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Tercer piso, la cuarta puerta corrediza a la izquierda. Tsumiki se puso la capucha de la capa sobre la cabeza, cubriéndose la cara mientras recorría el silencioso pasillo.

Por supuesto que tenía que ver a Megumi. Había venido de muy lejos. Había cruzado cientos de ken por tierra y mar y, ahora que lo pensaba bien, había subido el equivalente a mil escaleras de mano en el gimnasio de la clínica, todo para llegar a él. Ahora que por fin estaban en la misma posada, sería imposible que se acostara sin verlo.

Recorriendo con la mirada los cuartos con sus divisorias, Tsumiki finalmente encontró la cuarta puerta corrediza.

Se le encogió el estómago y se le tensaron los músculos por la ansiedad. Sintió que la frente se le perlaba de sudor.

Golpeó suavemente la puerta con los nudillos. Y esperó inmóvil, con la cabeza gacha, casi incapaz de respirar por los nervios. Se abrazó a sí misma bajo la capa.

No estaba segura de cuánto tiempo estuvo esperando, solo que le pareció una eternidad antes de que se descorriera el cerrojo y se deslizaran las puertas.

Antes de atreverse a levantar la mirada, oyó la voz de Megumi. Se le había olvidado cuán profunda y ronca era.

     —No he pedido una mujer esta noche.

Esas última palabras ahogaron la respuesta de Tsumiki.

«Esta noche», la cólera y la consternación la atravesaron. No tenía ni idea de qué hacer o decir. De alguna manera no parecía apropiado echar la capucha hacia atrás y gritar: «¡Sorpresa!»

Megumi la había confundido con una mujer de servicios dudosos, y ahora el reencuentro que ella había esperado se había convertido en algo insólito. Una mano grande apareció de la nada y agarró el hombro de Tsumiki, haciendo que traspasara el umbral sin darle la oportunidad de protestar.

     —Supongo que te habrán dicho que soy un chamán —dijo él.

Con la cara cubierta por la capucha, Tsumiki asintió con la cabeza.

     —¿Y eso no te importa?

Tsumiki negó con la cabeza una sola vez.

Sonó una risa suave y carente de humor que en nada se parecía a la risa de Megumi.

     —Claro que no. Mientras el dinero sea bueno...

«Megumi —pensó ella con desespero asombro—, ¿Qué te ha ocurrido?»

Asombrada, se miró los puños y decidió cortar por lo sano.

     —¿Es así como tratas a las mujeres, Megumi?

Todo se detuvo a su alrededor. Y en una fracción de segundos, Tsumiki sintió un apretón doloroso haciéndole dar vuelta. Sin poder evitarlo, levantó la vista a la cara pálida.

El rostro de Megumi parecía desprovisto de cualquier emoción, pero tenía los ojos muy abiertos. Y mientras clavaba la mirada en ella, un rubor inundaba sus mejillas y el puente de su nariz.

     —Tsumiki. —Pronunció su nombre algo tembloroso.

Ella intentó sonreír, decir algo, pero le temblaban los labios, y tenía los ojos anegados de lágrimas de alegría. Estar con él de nuevo... la dejaba abrumada, como si encontrara la última familia que le quedaba.

Megumi alzó una de sus manos. La punta callosa de su pulgar secó la brillante humedad bajo los ojos de Tsumiki. 

     —¿Cómo es que estás aquí?

     —Regresamos antes de tiempo. Quería verte.

Megumi le lanzó una mirada que debería de haberla dejado paralizada en el acto.

El encanto del AmanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora