Prólogo

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Dicen que el tiempo lo cura todo. Que sana las heridas, que salva lo último que nos queda. Que tarde o temprano deja de doler. Siempre me he preguntado por qué lo dicen. Por qué creen que el simple hecho de pronunciar esas palabras ayuda a que nos sintamos mejor. Me parece un fastidio, una pérdida de tiempo. Ja, ¿irónico cierto? ¿Qué es perder el tiempo? ¿Se pierde el tiempo? ¿O el tiempo hace que nos perdamos?

Me vengo haciendo esas mismas preguntas desde lo que pasó. Y solo pude llegar a una conclusión. A mí, el tiempo no me gusta. Porque no lo curó todo. No sanó mis heridas y mucho menos salvó lo último que me quedaba. Al contrario, se lo llevó. Se la llevó y también se llevó una parte de mí.

¿Y saben qué? Sigo esperando a que el tiempo haga lo que se supone que es su trabajo. Pero no lo hace.

Creo que debería empezar por el principio, ya que eso solo ha sido una pequeña introducción a mi venganza contra el tiempo. Soy consciente de cómo se escucha eso, sé que no puedo vengarme del tiempo, pero juro que haré lo que sea necesario para vengarme de quien nos hizo esto.

Y no, no estoy loca. Solo quiero contar la verdad y relatar su historia, que pronto pasó a convertirse en la mía. Por la memoria de mi hermana y por la persona en la que me convertí.

Elizabeth era una de esas personas que llegan a tu vida para hacerla mejor. Siempre me pregunté cómo podía haber tanta luz en un ser humano, porque iluminaba por donde pasara, incluso en los lugares más oscuros e inimaginables. Era mi ejemplo a seguir porque pudo combatir mis demonios y llevárselos lejos. Porque su existencia era lo único que bastaba para querer ser mejor. No era solo esa chica buena, inteligente y responsable que todos conocían. Entró a la universidad de sus sueños pensando que sería una increíble escritora y se prometió no parar hasta ser la próxima Jane Austen. Era soñadora pero realista. Con sus pies en la Tierra perseguía un objetivo y era dedicada hasta cumplirlo. Siempre tenía un Plan B, por supuesto, solo si el Plan A no funcionaba, lo que le sucedió unas pocas veces.

Recuerdo que ella tenía 13 años y yo 10 recién cumplidos cuando ocurrió lo que nos costó un gran sermón. Hacía mucho frío y mis padres no nos dejaban salir de casa por si nos enfermábamos, por lo que decidimos jugar adentro. Estábamos correteando por la cocina cuando resbalé y de alguna forma mi cabeza dio con la esquina de la mesada de mármol. Elizabeth no sabía qué hacer. No me acordaba de haberla visto tan desesperada en ninguna otra ocasión. Al principio me sentí desorientada, como si me hubiera levantado demasiado rápido. Pero después, cuando me llevé una mano a la cabeza y luego vi esa mancha oscura comprendí porque ella tenía semejante expresión en su cara. Supe que estábamos en problemas y sabía que era mi culpa. Beth me dijo que viéramos una película pero no, yo quería jugar y corretear por todos lados, y ella, como quería verme feliz, cedió a mi gran propuesta.

Como pueden suponer, el Plan A falló y Beth llamó a mis padres, les contó lo que había sucedido y se echó toda la culpa.

–Katharine– dijo con calma cuando vio la desesperación en mi rostro por miedo a lo que mis padres le dijeran–, a mí nunca me retan porque me porto bien. Tú, en cambio tienes menos suerte, por lo que no me castigarán tanto como a ti y podremos jugar antes– ¿Y saben qué? Tenía razón. Maldita Beth, era intuitiva incluso con 13 años. Ni yo con mis 18 años de vida soy la mitad de inteligente que ella. 

De cualquier manera toda esa inteligencia fue desperdiciada luego de su segundo año de universidad. Como era de esperarse, logró entrar en la universidad de sus sueños, que "oh sorpresa" también quedaba en la otra punta del país, literalmente. Yo sabía que mi hermana quería a mis padres, pero siempre fueron muy estrictos con ella y le exigían demasiado, especialmente mi padre, quien siempre tuvo una extraña obsesión con el "honor familiar" y el miedo al fracaso. Conmigo nunca se comportaron de esa forma, porque en el fondo sabíamos que no era capaz de llegar más lejos que mi hermana. No me malinterpreten, me gustaba ser la segunda, siempre tuve más libertad de ser quien era. Beth no era casi libre de tomar decisiones, y no solo por mis padres. A diferencia de mí, ella nunca quiso cometer errores. Todo debía ser perfecto, desde cosas tan insignificantes como el orden en su habitación hasta otras más importantes como sus amistades. Y aunque la admiraba demasiado por su autocontrol, las dos sabíamos que necesitaba salir de la burbuja que construyó toda su vida, de aquella chica que no decepcionaba a nadie, que estudiaba más de lo que respiraba y que en sus ratos libres se dedicaba a practicar instrumentos, a leer y a estar con su familia.

Es por eso que, aunque en un principio mis padres rechazaron su elección de universidad, cuando llegó su carta de admisión, parecía como si no hubieran dudado nunca de que ser admitida en una universidad de renombre era su destino. De que mágicamente por el hecho de estar en boca de todo el pueblo iba a salvarnos de algo de lo que realmente no escapábamos. A pesar del orgullo de mis padres, Beth estaba destinada a irse, a crecer y a destacarse como lo creímos siempre, pero porque se lo merecía, no por un estúpido legado familiar. Tenía derecho a ser quien era, a dejar de tener miedo y saltar sin saber a dónde aterrizaría.

Su despedida fue una de las cosas más difíciles por las que tuve que pasar. Ahora noto que en ese entonces no conocía lo que era la tristeza y el dolor, pero como toda niña egoísta que se iba a estar separada de su hermana mayor y mejor amiga por miles de kilómetros, era lo más insoportable que me habían hecho jamás, en especial porque durante los próximos 2 años y medio pude verla en 5 ocasiones, 4 veces para las fiestas y una para mi cumpleaños número dieciséis.

Nos veíamos muy poco pero hablábamos seguido, ya sea por Skype o por mensajes, siempre cuando ella no estuviera ocupada con las cosas de la universidad o su trabajo como mesera. Yo, en cambio, siempre tenía tiempo para hablar con ella ya que en el instituto me iba bastante bien y mis actividades extraescolares se amoldaban a sus horarios. Si bien danza ocupaba varias horas de mi semana, era mi escape de la realidad, y hasta el día de hoy no la cambio por nada en el mundo.

Estaba agradecida porque nuestra relación nunca se deterioró. Era muy sincera, estábamos la una para la otra y nos contábamos todo, o al menos eso pensé hasta que un día llegó sin avisar a nuestra casa en New Hampshire.


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