semanas atrás, es evidente que te esforzaste mucho en ocultarlo. ¿Por qué oniisan?

     —No me llames así.

     —Has formado parte de la familia Itadori desde la infancia —dijo Satoru—. Y yo soy ahora parte de la familia. Eso nos convierte en hermanos ¿no?

Una mirada desdeñosa fue la única respuesta.

Satoru encontraba una perversa diversión en comportarse de manera amistosa con un chamán que claramente lo despreciaba. Entendía a la perfección que era lo que incitaba la hostilidad de Fushiguro. La llegada de otro hombre al clan familiar, no era nunca una situación fácil y, por lo general, su lugar estaría más abajo en la jerarquía.

Que Satoru, un desconocido, llegara y actuara como cabeza de la familia no era algo fácil de asimilar. No ayudaba nada que él fuera un mestizo nacido de una madre chamán y padre de algún antiguo clan perdido. Y por si fuera poco, Satoru disfrutaba de una buena situación económica, un hecho vergonzoso a los ojos de los ainu.

     —¿Por qué siempre lo has mantenido en secreto? —insistió Satoru.

Fushiguro dejó de cepillar el caballo y le dirigió a Satoru una oscura y fría mirada.

     —Me dijeron que el tatuaje era la marca de una maldición. Que el día que descubriera lo que quería decir, y por qué me lo habían hecho, yo o alguien cercano a mí estaría predestinado a morir.

Satoru no mostró reacción alguna, pero sintió unas punzadas de inquietud en la nuca.

     —¿Quién eres, Fushiguro? —le preguntó suavemente.

El pálido chamán continuó con su labor.

     —Nadie.

     —Formaste parte de un clan una vez. Debes de haber tenido familia.

     —No recuerdo a mi padre. Mi madre murió en el parto.

     —Igual que la mía. Me crio mi abuela.

El cepillo se detuvo en medio de una pasada. Ninguno de los dos mostró reacción alguna. Sobre el establo había caído un silencio sepulcral excepto por los resoplidos y los movimientos inquietos de los caballos.

     —A mí me crio mi tío. Para ser un senshi.

     —Ah. —Satoru borró cualquier indicio de piedad en su expresión, pero para sus adentros pensó: «Pobre desgraciado.»

No era extraño que Fushiguro luchara tan bien. Algunos clanes chamanes tomaban a sus niños más fuertes y los convertían en luchadores, enfrentándolos unos contra otros en ferias, tabernas o reuniones donde se hacían apuestas. Algunos de los niños acababan desfigurados o muertos. Los que sobrevivían se convertían en duros combatientes capaces de hacer cualquier cosa, y eran nombrados los guerreros del clan.

     —Bueno, eso explica ese carácter tan dulce que tienes —dijo Satoru—. ¿Fue por eso por lo que elegiste quedarte con los Itadori después de que te recogieran? ¿Porque ya no querías ser un senshi?

     —Sí.

     —Mira, oniisan —dijo Satoru, observándolo atentamente—. Te quedaste por una razón. —Y supo por el rubor que tiñó la cara de Fushiguro que había acertado de lleno.

Satoru añadió quedamente:

     —Te quedaste por ellos.

El encanto del AmanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora