Hay pocos seres en el mundo tan libertinos como el cardenal de..., cuyo nombre, te-
niendo en cuenta su todavía sana y vigorosa existencia, me permitiréis que calle. Su Emi-
nencia tiene concertado un arreglo, en Roma, con una de esas mujeres cuya servicial pro-
fesión es la de proporcionar a los libertinos el material que necesitan como sustento de
sus pasiones; todas las mañanas le lleva una muchachita de trece o catorce años, todo lo
más, pero con la que monseñor no goza más que de esa incongruente manera que hace,
por lo general, las delicias de los italianos, gracias a lo cual la vestal sale de las manos de
Su Ilustrísima poco más o menos tan virgen como llegó a ellas, y puede ser revendida
otra vez como doncella a algún libertino más decente. A aquella matrona, que se conocía
perfectamente las máximas del cardenal, no hallando un día a mano el material que se
había comprometido a suministrar diariamente, se le ocurrió hacer vestir de niña a un
guapísimo niño del coro de la iglesia del jefe de los apóstoles; le peinaron, le pusieron
una cofia, unas enaguas y todos los atavíos necesarios para convencer al santo hombre de
Dios. No le pudieron prestar, sin embargo, lo que le habría asegurado verdaderamente un
parecido perfecto con el sexo al que tenía que suplantar, pero este detalle preocupaba
poquísimo a la alcahueta... «En su vida ha puesto la mano en ese sitio -comentaba ésta a
la compañera que la ayudaba en la superchería-; sin ninguna duda explorará única y ex-
clusivamente aquello que hace a este niño igual a todas las niñas del universo; así, pues,
no tenemos nada que temer...»
Pero la comadre se equivocaba. Ignoraba sin duda que un cardenal italiano tiene un tac-
to demasiado delicado y un paladar demasiado exquisito como para equivocarse en cosas
semejantes; comparece la víctima, el gran sacerdote la inmola, pero a la tercera sacudida:
-¡Per Dio santo! -exclama el hombre de Dios-. ¡Sono ingannato, quésto bambino è
ragazzo, mai non fu putana!
Y lo comprueba... No viendo nada, sin embargo, excesivamente enojoso en esta aventu-
ra para un habitante de la ciudad santa, Su Eminencia sigue su camino diciendo tal vez
como aquel campesino al que le sirvieron trufas en lugar de patatas: «¡Qué me engañen
siempre así!» Pero cuando la operación ha terminado:
-Señora -dice a la dueña-, no os culpo por vuestro error.
-Perdonad, monseñor.
-No, no, os repito, no os culpo por ello, pero si esto os vuelve a suceder no dejéis de
advertírmelo, porque... lo que no vea al principio lo descubriré más adelante.