LIX

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Sentada encima del alfombrado frente a la chimenea, mis oídos perciben el crujir de la madera que es consumida por el abrazador fuego.

Tengo mis piernas unidas al pecho rodeadas con mis brazos, mis ojos están fijos en la imponente llamarada, que si bien es capaz de arrasar en minutos los leños, convirtiéndolos en insignificantes cenizas, es nuestra fuente vital de calor.

Sin su devastadora presencia sería imposible permanecer en este estado de desnudez que nos ha acompañado a Thomas y a mí estas últimas veinticuatro horas.

Del modo más simple el fuego contenido en la chimenea demuestra que, de un hecho negativo también son capaces de nacer sucesos positivos.

Como dice un refrán: «No hay mal que por bien no venga». Ahora mi interrogante es la siguiente: ¿Es aplicable dicha frase en todos los aspectos de nuestras vidas? ¿O es mero romanticismo aplicado a las desgracias que rodean la existencia de cada individuo que habita el planeta?

Pese a que carezco de las respuestas, es innegable que sin oscuridad no habría luz, sin tristezas no apreciaríamos las alegrías y sin la ausencia del calor no existiría el frío.

Esta mañana desperté impaciente con un leve desespero en mi cuerpo, tal vez porque nuestra estancia en este edén está por terminarse, o quizás, porque la tormenta cesó después de durar la noche entera, sumiéndonos en un silencio tenebroso. Luego de vivir tantos años en un constante caos tanta calma resulta abrumadora.

Thomas está dormido, cuasi angelical, si no conociera a la perfección su lado mundano y travieso con facilidad me engañaría su semblante.

Omito que hora del día es; nuestros celulares están atrapados dentro del auto aparcado afuera en el descampado cubierto por muchísima nieve y el reloj que adorna la pared sobre la puerta de entrada, desde que llegamos marca las 2:30 p. m.

El gruñido de mi estómago más un ligero entumecimiento en mis piernas, señalan que es el momento de levantarme, cocinar y comer.

Poniéndome en pie, cubro mi desnudez con la camisa de mi dulce novio, la cual reposaba en el suelo cerca de la cama.

Posicionándome en la cocina, comienzo a tostar unas rodajas de pan, coloco una olla con agua para colar el café cuando esta hierva, extraigo del refrigerador el frasco de mermelada sabor a durazno que compramos junto a la barra de mantequilla y el litro de jugo de naranja.

Minutos más tarde, entretenida con la preparación del café, sigilosos pasos se aproximan hacia mí, con lentitud unas manos se posan en mi cintura y unos labios besan mi cuello con ternura.

—Buenos días o tardes —musito ladeando mi rostro, observando al dueño del cuerpo que acaba de adherirse a mi espalda.

—Buenos no, excelentes —responde besando mis labios.

Coloco la olla con el agua hervida sobre la hornilla y giro entre sus brazos admirándolo por completo. Está con su cabello revuelto, sus hermosos ojos conservan señales de sueño y algunas marcas de la sábana están estampadas en su hombro izquierdo.

Deslizo mis palmas desde su pecho hasta el cuello donde enrosco mis brazos, ejecutando cada movimiento con parsimonia, queriendo tallar en la piel de mis manos cada milímetro de su suave piel.

—Estoy convencida de que podría hacer esto todos los días, sin aburrirme, sin cansarme o quejarme.

—¿A qué te refieres? —pregunta expectante.

Vidas de la Gran Manzana ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora