10

131 19 2
                                        

Una de las cualidades que Megumi encontraba más molesta en Gojo Satoru era su insistencia en intentar descubrir el origen de los tatuajes. Llevaba casi tres años persiguiendo aquel misterio.

A pesar de la multitud de responsabilidades que cargaba sobre sus hombros, Satoru jamás perdía la oportunidad de indagar sobre el tema. Había buscado diligentemente a su propia tribu, intentando encontrar información en cada vardo que pasaba y acudiendo a todos los campamentos ainu. Pero parecía como si la tribu de Satoru hubiera desaparecido de la faz de la tierra, o al menos hubiera acabado en el otro extremo. Lo más probable era que jamás los encontrara, no existía límite de hasta dónde podría viajar una tribu, y ninguna garantía de que volviera a Edo.

Satoru había buscado en el Koseki: registros de matrimonio, de nacimiento, y de defunciones, buscando cualquier mención de su madre, o de sí mismo. No había encontrado nada hasta el momento. También había consultado con expertos heráldicos e historiadores en la corte para averiguar el posible significado del símbolo Owari-no-Suke. Todo lo que habían podido decirle era lo que ya conocía de las antiguas leyendas sobre el malvado y vengativo espíritu: que hablaba con voz humana, que aparecía a medianoche para exigirte que fueras con él y que jamás podías negarte. Y al regresar, si sobrevivías al paseo, tu vida habría cambiado para siempre.

Satoru tampoco había podido encontrar una conexión entre los nombre de Gojo y Fushiguro, bastante común fuera de la tribu. Por eso, últimamente, Satoru se había puesto a buscar la tribu de Megumi, o a alguien que supiera de ella.

De manera comprensible, Megumi se negaba a seguir ese plan, sobre el que Satoru le había puesto al corriente mientras se dirigían hacia los establos de la posada.

     —Me dieron por muerto y me abandonaron —dijo Megumi—. Y ¿quieres que te ayude a encontrarlos? Si veo a cualquiera de ellos, en especial a Zen'in Naobito, lo mataré con mis propias manos.

     —Por supuesto —replicó Gojo con tranquilidad—. Después de que nos hablen del tatuaje.

     —Todo lo que nos dirán es lo que ya te he dicho... que es la marca de una maldición. Y que si alguna vez averiguamos lo que significa...

     —Sí, sí, ya lo sé. Estaremos condenados. Pero si lo que llevo es una maldición en el brazo, Fushiguro, prefiero estar prevenido.

Megumi le dirigió una mirada que debería de haberle derribado en el acto. Se detuvo en una esquina de los establos donde los limpiacascos, las tijeras y las cuchillas para herraje se encontraban ordenados, pulcramente en estantes.

     —No voy a ir. Tendrás que buscar a mi tribu sin mí.

     —Te necesito —replicó Gojo—. En primer lugar, donde vamos a ir es un kekkeno mushes.

Megumi clavó en él una mirada incrédula. Kekkeno mushes podría ser traducido como «tierra de nadie», y era una franja de terreno estéril localizado en una de las márgenes del Kamo-gawa. El suelo enlodado estaba abarrotado con sucias tiendas en paja, algunos vardos desvencijados y perros salvajes casi tan fieros como los ainus que vivían allí. Pero ése no era el auténtico peligro. El verdadero peligro eran un grupo de no ainus conocidos como los chorodies, descendientes de bellacos y parias. Los chorodies eran crueles, sucios y feroces, sin costumbres ni modales. Ir a uno de esos lugares donde solía estar era como pedir a gritos que te atacaran o robaran. Era difícil imaginar un lugar más peligroso en Kyōto, salvo algunos tugurios de la zona este.

     —¿Por qué piensas que alguien de mi tribu puede estar en ese lugar? —preguntó Megumi, algo más que horrorizado ante la idea. No era probable que bajo el liderazgo de Zen'in Naobito su tribu hubiera caído tan bajo.

     —Hace poco me encontré con un chal de la tribu Kumo. Me dijo que su hermana pequeña, Shuri, estuvo casada hace mucho tiempo con tu Zen'in Naobito. —Gojo miró fijamente a Fushiguro—. Al parecer, la historia de lo que te sucedió ha pasado a formar parte de las leyendas de los ainues.

     —No entiendo por qué —masculló Megumi, sintiéndose un poco sofocado—. No tiene ninguna importancia.

Gojo se encogió de hombros sin apartar la mirada de la cara de Megumi.

     —Un jefe ainu cuida de los suyos. Ninguna tribu ha dejado atrás a un niño herido o moribundo, fueran cuales fuesen las circunstancias. Y, al parecer, eso trajo una maldición a la tribu de Zen'in Naobito... Su suerte fue peor, y la mayor parte de ellos acabaron mal. Se ha hecho justicia para ti, Fushiguro.

     —Jamás me preocupé por la justicia. —Megumi se sintió un poco sorprendido por la aspereza de su voz.

Gojo habló con un tono comprensivo.

     —Es una vida extraña, ¿verdad? Un ainu sin tribu. Por duro que quiera parecer, jamás podrá encontrar su hogar. Porque para nosotros, nuestro hogar no es un edificio ni una tienda ni un vardo..., nuestro hogar es nuestra familia.

A Megumi le costó trabajo sostener la mirada fija de Gojo. En el tiempo que hacía que lo conocía, Megumi jamás se había sentido tan cerda de él como en ese momento. Pero ya no podía ignorar el hecho de que ambos tenían demasiadas cosas en común. Los dos eran extraños con pasados llenos de preguntas sin respuestas. Y cada uno de ellos había sido atraído por los Itadori y había encontrado un hogar con ellos.

     —Iré, maldita sea —dijo Megumi bruscamente—. Pero sólo porque sé lo que me haría Yuji si dejara que te ocurriera algo.

El encanto del AmanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora