alucinación febril en el silencio de la noche

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El jefe estaba enojado.

Debía estarlo, sino Adriel no encontraba explicación a la tormenta que azotaba las calles de Manchester.

No le gustaba la lluvia y en Manchester llovía todo el tiempo. En su propia tierra natal los días no eran húmedos y grises como en Inglaterra, así que no podía conciliar sentirse bien bajo el agua.

En el cielo no llovía, ese era su punto.

Quería decir, estaba acostumbrada, después de dos mil años en la tierra ya no había nada que pudiera sorprenderla. Pero, cielos, la lluvia acababa de arruinar su peinado...

Se escabulló, como si estuviera en una misión secreta y no deseara ser vista por nadie, por la puerta del antro con carteles de neón brillando en ella. Oh My! decía, titilando una y otra vez.

Adriel pensó que era un lindo detalle que no hubieran usado el nombre de Él en vano.

Con ese pensamiento se adentró a la discoteca, pensando y sobre analizando qué diría una vez la viera allí adentro. Porque ella estaría adentro. Eso era seguro.

Sus azulados ojos tardaron en acostumbrarse a la luz, o a la falta de esta, y tuvo que parpadear. La ropa que traía quizá era demasiado llamativa para ese tipo de ambiente, donde tanto los chicos como las chicas sudaban tanto que terminaban sin camiseta.

Ella no sentía tal cosa como frío o calor. Simplemente se acostumbraba a mirar a la gente y adaptarse a sus atuendos.

Así que aprovechó que nadie la miraba para chasquear sus dedos y colocarse algo más acorde, pero tampoco algo tan sugestivo. No quería llamar la atención de los ojos equivocados.

La lujuria era un pecado, después de todo.

Los ojos equivocados en cuestión llegaron a ella como flechas derechas a una diana, con precisión y rapidez. La estaban recorriendo de arriba hacia abajo, segundos que se sintieron años, todo para terminar relamiéndose los rojos labios.

Rojos como la manzana que probó Eva.

Rojos como el pecado mismo.

Dy estaba bailando en el centro de la pista atrayendo todas las miradas, un humano sudoroso pegado a su cuerpo. Parecía un adorno más que un acompañante.

Se veía preciosa. Obviamente debía estarlo, pensó Adriel, pues era un demonio; se suponía que estos deberían ser más perfectos que los mismísimos ángeles, todo para traer a sus garras a los pobres mortales puros y hacerlos caer en la tentación.

Al parecer, D hacía muy bien su trabajo.

Adriel sintió el impulso de apartar la mirada, como si solo examinarla fuera algo prohibido. No lo era, se recordó, y de hecho era su misión. Así que sí, volvió los ojos a la demonia.

Preciosa era una palabra que se quedaba corta a los encantos del ángel caído. Cualquier palabra mortal lo hacía. Lo primero que notó, algo de lo que jamás escaparía, fueron esos orbes verdes como la naturaleza: Dy hacía buen uso de esas pinturas humanas (¿se le llamaba maquillaje?), sus preciosos jades resaltaban de una forma increíble por culpa de ese delineado. Vestía de negro, por supuesto que lo hacía, pero tenía un vestido apretado en las partes correctas (Ella se negaba a considerar las curvas de un demonio como correctas); llevaba botas altas de tacón y una chaqueta negra, probablemente de cuero del infierno ―sintético. En el infierno no sacrificaban animales para vestirse―, esa maldita chaqueta que conservaba desde el inicio de los tiempos.

La ángel apenas y la recordaba sin ella. Tampoco quería pensar en eso.

—Pero mira quién llegó... —la demoniza que tenía una sonrisa en los labios y un trago rojo en las manos se le estaba acercando más rápido de lo que pensaría— ¿Que hace una angelita como tú en un infierno como este?

Cruel SummerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora