De todos los extravíos de la naturaleza, el que más ha hecho cavilar, el que más extraño
ha parecido a esos pseudofilósofos que quieren analizarlo todo sin entender nunca nada -
comentaba un día a una de sus mejores amigas la señorita de Villeblanche, de la que
pronto tendremos ocasión de ocuparnos- es esa curiosa atracción que mujeres de una de-
terminada idiosincrasia o de un determinado temperamento han sentido hacia personas de
su mismo sexo. Y, aunque mucho antes de la inmortal Safo, y después de ella, no ha
habido una sola región del universo, ni una sola ciudad, que no nos haya mostrado a mu-
jeres de ese capricho, y, por tanto, ante pruebas tan contundentes, parecería más razona-
ble, antes que acusar a esas mujeres de un crimen contra la naturaleza, acusar a ésta de
extravagancia; con todo, nunca se ha dejado de censurarlas y, sin el imperioso ascendien-
te que siempre tuvo nuestro sexo, quién sabe si un Cujas, un Bartole o un Luis IX no
habrían concebido la idea de condenar también al fuego a esas sensibles y desventuradas criaturas, como bien se cuidaron de promulgar leyes contra los hombres que, propensos al
mismo tipo de singularidad y con razones tan igualmente convincentes, han creído bas-
tarse entre ellos y han opinado que la unión de los sexos, tan útil para la propagación,
podía muy bien no ser de tanta importancia para el placer. Dios no quiera que nosotras
tomemos partido alguno en todo ello..., ¿verdad, querida? -continuaba la hermosa Agus-
tina de Villeblanche, mientras daba a su amiga besos un tanto delatadores-. Pero en vez
de hogueras y de desprecio, en lugar de sarcasmos, armas todas ellas ya totalmente romas
en nuestro tiempo, ¿no sería infinitamente más sencillo, en una acción tan absolutamente
indiferente a la sociedad, tan conforme con Dios, y más útil a la naturaleza de lo que pue-
da creerse, que se dejara a cada cual obrar a su antojo...? ¿Qué puede temerse de esta de-
pravación...? A toda persona verdaderamente inteligente le parecerá que puede prevenir
otras peores, pero nunca se me podrá probar que tenga peligrosas consecuencias...
¡Oh, cielos!, ¿temen que los caprichos de esos individuos, de uno y otro sexo, puedan
acabar con el mundo, que pongan en peligro el precioso género humano y que su preten-
dido crimen lo aniquile al no proceder a su multiplicación? Que lo piensen mejor y verán
que todas esas quiméricas pérdidas son enteramente indiferentes a la naturaleza, que no
sólo no las condena en absoluto, sino que nos demuestra con mil ejemplos que las quiere
y que las desea; pues si esas pérdidas la irritasen, ¿las toleraría en tantos miles de casos?
Si la primogenitura le resultase tan esencial, ¿permitiría que una mujer no fuera apta para
ella más que un tercio de su vida y que al salir de sus manos la mitad de los seres que
produce tuviesen gestos contrarios a esa procreación que supuestamente exige? Digamos
mejor que la naturaleza permite que las especies se multipliquen, pero que no lo exige en
absoluto y que, plenamente convencida de que siempre habrá más individuos de los que
hagan falta, muy lejos está de contrariar las inclinaciones de quienes no ponen en práctica
la propagación y les repugna limitarse a ella. ¡Ah, dejemos actuar a esa madre excelente,
convezcámonos de que sus recursos son inmensos, de que nada de lo que hagamos puede
ultrajarla y de que el crimen que podría atentar contra sus leyes nunca podrá manchar
nuestras manos!
La señorita de Villeblanche, de cuya lógica acabamos de apreciar una muestra, dueña
ya de sus actos a la edad de veinte años y disponiendo de treinta mil libras de renta, había
tomado, por gusto, la resolución de no casarse jamás; de familia distinguida sin ser ilus-
tre, era hija de un hombre que se había enriquecido en las Indias, había dejado solamente
un hijo, ella, y se había muerto sin haber podido hacer que se decidiera al matrimonio. No
es necesario ocultar que era extremadamente propenso a ese tipo de inclinación cuya apo-
logía acababa de hacer Agustina, llevada de la repugnancia que sentía por el matrimonio;
ya fuera por recomendación, por constitución orgánica o por dictados de la sangre (había
nacido en Madras), por inspiración de la naturaleza o por lo que se quiera, la señorita de
Villeblanche detestaba a los hombres y entregada en cuerpo y alma a lo que los castos oí-
dos entienden por la palabra lesbianismo, no disfrutaba más que con su propio sexo y
sólo con las Gracias se resarcía del desprecio que le inspiraba Amor.
Agustina era una verdadera perdida para los hombres: alta, digna de ser pintada, con los
más hermosos cabellos castaños del mundo, una nariz algo aguileña, unos dientes maravi-
llosos y unos ojos tan expresivos, tan vivos... con una piel de una suavidad tal y de una
blancura incomparable, todo el conjunto, en suma, de un tipo de atractivo tan excitante...
que era evidente que al verla tan capaz de inspirar amor y tan decidida a no amar nunca, a
muchos hombres se les escapaban un número infinito de sarcasmos contra una afición por
lo demás de lo más sencilla, pero que, no obstante, al privar a los altares de Pafos de una
de las criaturas del universo mejor dotadas para servirlos, espoleaba el sentido del humor
de los sacerdotes de Venus, como es natural. La señorita de Villeblanche se reía de buena gana de todos esos reproches, de todos aquellos comentarios malintencionados y seguía
tan consagrada a sus caprichos como siempre.
La mayor de las locuras -añadía- es la de avergonzarse de las inclinaciones que hemos
heredado de la naturaleza; y burlarse de cualquier individuo que tenga gustos tan singula-
res es tan absolutamente bárbaro como lo sería el burlarse de un hombre o de una mujer
tuertos o cojos de nacimiento, pero persuadir a unos necios de estos razonables principios
es como tratar de detener el curso de los astros. Para el orgullo constituye una especie de
placer el burlarse de los defectos que no se tienen y ese tipo de satisfacciones resultan tan
gratas al hombre y especialmente a los imbéciles, que es muy raro ver que renuncien a
él... Además, todo esto se presta a murmuraciones, frías ocurrencias, estúpidos juegos de
palabras y para la sociedad, es decir, para una colección de seres reunidos por el aburri-
miento y moldeados por la estupidez, resulta tan agradable hablar dos o tres sin decir
nada nunca, tan delicioso el brillar a costa de los demás y denunciar condenatoriamente
un vicio que uno está muy lejos de tener... es una especie de tácito elogio que uno se hace
a sí mismo; a ese precio uno consiente incluso en unirse a los demás para formar una cá-
bala y aplastar a aquel individuo cuya tremenda culpa es la de no pensar como la mayoría
de los mortales y uno se vuelve a casa henchido de orgullo por el ingenio demostrado
cuando con semejante conducta de lo único que se ha hecho gala y a fondo es de pedante-
ría y de cretinez.
Así opinaba la señorita de Villeblanche, y firmemente decidida a no enmendarse jamás,
se burlaba de las habladurías, era lo suficientemente rica para bastarse a sí misma, no le
importaba su reputación y como aspiraba a una vida placentera y no a beatitudes celestia-
les en las que creía más bien poco, y menos aún a una inmortalidad demasiado quimérica
para su sentidos, se rodeaba, así pues, de un pequeño círculo de mujeres que pensaban
como ella, con las que la encantadora Agustina se entregaba inocentemente a todos los
placeres que la deleitaban. Había tenido muchos pretendientes, pero todos habían salido
tan mal parados que estaban ya a punto de renunciar a esta conquista cuando un joven
llamado Franville, mas o menos de su posición y por lo menos tan rico como ella, se
enamoró locamente y no sólo no se cansó de sus desplantes, sino que se decidió com-
pletamente en serio a no levantar el asedio sin haberla conquistado; dio cuenta de su pro-
yecto a sus amigos, se rieron de él, le desafiaron y el aceptó. Franville tenía dos años me-
nos que la señorita de Villeblanche, casi no tenía barba todavía y los rasgos más delica-
dos y los más hermosos cabellos del mundo, así como una bellísima figura; cuando se
vestía de muchacha, estaba tan bien con esa ropa que siempre conseguía engañar a ambos
sexos y muy a menudo, unos todavía engañados, otros sabiendo muy bien lo que les
agradaba, le habían hecho proposiciones tan concretas que en el mismo día habría podido
ser el Antinoo de algún Adriano o el Adonis de alguna Psyqué. Franville pensó seducir a
la señorita de Villeblanche con ese atuendo; vamos a ver cómo se las arregló.
Uno de los mayores placeres de Agustina era disfrazarse de hombre en carnaval y reco-
rrer todas las reuniones con ese disfraz tan acorde con sus gustos; Franville, que hacía
espiar sus pasos y que hasta aquel momento había tenido la precaución de no dejarse ver
demasiado, se enteró un día de que aquella a quien adoraba iba a acudir aquella misma
noche a un baile convocado para socios de la ópera, al que podían entrar todas las másca-
ras y al que, siguiendo su costumbre, esa joven encantadora iba a asistir disfrazada de
capitán de dragones. Se pone un vestido de mujer, hace que le arreglen, que le engalanen
con el mayor esmero y distinción posibles, se da muchísimo lápiz de labios y sin máscara
alguna y acompañado por una de sus hermanas, mucho menos hermosa que él, acude a la
fiesta a la que la bella Agustina iba a ir a probar suerte. Ha dado apenas tres vueltas por la sala, cuando en seguida es descubierto por la mirada
conocedora de Agustina.
-¿Quién es esa hermosa joven? -pregunta la señorita de Villeblanche a la amiga que iba
con ella-. Me parece que nunca la había visto en ningún otro sitio. ¿Cómo se nos ha podi-
do escapar una criatura tan deliciosa?
Y apenas ha acabado de decir esto ya está Agustina haciendo todo lo que puede para
entablar conversación con la falsa señorita de Franville, que, al principio, huye, da media
vuelta, esquiva, escapa y todo para hacerse desear con más ardor; al fin es abordada y
unos comentarios triviales dan paso a la conversación, que poco a poco va haciéndose
más interesante.
-Hace un calor espantoso en el baile -dice la señorita de Villeblanche-; dejemos juntas a
nuestras amigas y vamos a tomar un poco el aire a uno de aquellos pabellones donde se
puede jugar y tomar algo fresco.
-¡Ah!, caballero -contesta Franville a la señorita de Villeblanche, fingiendo siempre que
la toma por un hombre-. Realmente no me atrevo, estoy aquí sola con mi hermana, pero
sé que mi madre va a venir con el marido que me ha destinado y si los dos me vieran con
vos eso tendría consecuencias...
-Bueno, bueno, hay que superar todos esos temores pueriles... ¿Qué edad tenéis, ángel
cautivador?
-Dieciocho años, caballero.
-¡Ah!, y yo os contesto que a los dieciocho años uno ya ha de tener derecho a hacer to-
do aquello que le apetezca... Vamos, vamos, y no tengáis ningún miedo -y Franville se
deja arrastrar.
-¿Y qué?, encantadora criatura -prosigue Agustina conduciendo al joven al que sigue
tomando por una muchacha hacia los gabinetes contiguos a la sala de baile-. ¿Qué? ¿De
verdad os vais a casar...? Cómo os compadezco... ¿Y quién es ese personaje que os desti-
nan? Apuesto que es un hombre aburrido... ¡Ah!, qué afortunado será ese hombre y cómo
desearía hallarme en su lugar. ¿Accederíais, por ejemplo, a casaros conmigo? Contestad
con franqueza, celestial doncella.
-Por desgracia, bien lo sabéis caballero. ¿Acaso puede uno seguir cuando es joven los
impulsos de su corazón?
-Bueno, pues rechazad a ese hombre indigno; juntos nos conoceremos de un modo más
íntimo, y si nos convenimos el uno al otro, ¿por qué no podríamos llegar a un acuerdo?
Gracias a Dios no me hace falta ningún tipo de autorización... Yo, aunque sólo tenga
veinte años, ya soy dueño de mi patrimonio, y si pudieseis lograr que vuestros padres se
decidieran en mi favor tal vez antes de ocho días podríamos estar vos y yo ligados ya por
vínculos eternos.
Mientras conversaban habían salido del baile, y la hábil Agustina, que no enfilaba hacia
allí su proa en busca del amor perfecto, había tenido buen cuidado de conducirle a un
gabinete muy apartado que por medio de arreglos con los anfitriones siempre procuraba
tener a su disposición.
-¡Oh, Dios mío! -exclama Franville al ver que Agustina cierra la puerta del gabinete y
la estrecha entre sus brazos-. ¡Oh, cielos!, pero, ¿qué queréis hacer...? ¿Cómo a solas con
vos y en un lugar tan apartado...? Dejadme, dejadme, os lo suplico, o al instante pediré
auxilio. Yo te lo impediré, ángel divino -contesta Agustina, estampando su hermosa boca sobre
los labios de Franville-. Grita ahora, grita sí puedes, y el purísimo soplo de tu aliento de
rosa no hará sino inflamar todavía más mi corazón.
Franville se defendía con bastante languidez: resulta difícil encolerizarse demasiado
cuando con tanta ternura se recibe el primer beso de todo cuanto se adora en el mundo.
Agustina, envalentonada, atacada con redoblado ímpetu, ponía en ello toda esa vehemen-
cia que sólo conocen las encantadoras mujeres llevadas de esa clase de fantasía. Pronto
las manos se extravían; Franville, jugando a la mujer que cede, deja que las suyas se pa-
seen igualmente. Se despojan de todas sus ropas y los dedos se dirigen hacia donde am-
bos esperan hallar lo que tanto anhelan. En ese momento, Franville cambia bruscamente
de papel.
-¡ Oh, cielos! -exclama-. ¡Pero si sois una mujer!
-¡Horrible criatura! -añade Agustina al poner su mano sobre ciertas cosas cuyo estado
no permitía abrigar la menor ilusión-. ¡Y que me haya tomado tantas molestias para no
encontrar más que a un hombre despreciable... ! ¡Bien desdichada tengo que ser!
-No mucho más que yo, a decir verdad -contesta Franville vistiéndose de nuevo y dan-
do muestras del más insondable desprecio-. Me pongo un disfraz que pueda atraer a los
hombres; me gustan y por eso les busco, y no encuentro más que a una p...
-¡Oh, no; una p... no! -responde Agustina con acritud-. En mi vida lo he sido. Cuando
se aborrece a los hombres no se corre el peligro de ser tratada de esta manera...
-Pero, ¿cómo sois mujer y detestáis a los hombres?
-Sí, les detesto, y mirad por dónde, por la misma razón por la que vos sois hombre y de-
testáis a las mujeres.
-Lo único que se puede decir es que este encuentro no tiene igual.
-A mí me parece lamentabilísimo -contesta Agustina con todos los síntomas del más
pésimo humor.
-A decir verdad, señorita, más fastidioso es aún para mi -responde agriamente Franvi-
lle-. Aquí me tenéis, deshonrado para tres semanas. ¿Sabéis que en nuestra orden hace-
mos voto de no tocar jamás a una mujer?
-Me parece que bien se puede tocar a una como yo sin deshonrarse.
-A fe mía, pequeña -continúa Franville-, no veo que haya ningún motivo especial para
hacer una excepción y no entiendo por qué un vicio tenga que haceros más deseable.
-¡Un vicio...! ¿Pero cómo tenéis el valor de reprocharme los míos... teniéndolos tan exe-
crables como los tenéis?
-Mirad -le contesta Franville-, no vayamos a pelearnos, estamos empatados; lo mejor es
que nos despidamos y que no nos volvamos a ver.
Y con estas palabras se disponía a abrir las puertas.
-Un momento, un momento -exclama Agustina impidiéndoselo-. Vais a pregonar nues-
tra aventura a todo el mundo, lo apostaría.
-Tal vez así me divierta.
-Y por otra parte, ¿qué me importa? Gracias a Dios me siento por encima de toda
murmuración; salid, caballero, salid y contad lo que os apetezca -e impidiéndoselo de
nuevo-: Sabéis -le dice sonriendo- que toda esta historia es realmente extraordinaria...
Sabéis -le dice sonriendo- que toda esta historia es realmente extraordinaria... Los dos nos
hemos equivocado.
-¡Ah!, pero el error es mucho más cruel -contesta Franville- para gente con gustos como
los míos que para personas que compartan los vuestros..., y es que ese vacío nos repugna.
-Para seros sincera, querido amigo: podéis estar bien seguro de que lo que nos ofrecéis
nos repele tanto o más aún, así pues la repugnancia es idéntica, pero no se puede negar,
¿verdad?, que la aventura ha sido divertidísima. ¿Volvéis al baile?
-No sé.
-Yo ya no vuelvo -contesta Agustina-. Habéis hecho que descubra ciertas cosas... tan
desagradables... que voy a acostarme.
-Me parece muy bien.
-Pero mirad que ni siquiera es tan galante como para darme su brazo hasta mi casa. Vi-
vo a dos pasos de aquí, no he traído mi coche y me vais a dejar así.
-No, os acompañaré encantado -contesta Franville-. Nuestras inclinaciones no nos im-
piden ser corteses... ¿Queréis mi mano...?, pues aquí la tenéis.
-La acepto tan sólo porque no encuentro nada mejor; algo es algo.
-Podéis estar totalmente segura de que por mi parte os la ofrezco sólo por simple
caballerosidad.
Llegan a la puerta de la casa de Agustina y Franville se dispone a despedirse.
-Realmente sois encantador -dice la señorita de Villeblanche-, pero, ¿cómo vais a de-
jarme en la calle?
-Mil perdones -responde Franville-, no me atrevería.
-¡Ah!, ¡qué desabridos son estos hombres a los que no les gustan las mujeres!
-Es que -contesta Franville, dando su mano, no obstante, a la señorita de Villeblanche-,
sabéis, señorita, desearía volver al baile cuanto antes y tratar de reparar mi estupidez.
-¿Vuestra estupidez? ¿Entonces seguís enfadado por haberme conocido?
-No he dicho eso, pero, ¿no es verdad que ambos podríamos encontrar algo mucho me-
jor?
-Sí, tenéis razón -contesta Agustina entrando por fin en la casa-, tenéis mucha razón,
señor, pero sobre todo... porque mucho me temo que este funesto encuentro va a costarme
la felicidad para toda mi vida.
-¡Cómo! ¿Es que no estáis perfectamente segura de vuestros sentimientos?
-Ayer sí lo estaba.
-¡Ah! No os atenéis a vuestras máximas.
-No me atengo a nada; me estáis poniendo nerviosa.
-Bien, ya me voy, señorita, ya me voy. Dios no permita que os siga molestando.
-No, quedaos, os lo ordeno. ¿Podréis soportar al menos una vez en vuestra vida el obe-
decer a una mujer?
-No hay nada que no hiciera por complaceros -contesta Franville tomando asiento-, ya
os he dicho que soy galante. ¿Sabéis que resulta abominable que a vuestra edad tengáis gustos tan perversos?
-¿Y creéis que es decoroso, a la vuestra, tener otros tan singulares?
-¡Oh!, es muy distinto, en nosotras es una cuestión de recato, de pudor..., incluso de
orgullo, si queréis llamarlo así; es miedo a entregarse a un sexo que no nos seduce nunca
más que para esclavizarnos... Mientras, los sentidos se van despertando y nos arreglamos
entre nosotras; aprendemos a comportarnos con disimulo, se va adquiriendo un barniz de
comedimiento que a menudo resulta obligado, y así la naturaleza está contenta, la decen-
cia se observa y no se atenta contra las costumbres.
-Eso es lo que se llama un sofisma perfecto, se lleva a la práctica y sirve para justificar
cualquier cosa. ¿Y qué tiene para que no podamos invocarlo asimismo en nuestro favor?
-No, en absoluto; vuestros prejuicios son tan diferentes que no podéis abrigar los mis-
mos temores. Vuestro triunfo radica en nuestra derrota... Cuanto más numerosas son
vuestras conquistas mayor es vuestra gloria, y sólo por vicio o por depravación podéis
esquivar los sentimientos que os inspiramos.
-Realmente creo que me vais a convertir.
-Eso es lo que desearía.
-¿Y qué ganaría con ello si vos persistís en el error?
-Mi sexo me estaría agradecido, y como me gustan las mujeres, estaría encantada de
poder trabajar para ellas.
-Si el milagro se realizara, sus efectos no iban a ser tan amplios como parece que creéis;
accedería a convertirme sólo para una mujer, como mucho, con el propósito de... probar.
-Ese es un sano principio.
-Es que es verdad que hay una cierta prevención, eso pienso, al tomar un partido sin
haber probado todos los demás.
-¡Cómo! ¿Nunca habéis estado con una mujer?
-Nunca, y vos... ¿podríais acaso ofrecer primicias tan absolutas?
-¡Oh, no! Primicias ninguna... Las mujeres con las que vamos son tan hábiles y tan ce-
losas que no nos dejan nada... Pero no he estado con ningún hombre en toda mi vida.
-¿Es una promesa?
-Sí, y no deseo ni conocer ni estar con ninguno a no ser que sea tan especial como yo.
-Deploro no haber hecho ese mismo voto.
-No creo que se pueda ser más impertinente...
Y con estas palabras, la señorita de Villeblanche se levanta y dice a Franville que es
muy dueño de irse. Nuestro joven amante, sin perder su sangre fría, hace una profunda
reverencia y se dispone a salir.
-¿Volvéis al baile, no? -le pregunta secamente la señorita de Villeblanche, mirándole
con un desprecio mezclado con el amor más ardiente.
-Pues sí, creo que ya os lo dije.
-Luego no sois merecedor del sacrificio que os ofrezco.
-¡Cómo! ¿Pero me habéis ofrecido algún sacrificio? Ya nunca podré hacer nada después de haber tenido la desgracia de conoceros.
-¿La desgracia?
-Vos me obligáis a usar esta expresión; sólo de vos dependería que pudiera emplear
otra muy distinta.
-¿Y cómo combinaríais todo esto con vuestras inclinaciones?
-¿Qué es lo que no se abandona cuando se ama?
-De acuerdo, pero os resultaría imposible amarme.
-Desde luego, si vais a conservar hábitos tan deplorables como los que he descubierto
en vos.
-¿Y si renunciara a ellos?
-Al instante inmolaría los míos en el altar del amor... ¡Ah!, pérfida criatura, ¡cuánto le
cuesta a mi gloria esta declaración y tú acabas de arrancármela! -exclama Agustina arra-
sada en lágrimas y dejándose caer sobre un diván.
-Acabo de oír de los labios más hermosos del universo la más halagadora confesión que
me sea posible escuchar -exclama Franville, arrojándose a los pies de Agustina-. ¡Ah!,
objeto adorado de mi más tierno amor, reconoced mi fingimiento y dignaos a no castigar-
lo; a vuestros pies os imploro clemencia y así permaneceré hasta mi perdón. Junto a vos,
señorita, tenéis al amante más constante, al más apasionado; pensé que esta estratagema
era necesaria para vencer a un corazón cuya resistencia conocía. ¿Lo he logrado, hermosa
Agustina? ¿Negareis a un amor limpio de vicios lo que os dignasteis a declarar al amante
culpable..., culpable? Yo... culpable de lo que habíais creído... ¡Ah! ¿Cómo podíais pen-
sar que pudiera existir una pasión impura en el alma de quien sólo por vos se consumía?
-¡Traidor!, me has engañado... pero te perdono...; sin embargo, así no tendrás nada que
sacrificar por mí y mi orgullo se sentirá menos halagado, pero no importa, yo te lo sacri-
fico todo... ¡Adelante!, para complacerte renuncio con alegría a los errores a los que casi
tanto como nuestros gustos nos arrastra nuestra vanidad. Ahora me doy cuenta, la natura-
leza así lo exige; yo la sofocaba con desvaríos de los que ahora abjuro con toda mi alma;
no se puede resistir a su imperio, ella nos creó sólo para vosotros, a vosotros no os formó
más que para nosotras, observemos sus leyes, la misma voz del amor hoy me las revela,
para mí habrán de ser sagradas. Aquí tenéis mi mano, señor, os tengo por hombre de
honor y digno de mí. Si por un momento pude merecer la pérdida de vuestra estima, a
fuerza de atenciones y de ternura quizá pueda aún reparar mis errores, y haré que reco-
nozcáis que los de la imaginación no siempre consiguen degradar a un alma bien nacida.
Franville, colmados sus deseos, inunda con lágrimas de felicidad las bellas manos que
tiene entre las suyas; se pone en pie y se arroja a los brazos que se le abren:
-¡Oh!, el día más afortunado de mi vida -exclama-. ¿Hay algo comparable a mi triunfo?
Devuelvo al seno de la virtud un corazón en el que voy a reinar para siempre.
Franville abraza mil veces al divino objeto de su amor y se despiden; al día siguiente
comunica su felicidad a todos sus amigos; la señorita de Villeblanche era un partido de-
masiado bueno para que sus padres se lo vedasen, y se casa con ella en la misma semana.
La ternura, la confianza, la más exacta ponderación y la más severa modestia coronaron
su himeneo, y al convertirse en el más feliz de los mortales fue lo bastante hábil como
para hacer de la más libertina de las muchachas la más fiel y virtuosa de las esposas.