Se supone, yo no lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del
castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza tuvo
a bien colocar en los riñones del hombre para la reproducción de sus semejantes.
Una tierna damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa pa-
terna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la alameda de cas-
taños que con la fragancia de las flores embalsamaban el aire con el sospechoso aroma
que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.
-¡Oh! Dios mío, mamá, ese extraño olor -dice la jovencita a su madre sin darse cuenta
de dónde procedía-. ¿Lo oléis, mamá...? Es un olor que conozco.
-Callaos, señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.
-¿Y por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor no me
resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.
-Pero, señorita...
Pero, mamá, os repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al
asegurarle a mamá que conozco ese olor.
-Señorita -responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz-, no es
que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos casta-
ños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del castaño...
--¿Que la flor del castaño...?
-Pues bien, señorita, que huele como cuando se j...