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Tras haber tratado de dormir en un futón que se había convertido en un potro de tortura, Megumi se había despertado con el corazón oprimido.

Iba a tener que enfrentarse a Tsumiki ese día, y a conversar con ella delante de todo el mundo como si no pasara nada. Iba a tener que mirarla como a una más de la familia Itadori en la que estuvo tanto tiempo. Y no pensar en cómo él le había mentido y la había hecho llorar.

Sintiéndose miserable, Megumi se vistió con ropas mundanas que la familia insistía que tenía que ponerse en Edo.

     —Ya sabes la importancia que dan los de la Corte a su apariencia —le había dicho Gojo arrastrándolo a un taller de sastres—. Tienes que parecer respetable o, si no, mirarán con malos ojos a tus hermanas cuando te vean con ellas.

El anterior jefe de Gojo, el Sr. Yaga, le había recomendado un taller de sastre especializada.

     —No encontrarás nada decente a no ser que te lo hagan a medida —había dicho el Sr. Yaga, dirigiéndole a Megumi una mirada calculadora—. No creo que encuentres nada que te siente bien.

Megumi se había sometido a la indignidad de que le tomaran medidas, de que lo cubrieran con incontables telas y que le hicieran interminables pruebas. Gojo con el resto de los Itadori parecían haber quedado satisfechos con los resultados, pero Megumi no encontraba diferencia alguna entre sus ropas nuevas y las viejas. La ropa era ropa, algo que cubría el cuerpo para protegerlo de los elementos.

Frunciendo el ceño, Megumi se había puesto una camisa blanca y una hakama plisada y estrecha. Se puso encima un abrigo de lana con una abertura en la espalda (a pesar de su desdén por las ropas de la corte, tenía que reconocer que era un abrigo cómodo y elegante).

Como era su costumbre, Megumi se dirigió al salón de los Itadori para desayunar. Compuso una cara inexpresiva si bien tenía el estómago revuelto ya que en pocos minutos volvería a ver a Tsumiki. Pero sabría como manejar la situación. Se mostraría tranquilo y sereno, mientras ella mostraría su fachada tranquila, y de esa manera ambos conseguirían sobrellevar la incomodidad de ese primer encuentro.

Sin embargo, todas sus buenas intenciones desaparecieron en cuanto entró al salón y, tras dirigirse a la salita, vio a Tsumiki tumbada en el suelo. En ropa interior.

Estaba tendida boca abajo, intentando levantarse, con un hombre inclinado sobre ella.

La imagen hizo estallar algo en el interior de Megumi.

Con un rugido que prometía sangre, llegó hasta Tsumiki en un instante, alzándola rápidamente.

     —Espera —dijo ella casi sin aliento—. ¡¿Qué haces...?! ¡Oh, no, no lo hagas! ¡Déjame explicarte...! ¡No!

La depositó sin contemplaciones sobre los cojines que había detrás de él y se giró para enfrentarse al otro hombre. El único pensamiento en la mente de Megumi era practicar el desmembramiento rápido y efectivo, comenzando por arrancar de cuajo la cabeza de ese bastardo.

Prudentemente, el hombre se apresuró a refugiarse detrás de un pesado mueble.

     —Usted debe ser Megumi —dijo—. Yo soy...

     —Un hombre muerto —gruñó Megumi, dirigiéndose hacia él.

     —¡Es mi médico! —gritó Tsumiki—. Es el doctor Kamo. Megumi, ¡no te atrevas a hacerle daño!

Ignorándola, Megumi avanzó dos zancadas antes de sentir que una pierna se enganchaba con la suya y lo hacía caer de bruces al suelo. Era Gojo Satoru que se arrojó sobre él sujetándole los brazos con las rodillas y apretándole la cabeza contra el suelo.

El encanto del AmanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora