El presidente burlado

411 5 0
                                    


¡Oh!, confiad en mí, voy a agasajarlos
de tal forma... que no se atreverán a volver en veinte años.
Con mortal pesadumbre veía el marqués de d'Olincourt, coronel de dragones, hombre
rebosante de ingenio, de gracia y de vitalidad, cómo la señorita de Téroze, su cuñada, iba
a pasar a los brazos de uno de los seres más nauseabundos que hayan pisado la superficie
del globo. Esta encantadora joven, de dieciocho años de edad, fresca como Flora y for-
mada como las Gracias, amada desde hacía cuatro años por el joven conde de Elbéne,
segundo coronel del regimiento de d'Olincourt, no podía tampoco dejar de estremecerse
al ver cómo se acercaba el instante fatal que debía, al unirla al repelente esposo que le
destinaban, separarla para siempre del único hombre que era digno de ella. ¿Pero cómo
evitarlo? La señorita de Téroze tenía un padre anciano, hipocondríaco y gotoso que la-
mentablemente opinaba que ni los atractivos ni las dotes personales eran los que debían
informar los sentimientos de una muchacha para con su marido, sino, única y exclusiva-
mente, la razón, la edad madura y sobre todo la profesión; que la profesión de magistrado
era la más considerada, la más majestuosa de todas las profesionales de la monarquía, y
no sólo eso, sino también la que a él más le gustaba de todas; su hija tenía que ser feliz,
forzosamente, con un magistrado. No obstante, el anciano barón de Téroze había casado a
su hija mayor con un militar, peor aún, con un oficial de dragones; ésta, con un carácter
perfecto para serlo en cualquier circunstancia, era tremendamente feliz y no tenía ningún
motivo para lamentarse de la elección de su padre. Pero todo eso no importaba lo más
mínimo; si ese primer matrimonio había salido bien se debía al azar; de hecho sólo un
magistrado podía hacer plenamente feliz a una hija; dando esto por sentado, había que
buscar un picapleitos, y de todos los picapleitos imaginables el más grato a los ojos del
anciano barón era un tal señor Fontanis, presidente del parlamento de Aix, a quien antaño
había conocido en Provenza, por lo que, sin darle más vueltas, el señor de Fontanis era el
que tenía que casarse con la señorita de Téroze. Poca gente puede imaginarse a un presi-
dente del parlamento de Aix; es una especie de bestia de la que se ha hablado a menudo,
pero sin conocerla a fondo, rigorista por profesión, meticuloso, crédulo, testarudo, vano,
cobarde, charlatán y estúpido por carácter, estirado en sus ademanes como un ganso, pro-
nunciando las erres como un polichinela; enjuto, largo, flaco y hediondo como un cadá-
ver por lo general. Se diría que toda la bilis y la severidad de la magistratura del reino ha-
bían buscado cobijo en el templo de la Temis provenzal, para trasladarse desde allí en
caso de necesidad cada vez que un tribunal francés tiene que presentar alguna queja o
tiene que ahorcar á algún ciudadano. Pero el señor Fontanis superaba este ligero esbozo
de sus colegas. Por encima de la figura chupada y algo encorvada que acabamos de des-
cribir, en el señor de Fontànis podía apreciarse un occipucio estrecho, no muy bajo, em-
pinadísimo hacia arriba, rematado por una frente macilenta tapada magistralmente por una peluca confeccionada para ocasiones diversas, de un modelo que aún no se había
visto en París; dos piernas algo torcidas sostenían con notable esfuerzo ese campanario
ambulante, de cuyo pecho se despedía, no sin ciertas molestias para los circundantes, una
voz chillona que declamaba enfáticamente largos cumplidos mitad franceses, mitad pro-
venzales, tras los que él mismo nunca dejaba de sonreír con tal abertura de la boca, que se
podía contemplar hasta la campanilla una sima negruzca, desprovista de dientes, ex-
coriada en varios sitios y que no se parecía mal del todo a la abertura de cierto asiento
que, dada la estructura de nuestra incorregible humanidad, tan pronto es trono de reyes
como lo es de unos pastores. Al margen de estos atractivos físicos, el señor de Fontanis
tenía pretensiones de hombre cultivado. Después de haber soñado una noche que había
subido al séptimo cielo con San Pablo, se consideraba el mejor astrónomo de Francia;
comentaba las leyes como Farinacius y Cujas, y a menudo se le oía decir, como a esos
grandes hombres y como a sus colegas que no son grandes hombres ni por asomo, que la
vida de un ciudadano, su fortuna, su honor. su familia, en fin, todo lo que la sociedad
considera sagrado, de nada vale cuando hay que investigar un crimen, y que vale mil ve-
ces más arriesgar la vida de quince inocentes que salvar por falta de celo la de un cul-
pable, pues el cielo es justo si los parlamentos no lo son, y el castigo de un inocente no
presenta otro inconveniente que enviar un alma al paraíso, mientras que el hecho de sal-
var a un culpable amenaza con multiplicar los crímenes sobre la tierra. Solamente una
clase de individuos tenía cierto albedrío sobre el alma acorazada del señor de Fontanis: la
de las rameras, por más que, por lo general, no hiciese gran uso de ellas; aunque apasio-
nadísimo, era de naturaleza reacia y poco emprendedora y sus deseos siempre sobrepasa-
ban con mucho sus posibilidades. El señor de Fontanis aspiraba a tramitar su apellido a la
posteridad, eso era todo, pero lo que inducía a este ilustre magistrado a mostrarse indul-
gente con las sacerdotisas de Venus era que, en su opinión, pocas ciudadanas resultaban
tan útiles al Estado como ellas, pues, por medio de sus trapacerías, de sus imposturas y de
su charlatanería, se podía llegar a descubrir una infinidad de delitos ocultos, y el señor de
Fontanis, eso hablaba en su favor, era un enemigo jurado de todo lo que los filósofos lla-
man debilidades humanas.
Esta mezcla un tanto grotesca de físico ostrogodo y de moral de Justiniano salió por pri-
mera vez de la ciudad de Aix en abril de 1779 y fue a alojarse, reclamado por el señor
barón de Téroze, a quien conocía desde hacía mucho tiempo, al hotel de Dinamarca, no
lejos de la residencia del barón. Como era la época de la feria de Saint-Germain, todo el
mundo en ese hotel pensó que el sorprendente animal había venido a exhibirse. Uno de
esos seres oficiosos que siempre prestan sus servicios en esa clase de establecimientos
públicos, incluso llegó a proponerle que fuera a avisar a Nicolet, que estaría encantado de
prepararle un camerino, a menos que prefiriera debutar con Audinot. El presidente con-
testó: «Cuando era un niño, mi niñera me advirtió que el parisino era un pueblo cáustico
y chistoso que nunca haría justicia a mis cualidades, pero mi proveedor de pelucas aña-
dió, a pesar de eso, que mi peluca les impresionaría. ¡Ah, el pueblo; bromea cuando se
muere de hambre y canta cuando le machacan. ¡Oh!, siempre lo he dicho: a esa gente le
haría falta una inquisición como en Madrid o un patíbulo siempre levantado, como el de
Aix.»
Entretanto, el señor de Fontanis, tras el aseo que no hizo sino realzar el brillo de sus
sexagenarios encantos, con unas inyecciones de agua de rosas y de lavanda, que en este
caso no eran precisamente ornamentos ambiciosos, como dice Horacio, después de todo
esto, y tal vez de algunas otras precauciones que no han llegado a nuestro conocimiento,
fue a hacer acto de presencia a casa de su amigo, el anciano barón. Se abre la puerta de
par en par, se le anuncia y el presidente pasa adentro. Por desgracia para él, las dos her manas y el conde de d'Olincourt estaban divirtiéndose juntos como verdaderos niños en
un rincón de la sala, y cuando apareció esta figura, por más que se esforzaron, les fue
imposible evitar tal carcajada que la grave compostura del magistrado provenzal se vio
prodigiosamente alterada; largo tiempo había ensayado delante de un espejo su reveren-
cia de presentación y la estaba repitiendo bastante pasablemente cuando la desafortunada
carcajada que profirieron nuestros jóvenes casi hizo que el presidente permaneciera cur-
vado en forma de arco mucho más tiempo del que había previsto; se alzó, no obstante;
una severa mirada del barón a sus tres hijos les hizo recobrar la seriedad y el respeto y
empezó la conversación.
El barón, que quería liquidar de prisa aquel asunto y que ya había hecho todas las
composiciones de lugar, no dejó que acabara esta primera entrevista sin anunciar a la
señorita de Téroze que ése era el marido que le destinaba y que debería entregarle su
mano dentro de ocho días como muy tarde. La señorita de Téroze no contestó nada; el
presidente se marchó y el barón volvió a repetir que deseaba ser obedecido. La
circunstancia era de las más crueles: no sólo esta hermosa joven adoraba al señor de
Elbene, no sólo le idolatraba, sino que, además, tan frágil como sensible, ya había por
desgracia permitido a su delicioso amante cortar esa flor que, muy distinta de las rosas
con las que a veces se la compara, no posee como aquéllas la facultad de renacer a cada
primavera. Ahora bien, ¿qué iba a pensar el señor de Fontanis..., un presidente del
Parlamento de Aix..., cuando viese ya hecha su tarea? Un magistrado provenzal puede te-
ner sus ridiculeces, son normales en su clase, pero aun así sabe lo que son las primicias y
se siente muy contento de recibir las de su mujer al menos una vez en su vida. Esto era lo
que paralizaba a la señorita de Téroze, la cual, aunque muy juguetona y muy vital, poseía
sin embargo toda la delicadeza que conviene a una mujer en esas circunstancias y sabía
perfectamente lo poco que la iba a estimar su marido si llegaba a darse cuenta de que
había sido capaz de faltarle al respeto aun antes de conocerle; pues no hay nada tan rígido
como nuestros prejuicios sobre esa materia: no sólo una desventurada muchacha tiene
que sacrificar todos los sentimientos de su corazón al marido que sus padres le buscan,
sino que incluso se la considera culpable si antes de conocer al tirano que va a escla-
vizarla ha podido, prestando oídos tan sólo a la naturaleza, seguir su voz. La señorita de
Téroze confió sus preocupaciones a su hermana, que, mucho más jovial que mojigata y
mucho más comprensiva que devota, se puso a reír como una loca ante la revelación y
dio parte a su grave esposo, quien decidió que estando ciertas cosas en tal estado de rotu-
ra y de deterioro había que guardarse muy bien de ofrecerlas a los sacerdotes de Themis,
pues esos señores no se andan con bromas en cosas de semejante importancia, y tan pron-
to como su pobre hermanita se encontrara en la ciudad del «patíbulo siempre levantado»,
podían muy bien hacer que subiese a él para convertirla en víctima del pudor. El marqués
afirmó después de la cena que poseía cierta erudición y que los provenzales eran una co-
lonia egipcia, que los egipcios hacían sacrificios muy a menudo con muchachas jóvenes y
que un presidente del Parlamento de Aix, que se considera a sí mismo un colono egipcio,
podría hacer que le cortaran a su hermanita el más hermoso cuello del mundo...
Esos «colonos presidentes» son auténticos rebanadores de cabezas; cortan una nuca con
la misma facilidad que una corneja arroja nueces, sea justo o no sea justo, no se paran en
mientes; el rigorismo lleva, como la propia Therrlis, una venda sobre los ojos puesta por
la estupidez, y en la ciudad de Aix los filósofos nunca han conseguido quitársela...
Decidieron reunirse a deliberar: el conde, el marqués, la señora de d' Olincourt y su
adorable hermana fueron a cenar a un pequeño pabellón del marqués en el bosque de Bo-
lonia y allí el severo areópago dictaminó, en un enigmático estilo parecido a las respues-
tas de la sibila de Cumas o a las sentencias del Parlamento de Aix, pues el pretendido origen egipcio servía de pretexto para el jeroglífico, que «el presidente se casaría y no se
casaría lo más mínimo». Dictada la sentencia, instruidos convenientemente los actores,
regresan todos a casa del barón: la joven no pone el menor reparo a su padre; d'Olincourt
y su mujer le aseguran que un enlace tan bien concertado es para ellos una auténtica ale-
gría, se muestran extrañamente cariñosos con el presidente, procuran no reírse cuando
está-presente y se granjean tan a fondo las simpatías del yerno y del cuñado que uno y
otro dan su consentimiento para celebrar los misterios del himeneo en el castillo de d'O-
lincourt, cerca de Melun, espléndida finca perteneciente al marqués. Todos aceptan, úni-
camente el barón dice- está desolado por no poder participar en los placeres de una fiesta
tan deliciosa, pero si puede irá a verlos. Al fin llega el día, los cónyuges son
sacramentalmente unidos en Saint-Sulpice, muy temprano por la mañana, sin el menor
boato, y aquel mismo día parten para d'Olincourt. Disfrazado con el nombre y uniforme
de La Brie, ayuda de cámara de la marquesa, el conde de Elbene recibe a la comitiva a su
llegada y, terminada la cena, conduce a los esposos a la cámara nupcial, cuya decoración
y maquinaria eran de su invención y por él igualmente iban a ser manejadas.
-Verdaderamente, preciosa -exclama el enamorado provenzal tan pronto como se queda
a solas con su pretendida-. Poseéis encantos que podrían ser los de la mismísima Venus,
cáspita! 4
. Ignoro dónde los habréis adquirido, pero se podría recorrer toda Provenza sin
encontrar nada que os iguale.
Y acto seguido empieza a pasar la mano por las enaguas de la pobre Téroze, que no sa-
bía qué hacer, si dejarse llevar de la risa o del miedo.
-Por aquí, por allá y por todas partes, que Dios me condene y que no vuelva nunca a
juzgar a una ramera si estas no son las formas del amor bajo los espléndidos faldones de
su madre.
Mientras tanto entra La Brie llevando dos platillos dorados; ofrece uno o la joven espo-
sa y otro al señor presidente:
-Bebed, castos esposos -dice--, y que ambos halléis en este bebedizo las dádivas del
amor y los dones del himeneo.
-Señor presidente -continúa La Brie al ver que el magistrado quiere saber a qué viene
ese brebaje-, esta es una tradición parisiense que se remonta al bautismo de Clodoveo: es
costumbre entre nosotros que antes de que celebréis los misterios a los que ambos os vais
a consagrar encontréis en este lenitivo, purificado por la bendición del obispo, las fuerzas
necesarias para esa empresa.
-¡Ah!, claro que sí, con mucho gusto -contesta el magistrado-, traed, traed, amigo mío...
Pero, ¡diantre!, si echáis leña al fuego que vuestra joven ama se ponga en guardia, pues
ya estoy excitadísimo, y si me ponéis en un estado tal que ni me reconozca, no sé lo que
va a pasar.
El presidente bebe, su joven esposa le imita, los criados se retiran y ellos se acuestan,
pero apenas lo han hecho cuando le acometen al presidente unos dolores de tripas tan
intensos, una necesidad tan apremiante de aliviar su débil naturaleza por el lado opuesto
al que tendría que ser, que, sin el menor cuidado por el sitio en que se halla, sin ningún
respeto hacia aquella que comparte su lecho, inunda la cama y sus inmediaciones con un
diluvio de bilis tan considerable que la señorita de Téroze, despavorida, tiene el tiempo
justo para bajarse y pedir auxilio. Van acudiendo el señor y la señora de d'Olincourt, que
habían tenido buen cuidado de no irse a la cama; llegan a toda prisa. El consternado pre sidente se cubre con las sábanas para que no le vean, sin darse cuenta de que cuanto más
se tapa más se ensucia, y al final presenta un aspecto tan horroroso y repugnante que su
joven esposa y todos los presentes se retiran, lamentando vivamente su estado y asegu-
rándole que al instante avisarán al barón para que envíe en seguida al castillo a uno de los
mejores médicos de la capital.
-¡Oh, cielos! -exclama el desdichado presidente, presa de la consternación, cuando se
queda a solas-. ¿Qué aventura es ésta? Yo creía que sólo se podía descargar de esta forma
en palacio y sobre flores de lis, pero la noche de bodas y en el lecho de la parienta, real-
mente no lo comprendo.
Un teniente del regimiento de d'Olincourt, llamado Delgatz, que para cuidar de los ca-
ballos del regimiento había estudiado dos o tres cursos en la escuela de Veterinaria, no
dejó de acudir al día siguiente con los títulos y emblemas de uno de los más famosos
hijos de Esculapio. Aconsejaron al señor de Fontanis que hiciera acto de presencia con
una simple bata de casa, y la señora presidente de Fontanis, a la que, no obstante, aún no
deberíamos dar ese nombre, no ocultó a su marido lo atractivo que le encontraba con ese
atuendo: llevaba una bata de casa de damasco amarillo con rayas rojas hasta la cintura,
adornada con cenefas y chorreras; por debajo, un corto chaleco de estameña marrón, cal-
zones de marinero del mismo color y un bonete de lana roja; todo, ello realzado por la
atractiva palidez que el accidente de la víspera incrementó de tal manera el amor de la
señorita de Téroze que no quería dejarle solo ni un minuto.
-¡Pobrecita! -decía el presidente-. ¡Cómo me quiere! Sin duda es la mujer que el cielo
me destinaba para ser feliz; me he portado muy mal la noche pasada, pero no siempre
tiene uno diarrea.
Entretanto llega el médico, toma el pulso a su paciente y, sorprendido por su debilidad,
le demuestra con los aforismos de Hipócrates y los comentarios de Galeno que si no se
restablece por la noche bebiéndose para cenar media docena de botellas de vino de Espa-
ña o de Madeira, le será imposible lograr la deseada desfloración; en cuanto a la indiges-
tión de la víspera, le aseguró que no era nada.
-Eso ocurre -le dijo- cuando la bilis no ha sido bien filtrada por los vasos del hígado.
-Pero -le pregunta el marqués-, ¿no era peligroso ese trastorno?
-Os ruego que me perdonéis, señor -contestó gravemente el acólito del templo de
Epidauro-, pero en medicina no hay nunca causas pequeñas que no puedan llegar a tener
consecuencias si la profundidad de nuestro arte no corta en seguida sus efectos. Ese tras-
torno podría producir una alteración considerable en el organismo del señor; esa bilis
infiltrada, llevada por el cayado de la aorta a la arteria subclavia, transportada desde allí
por las carótidas a las delicadas membranas del cerebro, al alterar la circulación de los
espíritus animales, pues anula su actividad natural, hubiera podido producir la locura.
-¡Oh, cielos! -exclamó la señorita de Téroze sollozando-. ¡Mi marido loco! Hermana
mía, ¡mi marido loco! -Tranquilizaos, señora, no es nada, gracias a la prontitud de mis
cuidados, y yo me hago responsable del enfermo.
Con estas palabras la alegría renació en todos los corazones. El marqués de d'Olincourt
abrazó con ternura a su cuñado, le testimonió de forma provinciana e impetuosa el vivo
interés que le inspiraba y ya no hubo más que animación. El marqués recibía aquel día a
sus vasallos y vecinos; el presidente quiso ir a acicalarse, se lo prohibieron y se divirtie-
ron presentándole con la mencionada indumentaria a toda la población de los alrededores. ¡Pero qué bien está así! -comentaba a cada momento la marquesa con mordacidad-.
Realmente, señor de d'Olincourt, si antes de conoceros hubiera sabido que la soberana
magistratura de Aix contaba con personas tan encantadoras como mi querido cuñado, os
aseguro que habría elegido esposo entre los miembros de esa respetable asamblea.
Y el presidente le daba las gracias y se agachaba, riéndose burlonamente, haciendo
muecas de vez en vez delante de los espejos y diciéndose a sí mismo en voz baja: «Real-
mente no estoy nada mal.» Al fin llegó la hora de la cena; hicieron que se quedara el
maldito médico, a quien, como bebía como un suizo, no le costó demasiado convencer a
su paciente para que le imitara. Habían tenido buen cuidado de colocar a su alcance vinos
espiritosos que, al trastornar con notable rapidez los órganos de su cerebro, pusieron al
presidente en el estado que deseaban. Se levantaron de la mesa; el teniente, que había
representado magistralmente su papel, se fue a la cama y a la mañana siguiente desapare-
ció. En cuanto a nuestro héroe, su mujer se había hecho cargo de él y le condujo al lecho
nupcial. Todos le escoltaron triunfalmente, y la marquesa, siempre encantadora pero mu-
cho más cuando había bebido un poco de champaña, le comentó que se había excedido y
que se temía que, trastornado por los vapores de Baco, el amor aún no pudiera encadenar-
le aquella noche.
Esto no es nata, señora marquesa -contestó el presidente-. Esos dioses seductores,
cuando se juntan, son todavía más temibles. En cuanto a la razón, que se pierda con el
vino o en las llamas del amor, como se puede prescindir de ella, ¡qué importa a cuál de
esas dos divinidades se la sacrifique! Nosotros, los magistrados, de lo que mejor sabemos
prescindir es de la razón; desterrada de nuestros tribunales tanto como de nuestras cabe-
zas, nos divertimos pisoteándola, y eso es lo que hace que nuestras sentencias sean ver-
daderas obras maestras, pues aunque no tiene el menor sentido común son ejecutadas con
tanta firmeza como si se supiera lo que quieren decir. Aquí donde me veis, señora mar-
quesa -prosiguió el presidente dando traspiés y recogiendo su rojo bonete que una mo-
mentánea pérdida de equilibrio acababa de separar de su cráneo pelado-, sí, en honor a la
verdad, aquí donde me veis, soy uno de los mejores cerebros de mi cuadrilla; fui yo quien
convenció a mis ingeniosos colegas, el año pasado, para que desterraran por diez años de
la provincia, arruinándole de esa forma para siempre, a un gentilhombre que había servi-
do cabalmente al rey en todo momento, y todo por un puñado de rameras. Hubo discusio-
nes, yo di mi opinión y el rebaño se plegó a mi voz... Sabéis, señora, a mí me gustan las
buenas costumbres, la templanza y la sobriedad; todo lo que está en contra de tales virtu-
des me subleva y lo castigo sin miramientos; hay que ser severo, la severidad es la hija de
la justicia... y la justicia es la madre de... Os ruego que me disculpéis, señora, hay ocasio-
nes en que la memoria me juega estas pasadas.
-Sí, sí, eso es muy justo -contestó la marquesa marchándose y llevándose a todo el
mundo-. Cuidad tan sólo de que esta noche no os pase como vuestra memoria, pues, en
fin, hay que terminarlo y mi hermanita, que os adora, no va a conformarse eternamente
con abstinencia semejante.
-No temáis nada, señora, no temáis nada -continuó el presidente queriendo seguir de
nuevo a la marquesa con pasos un tanto circunflejos-. No tengáis miedo; os prometo que
mañana os la devuelvo corno señora de Fontanis; tan cierto como que soy hombre de
honor. ¿Verdad, pequeña? -prosiguió el picapleitos volviéndose hacia su esposa-. ¿No
estáis de acuerdo conmigo en que esta noche nuestra tarea quedará hecha de una vez...?
Ya podéis ver cómo lo desean; no hay un solo miembro de vuestra familia que no se sien-
ta orgulloso de emparentar conmigo; nada honra tanto a una casa como un magistrado. ¿Y quién lo duda, señor? -contestó la joven-. Os aseguro que en lo que a mí respecta
jamás me he sentido tan orgullosa como desde que oigo que me llaman señora presidente.
-No me cuesta creeros; vamos, desnudaos, astro mío, siento cierta pesadez y me gusta-
ría, si es posible, concluir nuestra operación antes de que el sueño me venza por comple-
to.
Pero como la señora de Téroze, como es habitual entre las recién casadas, nunca ponía
punto final a su aseo, como nunca encontraba lo que buscaba, no paraba de regañar a sus
doncellas y no acababa nunca, el presidente, que no podía con su alma, optó por meterse
en la cama conformándose con gritar durante un cuarto de hora: -Pero, venga pardiez,
venid; no puedo explicarme lo que estáis haciendo. Dentro de un momento ya no tendre-
mos tiempo.
Pero a pesar de todo no terminaba nunca, y como en el estado de embriaguez en que se
hallaba nuestro moderno Licurgo le era difícil apoyar la cabeza sobre una almohada sin
quedarse dormido, se dejó vencer por la más apremiante de sus necesidades. Y estaba ya
roncando como si hubiera juzgado a alguna ramera de Marsella antes de que la señorita
de Téroze se hubiera siquiera cambiado de camisa.
-Así está muy bien -dice el conde de Elbene entrando sigilosamente en la habitación-.
Ven, amor mío, ven a concederme los momentos de dicha que esa grosera bestia desearía
arrebatarnos.
Con estas palabras se lleva al adorado objeto de su idolatría. Las luces se apagan en la
cámara nupcial, cubren en seguida el suelo con colchones y, a una señal, la parte del le-
cho ocupada por nuestro picapleitos es separada del resto y por medio, de unas poleas se
eleva a veinte pies del suelo, sin que el soporífero estado en que se encuentra nuestro
legislador le permita darse cuenta de nada. Sin embargo, hacia las tres de la mañana, des-
pertado por cierta plenitud de la vejiga, acordándose de que ha visto cerca de él una mesi-
ta con el recipiente apropiado para vaciarla, extiende su mano a tientas. Extrañado al no
encontrar más que vacío a su alrededor se incorpora, pero la cama que está suspendida
únicamente por unas cuerdas sigue el movimiento del que se inclina y acaba por ceder de
tal forma que, basculando todo su peso, vomita en medio del dormitorio el lastre que la
sobrecarga. El presidente cae sobre los colchones allí dispuestos y su sorpresa es tan
grande que se pone a aullar como un ternero al que llevan al matadero.
-Pero, ¿qué diablos es esto? -se pregunta-. Señora, señora, estáis ahí, ¿verdad? Muy
bien. ¿Comprendéis algo de esta caída? Ayer me acuesto a cuatro pies del suelo y, mira
por donde, para coger mi orinal me caigo desde más de veinte de altura.
Pero como nadie contesta a sus delicadas quejas el presidente, que después de todo no
se sentía tan mal acomodado, renuncia a sus averiguaciones y acaba allí la noche como si
la hubiera pasado en su jergón provenzal. Tuvieron buen cuidado tras la caída de bajar un
poco la cama de nuevo y acoplarla a la parte de la que se había separado. No parecía for-
mar más que un único lecho, y hacia las nueve de la mañana la señorita de Téroze regresó
sigilosamente a su alcoba; apenas entra abre las ventanas y llama a sus doncellas.
-Realmente, señor -le dice al presidente-, hay que reconocer que vuestra compañía no
es nada agradable, y no voy a dejar de quejarme a mi familia de los modales que estáis
mostrando conmigo.
-¿Qué es esto? -dice el presidente algo más sobrio, frotándose los ojos y sin entender
nada del accidente que le hace estar por tierra. Pero, ¿cómo?, pues es que -contesta la joven esposa haciendo gala de su mejor sentido
del humor-, cuando guiada por los movimientos que debían unirme a vos me iba acercan-
do a vuestra persona para recibir la confirmación de esos mismos sentimientos de vuestra
parte, me rechazáis con furor y me arrojáis al suelo...
-¡Oh, cielos! -exclama el presidente-. Mirad, pequeña mía, empiezo a entender algo de
todo esto. Os pido mil perdones... Es que esta noche, apremiado por la necesidad, inten-
taba satisfacerla por cualquier medio, y con los movimientos que hice cuando me bajé de
la cama sin duda os eché fuera a vos también; pero todo esto es tanto más disculpable,
puesto que sin duda estaba soñando y creí que me había caído desde más de veinte pies
de altura. Vamos, no es nada, no es nada, ángel mío. Esta noche volveremos a empezar y
os aseguro que me portaré como es debido. No voy a beber más que agua; pero, por lo
menos, dadme un beso, corazoncito mío, y hagamos las paces antes de aparecer en públi-
co, pues de lo contrario pensaría que seguís enfadada conmigo y eso no lo desearía ni por
un imperio.
La señorita de Téroze accede a presentar una de sus mejillas de rosa, aún encendida por
el fuego del amor, a los sucios besos del viejo fauno. Acuden los demás y los dos cónyu-
ges ocultan cuidadosamente la desdichada catástrofe nocturna.
Todo el día transcurre consagrado a distracciones y sobre todo a paseos que, al alejar al
señor de Fontanis del castillo, daban tiempo a La Brie para preparar nuevas escenas. El
presidente, totalmente resuelto a poner el broche final a su matrimonio, se comportó de
tal forma en las comidas que les fue imposible utilizar esa oportunidad para poner su en-
tendimiento en entredicho, pero afortunadamente tenían mas de un resorte para mover y
el atractivo Fontanis contaba con demasiados enemigos conjurados contra él para poder
escapar a sus trampas. Se van a la cama.
-¡Oh! Esta noche, ángel mío -anuncia el presidente a su joven mitad-, estoy seguro de
que no os podréis librar.
Pero ya que se hacia el valiente era menester que las armas con las que amenazaba es-
tuvieran en condiciones, y como quería lanzarse al asalto como Dios manda, el pobre
provenzal hacia terribles esfuerzos en su lado de la cama. Se ponía tieso, se crispaba,
todos sus nervios estaban en una tensión tal que le hacían presionar sobre el lecho con
una fuerza dos o tres veces superior a la que hubiera hecho en estado de reposo, y así las
vigas preparadas en el techo acabaron rompiéndose y precipitaron al desdichado magis-
trado a un establo de puercos que estaba instalado precisamente debajo de la habitación.
Los habitantes del castillo de d'Olincourt discutieron durante muchísimo tiempo quién
debió ser más sorprendido, si el presidente, hallándose de esa forma entre un tipo de ani-
males tan frecuentes en su patria, o los animales en cuestión al descubrir entre ellos a uno
de los más ilustres magistrados del Parlamento de Aix. Varios sugirieron que el placer
debió ser igual por ambas partes. Realmente, ¿no debió sentirse por las nubes el pre-
sidente al hallarse de nuevo en sociedad, por llamarlo de alguna manera, y al poder oler
por un instante el tufo de su terruño?, y, por otra parte, los impuros animales prohibidos
por el bondadoso Moisés debieron dar gracias al cielo por contar al fin con un legislador
a su cabeza, y nada menos que un legislador del Parlamento de Aix que, acostumbrado
desde su infancia a juzgar causas relacionadas con el elemento favorito de esas amables
bestias, podría un día evitar o zanjar cualquier discusión sobre ese elemento tan común a
la organización de los unos y de los otros.
Fuera como fuese, la amistad no cuajó desde un primer momento, y como la civiliza-
ción, madre de la cortesía, apenas está más adelantada entre los miembros del Parlamento de Aix que entre los animales que desprecia el israelita, se produjo al principio una espe-
cie de choque en el que el presidente no cosechó laureles precisamente. Le golpearon, le
magullaron, le hostigaron a golpes de hocico; se quejó, no le hicieron caso; juró que lo
recogería en acta, nada; amenazó con condenas, nadie se inmutó lo más mínimo; amena-
zó con el exilio, le tiraron por el suelo, y el desventurado Fontanis, empapado de sangre,
empezaba ya a dictar una sentencia a la hoguera nada menos cuando al fin acudieron en
su auxilio.
Eran La Brie y el coronel que, provistos de antorchas, trataban de rescatar al magistrado
del fango en que se estaba hundiendo. Pero había que encontrar un sitio por donde pudie-
ran agarrarle, pues como estaba rebozado de la cabeza a los pies, sacarle no resultaba ni
fácil ni desde luego agradable para el olfato. La Brie fue a buscar una horquilla, un pala-
frenero al que llamaron en seguida apareció con otra y como mejor pudieron sacaron a
nuestro hombre de la infame cloaca a la que su caída le había precipitado. Pero, ¿a dónde
podían llevarle después de esto? Eso era lo peliagudo y la solución no se antojaba fácil.
Tenían que expiar la sentencia, tenían que lavar al culpable; el coronel propuso una carta
de abolición, pero el palafrenero, que no entendía ninguno de estos términos rim-
bombantes, sugirió que debían meterle sencillamente un par de horas en el abrevadero,
tras lo cual, cuando estuviera suficientemente a remojo, podían acabar de ponerle a punto
a base de manojos de paja. Pero el marqués alegó que el frío del agua podía afectar la
salud de su hermano y, ante esto, como La Brie había asegurado que el lavadero de la
cocina aún estaba lleno de agua caliente, transportaron allí al presidente y le confiaron a
los cuidados de aquel discípulo de Comus, que, en menos que canta un gallo, le devolvió
tan limpio como un plato de porcelana.
-No os propongo que volváis junto a vuestra esposa -le comenta d'Olincourt mientras
está enjabonándose-, demasiado conozco vuestra delicadeza. Así, pues, La Brie va a con-
duciros a una pequeña habitación de soltero donde podéis pasar tranquilamente el resto
de la noche.
-Bien, muy bien, mi querido marqués -contesta el presidente-, apruebo vuestro plan, pe-
ro reconoceréis que debo estar embrujado para que todas las noches que paso en este
maldito castillo me ocurran aventuras de este tipo.
Detrás de todo ello existe alguna causa física-responde el marqués-. Mañana el médico
volverá a estar con nosotros, os recomiendo que le consultéis.
-Sí, lo deseo -contesta el presidente, y al entrar con La Brie en su pequeña habitación
añade mientras se mete en la cama-: realmente, querido amigo, nunca había estado tan
cerca del fin.
-Por desgracia, señor -le contesta el diligente muchacho-, hay en todo esto una fatalidad
del cielo, y os aseguro que os compadezco con toda mi alma.
Tras tomarle el pulso al presidente, Delgatz le aseguró que la ruptura de las vigas se de-
bía únicamente a una excesiva obstrucción de los vasos linfáticos que, al duplicar la masa
de los humores, aumentaba en proporción el volumen animal; que, por consiguiente, era
necesaria una dieta rigurosa que, depurando la acritud de los humores disminuyera lógi-
camente el peso físico y coadyuvara a la tarea que se había propuesto, y que además...
-Pero, señor -le interrumpe Fontanis-, tengo la cadera destrozada y el brazo izquierdo
dislocado por esa espantosa caída.
-Os creo -le respondió el doctor-, pero ese tipo de trastorno secundario no es
precisamente el que más me preocupa, yo siempre me remonto a las causas. Hay que
investigar en la sangre, señor. Al disminuir la acritud de la linfa conseguimos en la sangre, señor. Al disminuir la acritud de la linfa conseguimos descongestionar los
vasos, y al hacer más fluida la circulación por los vasos acabamos reduciendo la masa
física, y el resultado será que los techos ya no cederán bajo vuestro peso y así, en ade-
lante, podréis entregaros en vuestra cama a todos los ejercicios que os apetezcan sin co-
rrer nuevos peligros.
-Pero, ¿y mi brazo, caballero, y mi cadera?
-Haremos una purga, señor, una purga. Ahora mismo empezaremos con un par de san-
grías locales y todo se irá arreglando sin que os deis cuenta.
Aquel mismo día comenzó la dieta. Delgatz, que no abandonó a su paciente en toda la
semana, le puso a caldo de gallina y le hizo tres purgaciones seguidas, prohibiéndole por
encima de todo que pensase en su mujer. Aunque el teniente Delgatz no tenía ni la menor
idea su régimen funcionó a las mil maravillas. Él aseguró a sus amigos que hacía tiempo
había seguido ese mismo tratamiento cuando estuvo trabajando en la escuela de ve-
terinaria,, con un asno que se había caído a un profundo bache y al cabo de un mes el
animal podía otra vez acarrear sus sacos de yeso como siempre había hecho. En efecto, el
presidente, que no dejaba de estar bilioso, se fue poniendo sano y coloradote, sus contu-
siones fueron desapareciendo y nadie se ocupó de otra cosa más que de su recuperación y
de dotarle de las fuerzas necesarias para que pudiera soportar lo que aún le esperaba.
A los doce días de tratamiento, Delgatz cogió de la mano a su paciente y se lo presentó
a la señorita de Téroze:
-Aquí le tenéis, señora -le dijo-, aquí le tenéis. Os traigo sano y salvo a un hombre que
se rebela contra las leyes de Hipócrates y que si se deja llevar sin freno de las fuerzas que
yo le he devuelto antes de seis meses tendremos el placer de ver... -prosiguió Delgatz,
poniendo suavemente la mano sobre el vientre de la señorita de Téroze-. Sí, señora, a
todos nos cabrá la satisfacción de ver ese hermoso seno torneado por las manos del hime-
neo.
-Dios os oiga, doctor -contestó la bribonzuela-, porque reconoceréis que es muy duro
ser esposa desde hace quince días y seguir siendo doncella.
-No tiene nada que ver -exclamó el presidente-. No se tienen indigestiones todas las no-
ches ni todas las noches la necesidad de orinar saca a un esposo de su lecho, ni siempre
que uno cree que va a hallarse en los brazos de una hermosa mujer se cae a un establo de
cerdos.
-Ya veremos --contesta la joven Téroze lanzando un hondo suspiro-, ya veremos, señor;
pero si me amarais como yo os amo, sin duda no os ocurrirían todas esas desgracias.
La cena fue muy animada, la marquesa estuvo divertida y mordaz. Apostó contra su
marido por el éxito de su cuñado y se retiraron todos.
Los preparativos se hacen a toda prisa, la señorita de Téroze ruega a su marido por pu-
dor que no deje ninguna luz encendida en la habitación. Él, demasiado desmoralizado
para decir que no a algo, hace cuanto le piden y se meten en la cama. Aunque no sin es-
fuerzo, el intrépido presidente triunfa y logra cortar, o se cree que lo logra, por fin, esa
preciosa flor a la que estúpidamente tan gran valor se concede. Cinco veces consecutivas
ha sido coronado por el amor cuando se hace de día. Se abren las ventanas y los rayos del
astro que dejan penetrar en la habitación muestran al fin a los ojos del vencedor la vícti-
ma que acaba de inmolar... ¡Cielos!, cómo se queda cuando descubre a una vieja negra en
lugar de su mujer, cuando ve que una figura tan oscura como repelente reemplaza a los
delicados encantos que creyó poseer! Se echa hacia atrás, grita que está embrujado y en tonces aparece su mujer, y al sorprenderle con aquella divinidad de Ténaro 5
le pregunta
con acritud qué es lo que ella ha podido hacerle para que la traicione de forma tan cruel.
-Pero, señora, ¿no fue con vos con quien ayer...?
-Yo, señor, avergonzada, humillada, al menos nadie puede reprocharme que no me
haya mostrado sumisa con vos. Vísteis a esta mujer a mi lado, me rechazasteis bru-
talmente para poder abrazarla. Habéis hecho que ocupe mi sitio en el lecho que me estaba
destinado y yo me retiré confusa y con mis lágrimas como único consuelo. -Pero, ángel
mío, decirme, ¿estáis totalmente segura de lo que afirmáis?
-¡Monstruo! ¡Aún quiere insultarme después de tan tremendos ultrajes y cuando espe-
raba consuelo el sarcasmo es mi única recompensa... ! ¡Venid, hermana mía, venid! ¡Qué
venga toda mi familia y contemple el indigno objeto al que he sido sacrificada... ! Aquí
está, aquí está... esa odiosa rival -gritaba la joven esposa frustrada en sus prerrogativas
mientras vertía un torrente de lágrimas-, y aún en mi presencia se atreve a seguir en sus
brazos. ¡Oh, amigos míos! -prosiguió desesperada la señorita de Téroze congregando a
todo el mundo a su alrededor-. ¡Ayudadme! ¡Dadme armas contra este perjuro! ¿Era esto
lo que me podía esperar adorándole como le adoraba?
Nada más hilarante que el semblante de Fontanis ante estas sorprendentes palabras. Mi-
raba con ojos extraviados a la negra y dirigiéndolos luego hacia su joven esposa la con-
templaba con una especie de estúpida atención que, a decir verdad, empezaba a resultar
inquietante para la buena marcha de su cerebro. Por una curiosa fatalidad, desde que el
presidente se hallaba en Olincourt, La Bne, el encubierto rival al que hubiera debido tener
más miedo que a nadie, se había convertido en un personaje en el que más plenamente
confiaba. Le llama.
-Amigo mío -le dice-, vos me parecisteis siempre un joven de lo más sensato. ¿Tendrí-
ais la bondad de decirme si realmente habéis advertido algún trastorno en mi cabeza?
-Para ser sincero, señor presidente -le contesta La Brie con aire triste y compungido-,
no me había atrevido nunca a decíroslo, pero como me hacéis el honor de solicitar mi
opinión no os voy a ocultar que desde vuestra caída al establo de los cerdos las ideas no
han vuelto nunca a emanar puras de las membranas de vuestro cerebro. Que eso no os
preocupe, señor, porque el médico que ya os atendió en una ocasión es uno de los hom-
bres mas eminentes que han pasado por esta casa... Por ejemplo, estuvo aquí con nosotros
el juez de la hacienda del señor marqués que se había vuelto loco hasta tal punto que no
había un solo joven libertino en toda la comarca, que se lo pasara bien con una muchacha,
a quien ese truhán no abriera en seguida un sumario por lo criminal, y condenas y senten-
cias y el destierro y todas las infamias que esos bribones tienen siempre a flor de labios.
Pues bien, señor, nuestro doctor, ese hombre eminente que ya tuvo el gran honor de rece-
taros dieciocho sangrías y treinta medicamentos, le volvió la cabeza tan cuerda como si
no hubiera sido juez en toda su vida. Pero, un momento -prosiguió La Brie volviéndose
hacia el ruido que oía-, parece muy cierto eso que se dice de que tan pronto como se
nombra a una bestia ya se le está viendo el plumero... pues aquí viene en persona.
-Oh, buenos días, querido doctor-exclama la marquesa al ver llegar a Delgatz-, real-
mente no creo que hayamos tenido nunca tanta necesidad de vuestro ministerio. Nuestro
querido amigo el presidente sufrió ayer por la noche un pequeño trastorno mental que le
llevó, a pesar de los esfuerzos de todos, a poseer, en vez de a su mujer, a una negra. ¿A pesar de todos? -replica el presidente-. Pero, ¿quién trata de impedírmelo?
-Yo mismo en primer lugar, y con todas mis fuerzas -contestó La Brie-, pero el señor
insistía con tal violencia que preferí dejarle hacer antes que exponerme a que me lastima-
ra.
Y al oír esto, el presidente se rascaba la cabeza y empezaba a no saber ya a qué atenerse
cuando el médico se acerca a él y le toma el pulso:
-Esto es más grave que el primer accidente -dice Delgatz bajando los ojos-. Es un resi-
duo subrepticio de vuestra última enfermedad, un fuego oculto que escapa a la mirada
inteligente del artista y que estalla en el momento en que menos se piensa. Se trata de una
clara obstrucción del diafragma y de un terrible eretismo en la organización.
-¿Heretismo? -exclamó el presidente enfurecido-. ¿Qué quiere decir ese cretino con eso
de heretismo? Bellaco, entérate de que yo no he sido herético jamás. Bien se ve, viejo
imbécil, que, poco versado en la historia de Francia, ignoras que somos nosotros los que
quemamos a los heréticos. Ve a visitar nuestra tierra, olvidado bastardo de Salerno; ve,
amigo mío, ve a ver como Merindol y Cabrières siguen humeando tras los incendios que
allí provocamos; paséate por los ríos de sangre con que los honorables miembros de nues-
tro tribunal regaron tan a conciencia la provincia; párate a escuchar los lamentos de los
desdichados que inmolamos a nuestra furia, los sollozos de las mujeres a las que arran-
camos de los brazos de sus maridos, el grito de los niños que asesinamos en el regazo de
sus madres, todos y cada uno de los santos horrores que cometimos y verás si después de
una conducta tan intachable se puede consentir a un pillo como tú que venga a tacharnos
de heréticos.
El presidente, que seguía en la cama al lado de la negra, le había propinado tan tremen-
do puñetazo en el calor de su alocución en la nariz que la desdichada se había ido au-
llando como una perra a la que le roban sus cachorros.
-¡Bien! ¿Furioso, amigo mío? -preguntó d'Olincourt acercándose al enfermo-. ¿Es así
como os comportáis, presidente? ¿Sabéis que vuestra salud se resiente y que es impres-
cindible cuidaros?
-Perfectamente. Cuanto se me hable así haré caso, pero escuchar cómo ese barrendero
de Saint-Côme me tacha de herético admitiréis que no lo puedo soportar.
-No ha sido esa su intención, mi querido amigo -comentó la marquesa amablemente-.
Eretismo es sinónimo de inflamación y nunca tuvo nada que ver con herejía.
-¡Ah!, perdón, señora marquesa, perdonadme, es que a veces soy un poco duro de oído.
Venga, que se acerque ese grave discípulo de Averroes y me diga algo, le escucharé..., es
más, haré cuanto me mande.
Delgatz, a quien la ardorosa salida del Presidente había obligado a echarse a un lado
por temor a que le pasara como a la negra, se acercó de nuevo junto a la cama.
-Os lo repito, señor -dijo el moderno galeno tomando otra vez el pulso a su paciente-,
un tremendo eretismo en la organización.
-Here...
Eretismo, señor-corrigió apresuradamente el doctor, escondiendo la cabeza por miedo a
otro puñetazo-, por lo que diagnostico una brusca flebotomización en la yugular que
habrá que tratar con frecuentes baños de agua helada. No soy demasiado partidario de las sangrías -observó d'Olincourt . El señor presidente
ya no tiene edad para soportar esa clase de pruebas a no ser que exista una necesitad im-
periosa. Además, no comparto esa obsesión por la sangre que tienen los hijos de Themis
y de Esculapio. Opino que hay tan pocas enfermedades que merezcan su efusión como
escasos son los delitos que exijan su derramamiento. Espero, presidente, que ahora que se
trata de ahorrar la vuestra os mostréis de acuerdo conmigo; si no fuera por vuestro interés
en este caso no me sentiría tal vez tan seguro de vuestra opinión.
-Señor -contestó el presidente-, apruebo la primera parte de vuestro discurso, pero me
permitiréis que disienta de la segunda. El delito ha de ser lavado con sangre, sólo con ella
se le extirpa y se le previene. Comparad, señor, todos los males que el crimen puede lle-
gar a producir sobre la tierra con la insignificancia de una docena de miserables ejecuta-
dos al año para prevenirlo.
-Vuestra paradoja, amigo mío, carece de sentido común -contesta d'Olincourt-, es dic-
tada por el rigorismo y la estupidez; es en vos una tara de vuestra profesión y de vuestro
terruño de la que deberéis abjurar para siempre. Aparte de que vuestros estúpidos rigores
jamás consiguieron contener el crimen, decir que una fechoría hace perdonar la siguiente
y que la muerte de un hombre puede resultar beneficiosa para la del anterior es un absur-
do. Vos y los que que son como vos deberíais avergonzaros de tales procedimientos que,
más que de vuestra integridad, dan testimonio de vuestra desmesurada afición al despo-
tismo. Tienen toda razón al llamaros los verdugos del género humano; vosotros solos
destruís a más hombres que todos los azotes de la naturaleza juntos.
-Caballeros -interrumpe la marquesa-, no me parece que sea esta la ocasión ni el mo-
mento para una discusión semejante. En vez de tranquilizar a mi querido hermano, señor
-prosiguió dirigiéndose a su marido-, estáis encendiendo su sangre y vais quizá a hacer
incurable su enfermedad.
La señora marquesa tiene toda la razón -añadió el doctor-, permitidme, señor, ordenar a
La Brie que haga poner cuarenta libras de hielo en la bañera, que la llenen después con
agua del pozo y mientras lo preparan yo ayudaré a mi paciente a levantarse.
Todos se van en seguida. El presidente se levanta y regatea de nuevo a propósito del
baño helado que, según decía, iba a dejarle otra vez fuera de combate por seis semanas
como mínimo, pero no hay forma de evitarlo. Baja, le sumergen, le tienen en él diez o
doce minutos, a la vista de todos, apostados por los rincones en derredor suyo para re-
gocijarse con la escena, y el enfermo, seco ya del todo, se viste y se une al grupo como si
nada hubiera pasado.
La marquesa, después de cenar, propone ir a dar un paseo. -La distracción ha de sentar-
le bien al presidente, ¿verdad, doctor?, le pregunta a Delgatz.
-Por supuesto -contesta éste-. La señora recordará que no hay ningún hospital en donde
no asignen un patio a los locos para que puedan tomar el aire.
-Me alegro-dice el presidente-de que todavía no penséis que no tengo remedio.
-Ni mucho menos, señor -le contesta Delgatz-. Se trata de un ligero trastorno que cui-
dado oportunamente no tiene por qué tener ninguna consecuencia, pero es preciso que el
señor presidente repose y se tranquilice.
-Pero, ¿cómo, señor? ¿Creéis que esta noche no podré tomarme la revancha? ¿Esta noche, señor? La sola mención me hace estremecer; si en vuestro caso yo hiciese
gala del rigor con que tratáis a los demás os prohibiría las mujeres durante tres o cuatro
meses.
-¡Tres o cuatro meses, cielos...! -y volviéndose hacia su esposa-: tres o cuatro meses,
querida, ¿lo podríais soportar, ángel mío, lo podríais soportar?
-¡Oh!, el señor Delgatz se ablandará, eso espero -responde la joven Téroze con fingida
ingenuidad-, al menos si no se apiada de vos se apiadará de mí...
Y salieron a pasear. Había un bote para pasar a la otra orilla y dirigirse a la casa de un
gentilhombre vecino que estaba al tanto de todo y les esperaba para merendar. Una vez en
la barca nuestros jóvenes se ponen a hacer diabluras y Fontanis, para complacer a su mu-
jer, no deja de imitarles.
-Presidente -le dice el marqués-, apuesto a que no podéis colgaros como yo del cable de
la barca y a que no resistís así varios minutos seguidos.
-Nada más fácil --contesta el presidente, apurando su carga de tabaco y empinándose
sobre la punta de los pies para agarrar mejor la cuerda.
-Muy bien, muy bien, infinitamente mejor que vos, hermano -dice la pequeña Téroze al
ver a su marido colgando.
Pero mientras el presidente así suspendido hace una exhibición de su destreza y de su
donaire, los barqueros, que habían sido advertidos, doblan la fuerza de sus remos y al
deslizarse velozmente la barcaza deja al desdichado entre el cielo y el agua... Grita, pide
auxilio, estaban tan sólo a la mitad de la travesía y aún quedaban más de quince toesas
para alcanzar la orilla.
-Haced lo que podáis -le gritaban-, acercaos nadando hasta la orilla, podéis ver que el
viento nos arrastra y no es posible volver hacia donde estáis.
Y el presidente, resbalándose, pataleando, forcejeando, hacía cuanto podía para agarrar
el bote que seguía escapándosele a fuerza de remos. Si hubiera un espectáculo divertido
sería, sin duda, el de ver a uno de los más adustos magistrados del Parlamento de Aix,
con su gran peluca y su negra toga, colgando de esa forma.
-Presidente -le gritaba el marqués desternillándose de risa-, sin duda esto es un designio
de la providencia, es el talión, amigo mio, la ley del talión, la ley predilecta de vuestros
tribunales, ¿por qué os quejáis de estar colgado así? ¿Acaso no condenasteis a menudo al
mismo suplicio a quienes no se lo merecían tanto como vos?
Pero el presidente ya no podía oírle: terriblemente agotado por el violento esfuerzo que
tenía que hacer, las manos le abandonan y cae al agua como una plomada. Al instante,
dos buceadores que estaban preparados corren en su auxilio y le suben de nuevo a bordo,
chorreando como un perro de aguas y blasfemando como un carretero.
Lo primero que hizo fue protestar por una broma que no venía a cuento. Le juran que
en ningún momento han tenido la intención de gastarle broma alguna, que un golpe de
viento había arrastrado el bote, le hacen entrar en calor en el camarote del barco, le cam-
bian de ropa, le hacen carantoñas y su tierna esposa hace cuanto puede para que se olvide
del pequeño accidente, y Fontanis, enamorado y débil, pronto está ya riéndose con todo el
mundo del espectáculo que acaba de ofrecer.
Llegan, por fin, a casa del gentilhombre, son maravillosamente recibidos y se sirve una
merienda espléndida; procuran que el presidente pruebe una crema de pistacho que tan. pronto como llega a sus entrañas le obliga en el acto a informarse de dónde se encuentra
el retrete. Le abren uno, terriblemente oscuro, y con una prisa espantosa se sienta y hace
sus necesidades con diligencia, pero, concluida la operación, el presidente no puede le-
vantarse.
-¿Y qué es esto ahora? -exclama tirando de los riñones.
Pero por más esfuerzos que hace o bien deja allí esa parte o le resulta imposible despe-
garse; mientras tanto su ausencia está causando cierta sensación; se preguntan dónde
puede estar y los gritos que oyen conducen por fin a todos los reunidos a la puerta del
fatídico gabinete.
-¿Pero qué diablos hacéis ahí tanto tiempo, amigo mío? -le pregunta d'Olincourt . ¿Os
ha dado un cólico?
-Qué demonios -contesta el pobre diablo redoblando sus esfuerzos para poder incorpo-
rarse- no os dais cuenta de que me he quedado metido...
Pero para ofrecer a la concurrencia un espectáculo aún más divertido y para colaborar
en los esfuerzos del presidente por levantarse del maldito asiento le pasaban por las nal-
gas, desde abajo, una llama de alcohol y agua que le chamuscaba el vello y que al apli-
cársela un poco mas cerca le obligaba a dar los saltos más increíbles y a hacer las muecas
más espantosas... Cuanto más se reían, más se encolerizaba el presidente, increpaba a las
damas, amenazaba a los caballeros y cuanto más se irritaba más cómico resultaba su con-
gestionado semblante; con las sacudidas que daba la peluca se le había desprendido del
cráneo y su occipucio al aire hacía aún mucho más divertidas las contorsiones de su ros-
tro; al fin acude el gentilhombre, pide mil disculpas al presidente por no habérsele adver-
tido que aquel retrete no estaba en condiciones de recibirle; él y sus servidores despegan
como mejor pueden al paciente, no sin que éste pierda una tira circular de piel que, por
mas esfuerzos que se hicieron, sigue pegada al borde del asiento y que los pintores tuvie-
ron que remojar con cola fuerte para poderla pintar en seguida del color con que se de-
seaba decorar.
-A decir verdad -exclama Fontanis con descaro al salir-, bien contentos estáis de tener-
me con vosotros y bien que os sirvo para vuestras diversiones.
-Injusto amigo -replica d'Olincourt-, ¿por qué tenéis siempre que achacarnos las des-
gracias que os envía la fortuna? Creía que bastaba con llevar puesto el ronzal de Themis
para que la equidad constituyera una virtud natural, pero bien puedo ver que me equivo-
caba.
Es que vuestras ideas sobre lo que se entiende por equidad no son muy acertadas -
responde el presidente-. En la abogacía nosotros distinguimos varias clases de equidad:
está la que se llama equidad relativa y la equidad personal...
-Más despacio -contesta el marqués-; no he visto nunca que la virtud que tanto se anali-
za se practique demasiado; a lo que yo llamo equidad, amigo mío, es pura y simplemente
a la ley de la naturaleza; aquel que la observe será siempre íntegro y sólo cuando se apar-
te de ella se volverá injusto. Contéstame, presidente, si tú te hubieras librado a algún ca-
pricho de la fantasía en la intimidad de tu casa, ¿te parecería muy equitativo que una tur-
ba de zopencos irrumpiera con sus antorchas en el seno de tu familia y que valiéndose de
artimañas inquisitoriales, de engaños y de delaciones compradas, llegaran a descubrir
ciertas faltas, disculpables cuando se tienen treinta años, y se aprovecharan de todas esas
atrocidades para perderte, para desterrarte, para mancillar tu honor, deshonrar a tus hijos
y saquear tus bienes? Dime, amigo mío, ¿te parecerían muy equitativos todos esos bribo nes? Y si es verdad que admites un Ser supremo, ¿adorarías ese modelo de justicia si así
la ejerciera con los hombres? ¿No temblarías al estar sometido a él?
-¿Y cómo lo entendéis vos, os pregunto? Pues que, ¿es que vais a censurarnos por
descubrir un delito...? Ese es nuestro deber.
Eso es falso, vuestro deber no consiste mas que en castigarlo cuando se descubre por sí
mismo; dejad a las estúpidas y feroces máximas de la inquisición la bárbara y vulgar ta-
rea de descubrirlo, como viles espías o infames delatores. ¿Qué ciudadano podrá estar
tranquilo cuando, rodeado de sirvientes sobornados por vuestro celo, su honor o su vida
estén en todo momento en manos de gentes que, amargadas por la cadena que arrastran,
crean librarse de ella o aligerarla vendiéndoos a aquel que se la impone? Habréis multi-
plicado los bribones de la nación, habréis hecho pérfidas a las esposas, calumniadores a
los lacayos, desgraciados a los hijos, habréis duplicado el cúmulo de los vicios y no
habréis conseguido que florezca una sola virtud.
-Es que no se trata de que florezcan las virtudes, se trata, única y exclusivamente, de
acabar con el crimen.
-Pero vuestros métodos los multiplican.
-Por supuesto, pero es la ley y debemos atenernos a ella; nosotros no somos legislado-
res, nosotros, mi querido marqués, somos «operadores».
-Decid más bien, presidente, decid más bien -replicó d'Olincourt, que ya empezaba a
acalorarse- que sois «ejecutores», «verdugos distinguidos» que, enemigos del Estado por
naturaleza, no os sentís a gusto más que oponiéndoos a su prosperidad, poniendo trabas a
su bienestar, mancillando su gloria y haciendo que corra sin motivo alguno la preciosa
sangre de sus súbditos.
A pesar de los dos baños de agua helada que Fontanis había tomado a lo largo del día,
la bilis es una cosa tan difícil de eliminar en un magistrado que el pobre presidente se es-
tremecía de rabia al oír cómo se denigraba de aquella manera a un oficio que consideraba
tan respetable; no daba crédito a que eso que se llama la magistratura pudiera ser atacada
de aquel modo y se disponía ya a replicar, tal vez como un marinero marsellés, cuando
las damas se acercaron y propusieron regresar a casa. La marquesa preguntó al presidente
si alguna nueva necesidad no le hacía ir al retrete.
-No, no, señora -contestó el marqués-; este respetable magistrado no siempre tiene cóli-
cos, hay que disculparle si se ha tomado el ataque un poco a la tremenda; esa pequeña
convulsión de las entrañas es una enfermedad habitual en Marsella o en Aix, y desde que
hemos visto cómo una turba de bribones, colegas de este buen mozo, juzgaban como
«envenenadas» a unas cuantas rameras que no tenían más que un cólico, no debemos
extrañarnos de que un cólico sea un grave asunto para un magistrado provenzal.
Fontanis, uno de los jueces más comprometidos en aquel caso que había cubierto de
vergüenza para siempre a los magistrados de Provenza, estaba ya en un estado difícil de
describir, balbuceaba, pataleaba, echaba espuma por la boca, se parecía a esos dogos que
en un combate de toros no consiguen morder a su adversario y d'Olincourt, aprovechán-
dose de su situación:
-Miradle, señoras, y decidme, os ruego, si no os parecería horrible la suerte de un des-
dichado gentilhombre que, confiado en su inocencia y en su buena fe, se encontrara con
quince mastines como éste ladrándole en sus talones. El presidente estaba ya a punto de enfadarse en serio, pero el marqués, que no deseaba
todavía el estallido final, se metió en su coche prudentemente y dejó que la señorita de
Téroze extendiera un bálsamo sobre las llagas que acababa de abrir. Mucho le costó, pero
al fin lo consiguió; no obstante, volvieron a cruzar a la otra orilla sin que el presidente
mostrara deseos de bailar bajo la cuerda y llegaron en paz al castillo. Cenaron y el doctor
se encargó de recordar a Fontanis la necesidad de seguir observando su abstinencia.
-A fe mía que la recomendación es innecesaria -le contestó el presidente-. ¿Cómo que-
réis que un hombre que ha pasado la noche con una negra, que ha sido tachado de heréti-
co por la mañana, al que le han hecho tomar un baño helado como almuerzo, que poco
después se ha caído al río, que, atrapado en un retrete como un pierrot pegado con cola, le
han calcinado el trasero mientras hacía sus necesidades y al que tienen la osadía de decir-
le en su cara que los jueces que investigaban el crimen no eran más que unos pillos des-
preciables y que las rameras, que tenían un cólico no habían sido envenenadas; ¿cómo
queréis, os repito, que ese hombre siga pensando en desvirgar a una muchacha?
-Me alegra mucho el veros tan razonable -respondió Delgatz, mientras acompañaba a
Fontanis al pequeño dormitorio de soltero que ocupaba cuando no tenía planes respecto a
su mujer-. Os exhorto a que sigáis así y pronto veréis todo el bien que eso ha de haceros.
Al día siguiente los baños helados se reanudaron; durante todo el tiempo que se em-
plearon, el presidente no se hizo repetir la necesidad de su régimen y la encantadora Té-
roze pudo al menos, durante aquel intervalo, disfrutar tranquilamente de todos los place-
res del amor en los brazos de su encantador Elbene; al fin, al cabo de quince días, Fonta-
nis, fresco como ya se sentía, empezó de nuevo a cortejar a su esposa.
-Oh, en verdad, señor-le dijo la joven cuando se vio en el trance de no poder seguir ya
dando largas-, en estos momentos tengo en la cabeza asuntos muy distintos al amor; leed
esto que me han escrito, señor, estoy arruinada.
Y le tiende a su marido una carta en la que éste lee que el castillo de Téroze, a una dis-
tancia de cuatro leguas de donde se hallaban y situado en un rincón del bosque de Fontai-
nebleau, en el que nadie penetraba jamás, mansión cuya renta constituye la dote de su
esposa, está habitado desde hace seis meses por fantasmas que producen un estruendo
terrible, molestan al granjero, estropean la tierra y van a impedir que el presidente y su
mujer, a no ser que se ponga orden, vean ni un sol de toda su hacienda.
-Es una noticia espantosa -dice el magistrado, devolviéndole la carta-. Pero, ¿no podrí-
ais decir a vuestro padre que nos diera alguna otra cosa en lugar de ese siniestro castillo?
-¿Y qué queréis que nos dé, señor? Tened en cuenta que no soy más que la hija menor,
ya le ha dado mucho a mi hermana y estaría muy mal por mi parte que le pidiera otra
cosa; hay que conformarse con esto y tratar de poner orden.
-Pero vuestro padre conocía ese inconveniente cuando os casó.
-Sí, es cierto, pero no creía que llegara a ese extremo; además, eso no quita nada al va-
lor del regalo, no hace más que retrasar sus efectos.
-¿Y el marqués lo sabe?
-Sí, pero no se atreve a hablaros de ello.
-Hace mal, pues tenemos que pensar algo entre los dos.
Llaman a d'Olincourt, éste no puede negar los hechos y se decide por último que lo más
sencillo es ir, por muchos peligros que eso pueda entrañar, y habitar el castillo dos o tres días para poner fin a tales desórdenes y ver, en fin, qué partido se puede sacar de sus ren-
tas.
-¿Tenéis un poco de valor, presidente? -le pregunta el marqués.
-Yo, pues depende -contesta Fontanis-; el valor es una virtud que se usa poco en nues-
tro ministerio.
-Sí, ya lo sé -responde el marqués-, con la ferocidad tenéis bastante; os pasa con esa
virtud, poco más o menos, como con todas las demás: os dais tal maña para desvirtuarlas
que no os quedáis nunca de ellas más que con lo que las echa a perder.
-Bien, seguid con vuestros sarcasmos, marqués, pero os suplico que hablemos en serio
y que dejemos los improperios a un lado.
-Muy bien, hay que ir allí, tenemos que instalarnos en Téroze, destruir a los fantasmas,
poner orden en vuestras posesiones y regresar para que os podáis acostar con vuestra es-
posa.
-Un momento, señor, un momento, os lo ruego, no vayamos tan deprisa. ¿Habéis pen-
sado en los peligros que entraña entrar en relación con seres semejantes? Un buen suma-
rio, seguido de un decreto, valdría mucho más que todo eso.
-Bueno, ya estamos otra vez con sumarios, decretos... ¿A quién no excomulgáis tam-
bién como los curas? ¡Armas atroces de la tiranía y de la estupidez! ¿Cuándo dejarán de
creer todos esos hipócritas con faldas, todos esos pedantes con casaca, esos secuaces de
Themis y de María, que su insolente charlatanería y su estúpida función pueden tener
efecto alguno en el mundo? Entérate, hermano, de que no es con papeluchos con lo que
hay que reducir a unos bribones tan atrevidos, sino con la espada, con pólvora y con ba-
las; dispónte, pues, a morir de hambre o a tener el coraje de luchar contra ellos.
-Señor marqués, razonáis como coronel de dragones que sois; dejadme a mí que vea las
cosas como magistrado, persona sagrada e indispensable al Estado y que no se expone
jamás a la ligera.
-¿Tú persona indispensable al Estado, presidente? Hacía mucho tiempo que no me reía,
pero veo que tienes ganas de que me dé esa convulsión. ¿Y a qué santo te has creído, te lo
ruego, que un hombre de oscura extracción por lo general, que un individuo siempre re-
belde contra todo lo bueno que pueda desear su señor, al que no sirve ni con su bolsa ni
con su persona, que se opone sin cesar a todos sus buenos propósitos, cuyo único fin es el
de fomentar la división de los particulares, ahondar la del reino y vejar a los ciudada-
nos..., te repito, ¿cómo puedes creer que un ser semejante puede ser precioso para el Es-
tado?
-Me niego a responder, pues de nuevo aparece la ironía.
-Muy bien, de acuerdo, amigo mío, me parece muy bien, de acuerdo, pero aunque ten-
gas que cavilar durante treinta días sobre esta aventura, aunque tengas que recabar ridícu-
lamente la opinión de tus cofrades al respecto, seguiré diciéndote que no hay más solu-
ción que ir a instalarnos nosotros mismos a casa de esos tipos que tratan de impresionar-
nos.
El presidente puso aún algunas objeciones, se defendió con mil contradicciones más ab-
surdas y pretenciosas las unas que las otras, y acabó por decidir con el marqués que parti-
ría a la mañana siguiente con él y con dos lacayos de la mansión; el presidente propuso a
La Brie, ya lo dijimos, no se sabe demasiado bien por qué, pero tenía gran confianza en
ese muchacho. D'Olincourt, muy al corriente de los importantes asuntos que iban a rete ner a La Brie en el castillo durante su ausencia, contestó que era imposible llevarle con
ellos, y al día siguiente, al despuntar el alba, se prepararon para ello, colocaron al presi-
dente una vieja armadura que habían encontrado en el castillo, su joven esposa le puso el
casco, deseándole toda suerte de venturas, y le instó a volver lo antes posible para recibir
de sus manos los laureles que marchaba a cosechar; él la besa tiernamente, monta a caba-
llo y sigue al marqués. Por más que habían anunciado por los alrededores la mascarada
que iba a tener lugar, el enjuto presidente, con su ridículo atavío militar, resultaba tan
grotesco que fue acompañado, de un castillo al otro, de carcajadas y silbidos. Por todo
consuelo, el coronel, que se mantenía lo más serio posible, se acercaba a él de cuando en
cuando y le decía:
-Ya lo veis, amigo mío, este mundo no es más que una farsa, o se es público o se es ac-
tor, o contemplamos la escena o la representamos.
-Sí, perfecto, pero ahí nos están silbando -contesta el presidente.
-¿De verdad? -respondía flemáticamente el marqués.
-No cabe la menor duda -replicaba Fontanis-, y reconoceréis que resulta muy duro.
-¿Por qué? -decía d'Olincourt-. ¿Acaso no estáis acostumbrado a esos pequeños desas-
tres? ¿Creéis que a cada estupidez que cometéis en vuestros estrados ornados con flores
de lis, el público no os silba también? Hechos por naturaleza para que se mofen de voso-
tros en vuestro oficio, trajeados de una manera ridícula que hace reír en cuanto se os ve,
¿cómo vais a imaginar que con tantas cosas desfavorables por un lado, os van a perdonar
todas vuestras estupideces por el otro?
-¿No os gusta la toga, verdad, marqués?
-No os lo oculto, presidente; sólo me gustan las profesiones útiles: todo aquel que no
tiene talento más que para fabricar dioses o para matar hombres, me ha parecido siempre
un individuo consagrado a la indignación pública y al que se le debe ridiculizar u obligar
a que trabaje a la fuerza. ¿No creéis, amigo mío, que con esos dos hermosos brazos que
os ha dado la naturaleza, no seríais infinitamente más útil en un carro que en una sala de
justicia? En el primer caso haríais honor a todas las facultades que habéis recibido del
cielo... En el segundo, no hacéis más que envilecerlas.
-Pero es necesario que haya jueces.
-Más valdría que no hubiera más que virtudes, podrían adquirirse sin necesidad de jue-
ces, con ellos se las pisotea por doquier.
-¿Y cómo queréis vos que se gobierne un Estado...?
-Con tres o cuatro sencillas leyes promulgadas en el palacio del monarca y observadas
en cada clase por los ancianos de la clase en cuestión; de esa manera cada estamento ten-
dría sus pares y un gentilhombre que fuera condenado no tendría que sufrir la espantosa
afrenta de serlo por algún bellaco como tú, tan prodigiosamente lejos de ser digno de ello.
-¡Oh!, todo eso nos llevaría a discusiones...
-Que van a acabar en seguida -interrumpió el marqués-, pues ya hemos llegado a Téro-
ze.
Estaban, en efecto, entrando ya en el castillo; el granjero se presenta, se encarga de los
caballos de sus señores y pasan a una sala en donde en seguida se ponen a discutir con él
sobre los inquietantes hechos de aquella mansión. Todos los días un ruido espantoso se dejaba oír por igual en todas las estancias de la ca-
sa, sin que se haya podido averiguar la causa; por las noches se había montado guardia y
varios campesinos contratados por el granjero, según afirmaban, habían sido terriblemen-
te apaleados y nadie se atrevía ya a exponerse. Pero resultaba imposible precisar qué se
sospechaba; la opinión general era sencillamente que el espíritu que se aparecía era el de
un antiguo arrendatario de aquella mansión, que había tenido la desgracia de perder su
vida injustamente en el cadalso y que había jurado volver todas las noches y causar un
terrible estrépito en la casa hasta poder tener la satisfacción de retorcer el cuello a un ma-
gistrado.
-Mi querido marqués -exclamó el presidente corriendo hacia la puerta-, me parece que
mi presencia aquí es bastante inútil., nosotros no estamos acostumbrados a ese género de
venganzas y preferimos, como los médicos, matar indiferentes a quien nos venga en gana
sin que el difunto pueda protestar jamás.
-Un momento, hermano, un momento -responde d' Olincourt, deteniendo al presidente
que estaba decidido a salvarse-; acabemos de oír las explicaciones de este hombre -y diri-
giéndose al granjero-: ¿Eso es todo, maese Pedro, no hay en todo este acontecimiento
singular ninguna otra particularidad que podáis señalarnos? ¿A todos los funcionarios sin
excepción odia ese diablillo?
-No, señor-contestó Pedro-; el otro día dejó una nota sobre una mesa en la que decía
que sólo detestaba a los prevaricadores; cualquier juez que sea integro no corre con él
ningún peligro, pero no perdonará a aquellos que, guiados únicamente por el despotismo,
por la estupidez o por la venganza, hayan sacrificado a sus semejantes a la sordidez de
sus pasiones.
-Bien, ya veis que debo irme de aquí-comentó el presidente, consternado-; en esta casa
no existe la menor seguridad para mí.
-¡Ah!, miserable-le contesta el marqués-; conque ahora tus crímenes empiezan a hacerte
estremecer..., ¿eh? Atentados contra el honor, destierros de diez años a causa de una par-
tida de rameras, infames connivencias con otras familias, el dinero recibido por arruinar a
un gentilhombre, y tantos otros desdichados sacrificios a tu furor o a tu ineptitud, esos
son los fantasmas que ahora vienen a turbar tu imaginación, ¿verdad? ¡Cuánto darías en
este momento por haber sido un hombre honrado toda tu vida! Que esta cruel situación te
sirva de algo algún día, que te haga sentir por adelantado el horrible peso de los remor-
dimientos y que te enseñe que no hay ni una sola felicidad mundana, por valiosa que nos
pueda parecer, que valga lo que la tranquilidad de espíritu y las satisfacciones de la vir-
tud.
-Mi querido marqués, os pido perdón-dice el presidente con lágrimas en los ojos-; soy
hombre perdido, no me sacrifiquéis, os lo suplico, y dejadme volver al lado de vuestra
querida hermana que deplora mi ausencia y que nunca os perdonará los males a los que
vais a entregarme.
-¡Cobarde! Cuánta verdad hay cuando se dice que la cobardía acompaña siempre a la
falsedad y a la traición... No, tú no saldrás de aquí, ya no es tiempo de volverse atrás; mi
hermana no tiene más dote que este castillo; si quieres disfrutarlo, hay que limpiarlo de
esos bribones que lo ensucian. Vencer o morir, no hay término medio.
-Os ruego que me disculpéis, querido hermano; pero sí que hay un termino medio: es-
capar de aquí a toda prisa y renunciar a todos esos beneficios. Vil cobarde, ¿así es como queréis a mi hermana, prefieres verla consumirse en la mise-
ria que combatir para salvar su herencia...? ¿Quieres que le diga a la vuelta que esos son
los sentimientos que le profesas?
-¡Cielos, a qué horrible estado me veo reducido!
-Vamos, vamos, recobra el valor y prepárate para lo que se espera de nosotros.
Sirvieron la cena, el marqués quiso que el presidente cenara con la armadura completa;
maese Pedro comió con ellos, afirmó que hasta las once de la noche no había ab-
solutamente nada que temer, pero que a partir de ese momento, hasta el amanecer, el lu-
gar era indefendible.
-Pues nosotros vamos a defenderlo—contestó el marqués-, y aquí tenéis a un bravo ca-
marada de quien os respondo como de mí mismo. Estoy seguro de que no nos abandona-
rá.
-No respondamos de nada hasta ver qué pasa -replicó Fontanis-; yo soy un poco como
César, lo confieso, el valor en mí es muy voluble.
Mientras tanto, pasaron el tiempo que quedaba reconociendo los alrededores, paseando,
haciendo cuentas con el granjero, y cuando se hizo de noche el marqués, el presidente y
sus dos criados se repartieron el castillo.
Al presidente le tocó un gran dormitorio, flanqueado por dos siniestras torres cuya sola
visión le hacía estremecer de antemano: era por allí precisamente por donde, según decí-
an, el espíritu iniciaba su ronda, con lo que iba a toparse con él antes que nadie; un va-
liente hubiera gozado ante esta halagadora perspectiva, pero el presidente, que, como
todos los presidentes del universo y los presidentes provenzales en particular, no era va-
liente ni por asomo, se dejó llevar de tal acto de debilidad al conocer la noticia, que tuvie-
ron que cambiarle de pies a cabeza; ninguna medicina hubiera tenido un efecto más ful-
minante. Le vuelven a vestir, le arman de nuevo, le dejan dos pistolas sobre la mesa de su
alcoba, le colocan en las manos una lanza de quince pies de largo por lo menos, le en-
cienden tres o cuatro velones y le abandonan a sus reflexiones.
-Oh, desdichado Fontanis—exclamó al verse solo- ¿Qué genio del mal te ha conducido
a esta galera? No podías haber encontrado en tu provincia a alguna joven que valiera más
que ésta y que no te hubiera acarreado tantos sinsabores? Tú lo has querido, pobre presi-
dente, tú lo has querido, amigo mío, y aquí estas, te sentiste tentado por una boda en París
y ya ves en lo que acaba... Pobrecito, a lo mejor vas a morir aquí como un perro sin poder
ni siquiera confesar y comulgar y entregar tu alma a un sacerdote... Estos malditos incré-
dulos, con su equidad, con sus leyes de la naturaleza y su filantropía, parece como si el
paraíso fuera a abrírseles cuando pronuncian esas tres impresionantes palabras... Menos
naturaleza, menos equidad y menos filantropía, firmemos decretos, desterremos, queme-
mos, condenemos a la rueda y vayamos a misa, más valdría esto que todo lo demás. Este
d'Olincourt insiste furiosamente en el proceso de aquel gentilhombre al que juzgamos el
año pasado; debe de haber algún tipo de parentesco que yo ni sospechaba... Pues que, ¿no
se trataba de un asunto escandaloso, no vino un criado de trece años, al que habíamos
sobornado, a decirnos, porque nosotros queríamos que nos lo dijese, que aquel hombre se
dedicaba a matar prostitutas en su castillo, no nos contó un cuento de Barba Azul con el
que las nodrizas no pretendieran hoy en día dormir a sus criaturas? Tratándose de un cri-
men tan importante como es el asesinato de una ramera..., un delito probado de forma tan
concluyente como es la declaración de un niño de trece años al que hicimos que le dieran
cien latigazos porque no quería decir lo que queríamos nosotros, no me parece a mí que
sea obrar con excesivo rigor hacer las cosas como las hicimos. ¿Es que se necesitan cien testigos para cerciorarse de un delito; no basta una simple relación? ¿Acaso tuvieron tan-
tos miramientos nuestros doctos colegas de Toulouse cuando condenaron a la rueda a
Calas? Si no castigásemos más que aquellos crímenes de los que estamos seguros, no
tendríamos el placer de arrastrar al cadalso a nuestros semejantes ni cuatro veces en todo
un siglo, y sólo eso hace que seamos respetados. Desearía que me explicaran qué sería un
parlamento cuya bolsa estuviera siempre abierta para las necesidades del Estado, que no
presentara nunca ninguna queja, que registrara todos los delitos y que no matara nunca a
nadie... Eso sería una asamblea de necios a la que no se le haría el menor caso en la na-
ción... Valor, presidente, valor, no has hecho más que cumplir con tu deber, amigo mío;
deja que griten los enemigos de la magistratura, no podrán destruirla; nuestro poderío,
establecido a costa de la blandura de los reyes, durará tanto como la monarquía, y ya
puede Dios velar por los soberanos para que no acabe derribándolos; unos cuantos desca-
labros más como los del reinado de Carlos VII y la monarquía, destruida al fin, dará paso
a esa forma de gobierno que ambicionamos desde hace tanto tiempo y que al elevarnos al
pináculo como el senado de Venecia, pondrá en nuestras manos, como poco, las cadenas
con que tan ardientemente deseamos aplastar al pueblo.
Así razonaba el presidente, cuando un ruido espantoso se dejó oír a un mismo tiempo
en todas las habitaciones y en todos los corredores del castillo... Un escalofrío universal
se apodera de él, se arrebuja sobre la silla y apenas se atreve a levantar los ojos. ¡Seré
insensato! -exclama-. ¡Que yo, que un miembro del Parlamento de Aix tenga que luchar
contra unos espíritus! ¿Qué tuvisteis nunca que ver con el Parlamento de Aix? Entre tanto
el ruido aumenta, las puertas de las dos torres se vienen abajo, aterradoras figuras pene-
tran en la habitación... Fontanis se arroja al suelo, implora que le perdonen, suplica por su
vida.
-Miserable-le contesta uno de los fantasmas con pavorosa voz-. ¿Acaso supo tu corazón
qué era la compasión cuando condenaste injustamente a tantos desgraciados, su espantosa
suerte te conmovió, acaso te sentí-as menos orgulloso, menos glotón, menos crapuloso el
día que tus injustas sentencias hundían en el infortunio o en la sepultura a las víctimas de
tu estúpido rigorismo? ¿Y de dónde provenía en ti esa temeraria impunidad de tu momen-
táneo poder, de esa fuerza ilusoria que por un momento corrobora la opinión y que al
punto destruye toda filosofía...? Sufre que nos guiemos por los mismos principios y so-
métete, pues eres el más débil.
Tras estas palabras, cuatro de estos espíritus físicos agarran con fuerza a Fontanis y al
instante le dejan desnudo como la palma de la mano, sin obtener otra cosa más que sollo-
zos, gritos y un sudor fétido que le cubría de pies a cabeza.
-¿Qué hacemos ahora con él?-pregunta uno de ellos. -Espera-le contesta el que parecía
el jefe-, aquí tengo la lista de los cuatro principales asesinatos que ha cometido jurídica-
mente, vamos a leérsela.
En 1750, condenó a la rueda a un desdichado que no había cometido más delito que ne-
garle a su hija, a la que el miserable quería violar,
En 1754, propuso a un hombre salvarle por dos mil escudos; al no podérselos pagar,
hizo que le ahorcaran.
En 1760, al enterarse de que un hombre de su ciudad había hecho algunos comentarios
sobre él, le condenó a la hoguera al año siguiente, acusándole de sodomía, aunque el des-
venturado tenía mujer y un tropel de hijos, cosas todas ellas que desmentían su crimen.
En 1772, un joven de elevado rango de la provincia quiso, por una venganza trivial, dar
una zurra a una cortesana que le había jugado una mala pasada, y este indigno cernícalo convirtió la broma en un asunto criminal, lo consideró asesinato, envenenamiento, arras-
tró a todos sus cofrades a esta ridícula opinión, perdió al joven, le arruinó y, no habiendo
podido atraparle, le hizo condenar en rebeldía.
Estos son sus principales crímenes; decidid, amigos míos.
-El talión, señores, el talión; ha condenado injustamente a la rueda, pues yo quiero que
a la rueda se le condene.
-Yo propongo la horca-dijo otro-y por los mismos motivos que mi colega.
-Que sea quemado -dice un tercero- por haber empleado ese suplicio sin motivo alguno
y por haberlo merecido él mismo tantas veces.
-Démosle ejemplo de clemencia y de moderación, camaradas -dice el jefe-, y sigamos
nuestro texto nada más que en la cuarta aventura: azotar a una ramera es un crimen digno
de muerte, en opinión de este cernícalo imbécil, pues que sea azotado.
Entonces agarran al desdichado presidente, le tumban boca abajo sobre un estrecho
banco, le agarrotan de los pies a la cabeza; los cuatro etéreos espíritus cogen cada uno
una correa de cuero de una longitud de cinco pies y la dejan caer cadenciosamente y con
toda la fuerza de sus brazos sobre los desnudos miembros del desgraciado Fontanis, que,
lacerado tres cuartos de hora seguidos por las vigorosas manos que se encargan de su
educación, pronto no es más que una llaga de la que brota sangre por todas partes.
-Ya basta-dice el jefe-; ya lo dije antes, démosle ejemplo de compasión y de cómo
hacer el bien; si el bribón nos atrapara nos haría descuartizar; pero ahora le tenemos a él,
despidámonos con este correctivo fraternal y que aprenda en nuestra escuela que no
siempre se hace mejores a los hombres asesinándoles; no ha recibido más que quinientos
latigazos, pero apuesto al que quiera que ya está escarmentado de sus injusticias y que en
el futuro va a ser uno de los magistrados más íntegros de su gremio; soltadle y continue-
mos nuestras operaciones.
-Ouf -exclamó el presidente cuando vio que sus verdugos se habían ido-. Ahora veo que
si entramos con saña en los actos del prójimo, si tratamos de exagerarlos por el placer de
castigarlos, ahora veo que nos lo devuelven en seguida. ¿Y quién habrá contado a esa
gente todo lo que yo he hecho? ¿Cómo es que estaban tan bien informados de mi conduc-
ta?
Fuere como fuese, Fontanis se arregla como puede, pero apenas se ha puesto su traje de
nuevo cuando oye unos espantosos gritos por el lado por donde los espectros habían sali-
do de su habitación; aguza el oído y reconoce la voz del marqués pidiendo socorro con
todas sus fuerzas.
-¡Que el diablo me lleve si doy un paso! -dice el vapuleado presidente-. Que esos pillos
le zurren como a mí si les apetece; no pienso intervenir, cada uno tiene ya bastante con
sus propias querellas para meterse en las de los demás.
Mientras tanto el ruido va creciendo, y d'Olincourt entra al fin en el aposento de Fonta-
nis, seguido por sus dos sirvientes y poniendo los tres el grito en el cielo, como si les
hubieran degollado: los tres venían cubiertos de sangre, uno llevaba un brazo en cabestri-
llo, otro una venda en la frente y se habría jurado al verles pálidos, desgreñados y ensan-
grentados, que acababan de batirse contra una legión de diablos escapados del infierno.
-Oh, amigo mío, ¡qué asalto! -exclama d'Olincourt-. ¡Creí que nos iban a estrangular a
los tres! Apuesto a que no estáis más maltrechos que yo -responde el presidente, mostrándoles
su magullado lomo-. Mirad cómo me han tratado.
-Oh, a fe mía, amigo -le contesta el coronel-, por una vez os veis en el caso de poder
presentar una querella justa; no ignoráis el vivo interés que vuestros colegas han mostra-
do a lo largo de los siglos por los traseros flagelados; convocad a las cámaras, amigo mío,
buscad a algún célebre abogado que quiera desplegar su elocuencia en favor de vuestras
nalgas magulladas; usando el ingenioso artificio con el que un orador antiguo conmovía
al areópago al descubrir ante los ojos del tribunal los soberbios senos de la bella a la que
defendía; que vuestro Demóstenes descubría esas atractivas nalgas en el momento más
patético de su alegato, que hagan enternecer al auditorio; recordad en especial a los jue-
ces de París ante los que os veréis obligado a comparecer, aquella famosa aventura de
1769, en la que su corazón, mucho más conmovido por el azotado trasero de una buscona
que por el pueblo del que se dicen padres y al que dejan, no obstante, morir de hambre,
les indujo a abrir un proceso criminal contra un joven militar que, al volver de sacrificar
sus mejores años al servicio del príncipe, no encontró otros laureles a su regreso que la
humillación perpetrada por la mano de uno de los mayores enemigos de esa misma patria
que venía de defender... Vamos, querido camarada de infortunio, démonos prisa, parta-
mos, no hay ninguna seguridad para nosotros en este maldito castillo, corramos a vengar-
nos, volemos a implorar la equidad de los protectores del orden público, de los defensores
del oprimido y de los pilares del Estado.
-Yo no puedo tenerme en pie-contesta el presidente, y además esos malditos bribones
me volverían a mondar como a una manzana; os ruego que hagáis que me traigan una
cama, y que me dejéis tranquilo en ella al menos veinticuatro horas.
-Ni se os ocurra, amigo mío, os estrangularán.
-Que lo hagan, me lo tendré merecido, pues los remordimientos se despiertan ahora con
tanta fuerza en mi corazón, que tendría por una orden del cielo todas aquellas desgracias
que le plazca enviarme.
Como el estruendo había cesado por completo y d'Olincourt vio que realmente el pobre
provenzal necesitaba algo de descanso, mandó llamar a maese Pedro y le preguntó si
había que temer que aquellos bribones volviesen de nuevo a la noche siguiente.
-No, señor -contestó el granjero-; ahora se estarán quietos durante ocho o diez días y
podréis descansar con absoluta tranquilidad.
Condujeron al tundido presidente a una alcoba en la que se acostó y descansó como pu-
do una buena docena de horas; allí seguía cuando de repente se sintió mojado en la cama;
levanta la vista y ve que el techo está horadado por mil agujeros por los que caía un rau-
dal de agua que amenazaba con inundarle si no se levantaba a toda prisa; baja velozmente
y completamente desnudo a las salas del primer piso, en donde encuentra al coronel y a
maese Pedro olvidando sus penas alrededor de un pastel y de una montaña de botellas de
vino de Borgoña; su primer impulso fue reírse al ver correr hacia ellos a Fontanis, con un
atuendo tan indecente; él les contó sus nuevos infortunios y le hicieron sentar a la mesa
sin darle tiempo para ponerse sus calzones, que seguía sujetando bajo el brazo como
hacen los habitantes del Pégu. El presidente se puso a beber y halló consuelo para sus
males al término de la tercera botella de vino; como aún les sobraban dos horas antes de
tener que regresar a Olincourt, prepararon los caballos y partieron.
Duro aprendizaje, marqués, el que me habéis hecho hacer aquí-dice el provenzal, ya silla. Y no será el último, amigo mío -le contesta D'Olincourt-; el hombre ha nacido para su-
perar pruebas y los hombres de leyes más que nadie; bajo el armiño es donde la estupidez
erigió su templo y no respira en paz más que en vuestros tribunales; pero aparte de lo que
podáis objetar, ¿era necesario abandonar el castillo sin averiguar lo que allí ocurría?
-¿Acaso hemos ganado algo con saberlo?
-Por supuesto, ahora podemos presentar vuestra querella con mucho mas fundamento.
-¿Querella? Que me lleve el diablo si presento alguna, me guardaré, lo que me ha toca-
do en suerte y os estaré infinitamente agradecido si no le habláis a nadie de ello.
-Amigo mío, no sois consecuente; si es ridículo presentar una querella cuando le moles-
tan a uno, ¿por qué las estáis siempre buscando, por qué la recomendáis sin cesar? ¡Có-
mo! Vos que sois uno de los mayores enemigos del crimen, ¿queréis que quede impune
cuando ha quedado tan manifiesto? ¿No es uno de los mayores axiomas de la jurispru-
dencia suponer que aunque la parte lesionada de su desistimiento, resulta de ello una sa-
tisfacción para la justicia? ¿No ha sido visiblemente violada con todo lo que os acaba de
suceder? ¿Vais a rehusarle el legítimo incienso que ella exige?
-Todo lo que queráis, pero no diré una sola palabra.
-¿Y la dote de vuestra esposa?
-Confiaré en la equidad del barón y le encargaré la tarea de limpiar esta afrenta.
-Él no se meterá en esto.
-Muy bien, pues comeremos mendrugos.
-¡El valiente! Conseguiréis que vuestra esposa os maldiga y se arrepienta toda su vida
de haber unido su suerte a la de un cobarde de vuestra especie.
-Oh, sí, me parece que remordimientos vamos a tener muchos cada uno por su parte,
pero, ¿por qué queréis que yo presente ahora una denuncia cuando tanto lo desaprobabais
antes?
-Yo no sabía de lo que se trataba; mientras pensé que se podía vencer sin ayuda de na-
die elegí esa solución como la más sensata, y ahora, cuando me parece indispensable re-
clamar en nuestro favor el apoyo de las leyes os lo propongo. ¿Qué hay de inconsecuente
en mi conducta?
De maravilla, de maravilla -contesta Fontanis desmontando, pues ya habían llegado a
Olincourt-; pero os ruego no decir una sola palabra, es el único favor que os pido.
Aunque no habían estado ausentes más que dos días, en casa de la marquesa había mu-
chas novedades; la señorita de Téroze estaba en cama, una presunta indisposición provo-
cada por la inquietud, por la angustia de saber a su marido en peligro la retenía en el le-
cho desde hacía veinticuatro horas: un atractivo camisón, veinte varas de gasa alrededor
de su cabeza y de su cuello..., una palidez verdaderamente conmovedora que, al hacerla
cien veces aún más hermosa, reavivó los ardores del presidente a quien la pasiva flagela-
ción que acaba de sufrir inflamaba aún más el físico. Delgatz se hallaba junto al lecho de
la enferma y advirtió a Fontanis en voz baja que ni siquiera diera muestras de deseo en la
dolorosa situación en que se encontraba su mujer; el momento crítico había sobrevenido
en el período de la menstruación, se trataba nada menos que de una hemorragia.
-Diablos -exclama el presidente-, bien desdichado tengo que ser, acabo de hacerme
desollar por esta mujer, y desollar de mano maestra, y aún se me priva del placer de to marme la revancha con ella. Por lo demás, la población del castillo se había incrementado
con tres personajes de los que es indispensable dar cuenta. El señor y la señora de Totte-
ville, gente acomodada de los alrededores, que traían con ellos a la señorita Lucila de
Totteville, su hija, jovencita morena y despabilada de unos dieciocho años de edad y que
en nada desmerecía junto a los lánguidos encantos de Téroze.
[A fin de no tener por más tiempo en suspenso al lector, vamos a indicarle en seguida
quiénes eran estos tres nuevos personajes que habían sido reclutados para la escena, bien
para posponer su desenlace o bien para conducirla con mayor seguridad al fin propuesto.
Totteville era uno de esos arruinados caballeros de Saint-Louis que arrastran su orden por
el fuego por unas cuantas cenas o por unos cuantos escudos y que aceptan con indiferen-
cia cualquier papel que les propongan interpretar; su presunta mujer era una antigua
aventurera en otro campo que, no teniendo ya edad para comerciar con sus encantos, se
desquitaba traficando con los de los demás; en cuanto a la bella princesa que pasaba por
hija suya, teniendo en cuenta a semejante familia, fácil es imaginar a qué genero per-
tenecía: discípula de Paphos desde su infancia, ya había arruinado a tres o cuatro recau-
dadores de impuestos y era por su arte y por sus atractivos por lo que se la había es-
pecialmente adoptado; sin embargo, cada uno de estos personajes, escogidos de entre lo
mejor que ofrecía su especie, con gran estilo, adiestrados a la perfección y poseyendo eso
que se llama el barniz del buen tono, cumplía inmemorablemente lo que se esperaba de
ellos, y resultaba difícil, al verles en compañía de caballeros y de damas de elevada con-
dición, no creer que también ellos lo fueran.]
Apenas entró el presidente, la marquesa y su hermana le pidieron informes de su aven-
tura.
-No es nada-respondió el marqués, siguiendo las instrucciones de su cuñado--; es una
cuadrilla de bribones que serán reducidos tarde o temprano, habrá que saber lo que el
presidente decida al respecto; para todos nosotros será un placer intercambiar opiniones
con él.
Y como d'Olincourt se había apresurado a advertir en voz baja de sus éxitos y del deseo
que tenía el presidente de que se relegasen al olvido, la conversación cambió de tema y
no se volvió a hablar de los aparecidos de Téroze.
El presidente testimonió toda su inquietud a su mujercita y más aún el extremo pesar
que sentía porque aquella maldita indisposición hubiera aún de aplazar el instante de su
felicidad. Y como era tarde cenaron y se fueron a acostar sin que aquel día ocurriera nada
extraordinario.
El señor de Fontanis, que, como buen leguleyo, añadía al cúmulo de sus buenas cuali-
dades una extraordinaria inclinación por las mujeres, descubrió, no sin cierta veleidad, a
la joven Lucila en el círculo de la marquesa de d'Olincourt; empezó por informarse, por
medio de su confidente La Brie, sobre quién era la joven en cuestión, y éste, tras contes-
tarle de forma que alentaba el amor que veía nacer en el corazón del magistrado, le instó
a seguir adelante.
Es una joven de calidad -le contestó el pérfido confidente-, pero no por eso está a salvo
de una proposición amorosa de un hombre de vuestra índole. Señor presidente-prosiguió
el joven bribón-, vos sois el espanto de los padres y el terror de los maridos, y por mu-
chos propósitos de sensatez que una persona del sexo femenino se haya podido fijar, muy
difícil es que se muestre rigurosa con vos. Dejando a un lado la figura, y aunque sólo
contara vuestra profesión, ¿qué mujer puede resistirse a los encantos de un servidor de la justicia, con esta gran toga negra, con este birrete cuadrado? ¿Acaso creéis que no se dice
todo esto?
-Es cierto que es muy difícil defenderse de nosotros, a nuestras órdenes tenemos a cier-
to personaje que fue siempre el terror de las virtudes... Tú crees entonces, La Brie, que si
yo dijera una palabra...
-Capitularía, no lo dudéis.
-Pero habría que guardarme el secreto. Bien sabes que en la situación en que me hallo
es muy importante para mí no dar los primeros pasos con mi mujer con una infidelidad.
-¡Oh, señor!, la hundiríais en la desesperación, con la ternura que siente por vos.
-Sí, ¿crees que me ama un poco?
-Os adora, señor, y engañarla sería un crimen.
-Sin embargo, ¿crees que por otra parte...?
-Vuestros intereses progresarán de modo infalible, si así lo creéis; es sólo cuestión de
actuar.
-¡Oh, mi querido La Brie!, me colmas de alegría. ¡Qué placer manejar dos intrigas al
mismo tiempo y engañar a dos mujeres a la vez! ¡Sí, engañar, amigo mío, engañar! ¡Qué
voluptuosidad para un hombre de la ley!
Como consecuencia de estos estímulos, Fontanis se arregla, se emperifolla, se olvida de
los latigazos que le abren las carnes, y mientras engatusa a su mujer, que sigue guardando
cama, apunta sus baterías hacia la astuta Lucila, que, tras escucharle al principio con pu-
dor, va poco a poco poniéndole buena cara.
Cuatro días aproximadamente duraba ya esta intriga sin que nadie pareciese reparar en
ella cuando se recibieron en el castillo avisos de las gacetas y de los mercurios invitando
a todos los astrónomos a observar a la noche siguiente el paso de Venus bajo el signo de
Capricornio.
-¡Oh, diablos, singular acontecimiento!-comentó el marqués como versado en ello nada
más leer la noticia-. No me hubiera esperado nunca este fenómeno. Poseo, como sabéis,
señoras, algunas nociones de esta ciencia; incluso yo mismo he escrito una obra en seis
volumenes sobre los satélites de Marte.
-¿Sobre los satélites de Marte? -contestó la marquesa con una sonrisa-. Pues no os son
muy propicios, presidente; me asombra que hayáis escogido esa materia.
-Siempre bromeando, adorable marquesa; veo que mi secreto no ha sido guardado.
Bien, sea como sea, siento mucha curiosidad por el acontecimiento que nos anuncian...
¿Y tenéis aquí algún sitio, marqués, a donde podamos ir para observar la trayectoria de
ese planeta?
-Desde luego -respondió el marqués-. ¿Acaso no hay encima de mi palomar un obser-
vatorio muy bien equipado? En él encontraréis magníficos telescopios, cuartos de círculo,
compases, en una palabra, todo lo que caracteriza a un gabinete de astronomía.
-¡Con que sois un poco del oficio!
-No, en absoluto, pero uno tiene ojos como cualquiera, se tropieza con personas cultas y
uno se alegra, por ellas, de estar instruido. Muy bien, para mí será un placer daros algunas lecciones en seis semanas; os enseñaré
a conocer la tierra mejor que Descartes o Copérnico.
Mientras tanto llega el momento de trasladarse al observatorio: el presidente estaba de-
solado porque la indisposición de su esposa fuera a privarle del placer de hacerse el eru-
dito delante de ella, sin sospechar, el pobre diablo, que era ella quien iba a representar el
papel principal en esta singular comedia.
Aunque los globos no fuesen conocidos por el público, eran ya conocidos en 1789, y el
hábil físico que había ingeniado este del que vamos a hablar, más sabio que ninguno de
los que le siguieron, tuvo el buen sentido de quedar se mirando como los demás y de no
decir una sola palabra cuando unos intrusos fueron a robarle su descubrimiento. En el
centro de un aerostato perfectamente construido, a la hora fijada, la señorita de Téroze
debía elevarse en brazos del conde de Elbene, y esta escena, vista desde muy lejos e ilu-
minada tan sólo por una luz artificial y tenue, había de ser lo bastante bien representada
como para impresionar a un necio como el presidente, que no había leído en toda su vida
ni una sola obra sobre la ciencia de la que se jactaba.
Todo el grupo sube a lo alto de la torre, se proveen de catalejos y el globo se eleva.
-¿Lo veis?-se preguntan unos a otros.
-Todavía no.
-Si, ya lo tengo, lo veo.
-No, no es eso.
-Perdonad, a la izquierda, a la izquierda; poneos mirando hacia el Oriente.
-¡Ah, ya lo tengo! -exclama el presidente entusiasmado-. ¡Ya lo tengo, amigos míos!
Haced lo que yo haga... Un poco más cerca de Mercurio, no tan lejos como Marte, muy
por encima de la elipse de Saturno. Allí está, ¡ah, gran Dios! ¡Qué hermoso es!
-Lo estoy viendo como vos -dice el marqués-. Realmente es algo soberbio. ¿Podéis ver
la conjunción?
-La tengo al extremo de mi lente...
Y el globo pasa en este momento por encima de la torre.
-¿Y bien? -pregunta el marqués-. ¿Estaban equivocados los avisos que recibimos? ¿No
está aquí Venus por encima del Capricornio?
-Sin lugar a dudas-responde el presidente-. Es el espectáculo más hermoso que he visto
en toda mi vida.
-Quién sabe -añadió el marqués- si tendréis que subir tan arriba para verlo a vuestro
gusto.
-¡Ah, marqués! ¡Qué fuera de lugar están vuestras bromas en un momento tan sublime!
Y cuando el globo se perdió en la oscuridad, todos bajaron contentísimos por el alegó-
rico fenómeno que el arte acababa de prestar a la naturaleza.
-Estoy verdaderamente desolado porque no hayáis venido a compartir con nosotros el
placer que nos ha proporcionado este acontecimiento -aseguró al volver el señor de Fon-
tanis a su esposa, a la que halló de nuevo en su lecho-. Es imposible contemplar nada más
hermoso. Os creo -responde la joven-, pero me han dicho que había en todo ello tal cantidad de
cosas indecentes que, en el fondo, no siento en absoluto no haber visto nada.
-¿Indecentes? -replica el presidente con una sonrisa burlona, llena de encanto-. ¡Oh,
no!, en absoluto; es una conjunción. ¿Acaso hay algo en la naturaleza que no lo sea? Es
lo que tanto me gustaría que sucediera al fin entre nosotros, y que se llevara a efecto en
cuanto lo deseéis. Pero decidme, en honor a la verdad, dueña soberana de mis pensamien-
tos... No es bastante tener en suspenso a vuestro esclavo? ¿No vais a concederle pronto la
recompensa a sus pesares?
-¡Ay, ángel mío! -le responde amorosamente su joven esposa-. Creed que lo procuro
con tanta ansiedad como vos, por lo menos, pero ya veis mi estado... Y lo veis sin lamen-
tarlo, cruel, aunque sea obra vuestra del principio al fin: no os atormentéis tanto por lo
que os interesa y antes me repondré.
El presidente se sentía ponlas nubes al verse lisonjeado de esta forma; se pavoneaba,
erguía la cabeza. Jamás picapleitos alguno, ni siquiera los que acaban de colgar a alguien,
había mostrado nunca un cuello tan estirado. Pero como, con todo ello, los obstáculos se
multiplicaban por el lado de la señorita de Téroze, mientras que por el de Lucila, por el
contrario, todo eran mieles, Fontanis no dudó en preferir los mirtos floridos del amor a
las tardías rosas del himeneo. La una no se me puede escapar-decía para sí-, la tendré
siempre que me apetezca, pero la otra a lo mejor no se queda aquí más que un momento.
Hay que darse prisa y sacarle partido, y de acuerdo con estos principios Fontanis no
desperdiciaba ninguna ocasión que pudiera servir a sus intrigas.
-¡Ay, señor!-le decía un día esta joven con fingido candor-. ¿No me convertiré en la
más desdichada de las criaturas si os concedo lo que me pedís...? Comprometido como
vos lo estáis, ¿podréis alguna vez reparar el daño que infringiríais a mi reputación?
-¿Qué queréis decir con reparar? No se repara nada en esos casos, es lo que se llama
arar en el mar; no tendremos más que reparar uno que otro. Con un hombre casado no
hay nunca nada que temer, porque él es el primer interesado en el secreto, y así, pues, eso
no os impedirá encontrar un marido.
-Y la religión y el honor, señor...
-Todo eso son pamplinas, corazón mío; bien veo que sois como una Inés y que necesi-
táis pasar algún tiempo en mi escuela. ¡Ah, cómo voy a hacer que desaparezcan todos
esos prejuicios de la infancia!
-Pero yo creía que vuestra condición os obligaba a respetarlos.
-Pues claro que sí, por fuera; nosotros no tenemos para nosotros más que el exterior;
hay que impresionar con él al menos, pero una vez despojados de ese vano decoro que
nos obliga a ciertos miramientos nos parecemos en todo al resto de los mortales. ¡Oh!,
¿cómo podríais creernos libres de sus vicios? Nuestras pasiones, mucho más encendidas
por el relato o la continua pintura de las de los demás, no nos hacen diferentes más que
por los excesos que ellos no saben apreciar y que constituyen nuestras delicias diarias; al
amparo casi siempre de las leyes con que hacemos temblar al prójimo, esa impunidad nos
inflama y nos va haciendo más y más alevosos...
Lucila escuchaba todas estas futilidades, y a pesar del horror que le inspiraban el físico
y la moral de este abominable personaje, seguía dándole facilidades, pues sólo con esa
condición le había sido prometida la recompensa. Cuanto más progresaban los amoríos
del presidente, más insoportable le iba volviendo su fatuidad: no hay en el mundo nada
tan divertido como un picapleitos enamorado; es el cuadro más acabado de la torpeza, de
la impertinencia y de la necesidad. Si el lector ha visto en alguna ocasión a un pavo cuan-
do se dispone a multiplicar su especie, ya tiene la idea más cabal del esbozo que querría-
mos ofrecerle. Por más esfuerzos que hacía por disimular, un día en que su insolencia le
había puesto, no obstante, demasiado al descubierto, el marqués quiso emprenderla con él
en la mesa y humillarle delante de su diosa.
-Presidente -le dijo-, acabo de recibir ciertas noticias que os habrán de afligir.
-¿Cuáles, pues?
-Se asegura que el Parlamento de Aix va a ser suprimido; el pueblo se queja de que es
inútil. A Aix le hace mucha menos falta un Parlamento que a Lyon, y esta ultima ciudad,
demasiado alejada como para depender de París, englobará a toda la Provenza; la domina
y está muy convenientemente situada para albergar en su seno a los jueces de una provin-
cia tan importante.
Ese arreglo carece de sentido común. Es acertado. Aix está en el fin del mundo; un pro-
venzal, viva donde viva, siempre preferirá ir a Lyon para sus asuntos que a vuestro loda-
zal de Aix. Caminos espantosos, ni un solo puente sobre ese Durance que, como vuestras
cabezas, se sale de sus cauces nueve meses al año, y además, no os lo voy a ocultar, cier-
tos fallos particulares. Ante todo se censura vuestra composición; no hay, según se afir-
ma, ni un solo individuo en todo el Parlamento de Aix que tenga un nombre... Comer-
ciantes de atún, marineros, contrabandistas; en una palabra, una cuadrilla de picaros des-
preciables con los que la nobleza no quiere tener el menor trato y que oprime al pueblo
para resarcirse del descrédito en que vive: zopencos, imbéciles... Perdonad, presidente, os
digo lo que me han comunicado; después de cenar os dejaré la carta para que la leáis.
Unos bellacos, en suma, que llevan el fanatismo y el escándalo hasta el punto de dejar en
su ciudad, como prueba inequívoca de su integridad, un patíbulo siempre levantado, que
no es sino un monumento de su zafio rigorismo, cuyas piedras debería arrancar el pueblo
para lapidar a esos insignes verdugos que con tanta insolencia aún se atreven a imponerle
su yugo; uno se extraña de que no lo haya hecho todavía, y parece ser que no va a tardar
demasiado... Un sinnúmero de injustas detenciones, una afectación de severidad cuyo
único objeto es el de permitirse todos los crímenes legales que les viene en gana perpetrar
y otras cosas, en fin, mucho más serias que habría que añadir a todo esto... Se llega a de-
cir abiertamente que son encarnizados enemigos del Estado y que lo han sido en todas las
épocas. El público horror que inspiraron vuestros excesos de Mérindol aún no se ha ex-
tinguido en los corazones. ¿No ofrecisteis en aquella ocasión el espectáculo más espanto-
so que se pueda describir? ¿Puede uno imaginar sin estremecerse a los depositarios del
orden, de la paz y de la justicia asolando la provincia como enloquecidos, con una antor-
cha en una mano y el puñal en la otra, quemando, matando, violando y masacrando cuan-
to se les ponía por delante, como una partida de tigres enfurecidos escapados de la selva?
¿Es propio de unos magistrados conducirse de esa manera? Se recuerdan asimismo varias
circunstancias en las que os negasteis obstinadamente a socorrer al rey en sus necesida-
des, y en diversas ocasiones estuvisteis más dispuestos a sublevar a la provincia que a
permitir que se os incluyera en la nómina de contribuyentes. ¿Creéis que está olvidada
aquella desdichada época en que, sin que os amenazara peligro alguno, fuisteis, a la cabe-
za de los habitantes de vuestra ciudad, a entregar sus llaves al condestable de Borbón, que
había traicionado a su rey, y aquella otra, cuando temblando nada más que por la proxi-
midad de Carlos V, os apresurasteis a rendirle homenaje y a hacerle entrar dentro de
vuestros muros? ¿No es bien sabido que fue en el seno del Parlamento de Aix donde se
sembraron las primeras semillas de la Liga, y que en todos los tiempos no fuisteis más que unos facciosos, unos rebeldes, unos asesinos o unos traidores? Vosotros lo sabéis
mejor que nadie, señores magistrados provenzales: cuando se desea perder a alguien se
averigua todo cuanto haya podido hacer anteriormente; se sacan a relucir sus antiguas
faltas para agravar la suma de las nuevas. No os extrañéis, pues, de que se comporten con
vos como vos hicisteis con los desgraciados que inmolasteis en aras de vuestra pedante-
ría. Aprended, mi querido presidente, que ultrajar a un ciudadano honrado y pacífico no
le está más permitido a una corporación que a un particular, y si ese gremio persiste en
una insensatez semejante, que no se sorprenda cuando vea alzarse contra él todas las vo-
ces, apelando a los derechos del débil y de la virtud en contra del despotismo y de la ini-
quidad.
El presidente, sin poder soportar estas acusaciones ni tampoco responder a ellas, se le-
vantó de la mesa como un poseso, jurando que iba a abandonar la casa. Tras el espectácu-
lo de un picapleitos enamorado no existe nada tan irrisorio como el de un picapleitos
encolerizado; los músculos de su rostro, naturalmente moldeados por la hipocresía,
forzados a pasar de súbito a las contorsiones de la ira, sólo lo van consiguiendo mediante
violentas gradaciones cuya evolución es sumamente cómica de ver. Cuando ya se habían
divertido bastante con su arrebato de despecho, como aún no se había llegado a la escena
que debía, o al menos eso esperaban, librarles de él para siempre, se esforzaron en
tranquilizarle, acudieron junto a él y le apaciguaron. Olvidando con notable facilidad por
la noche todas las pequeñas vejaciones de la mañana, Fontanis recobró su talante habitual
y todo se olvidó.
La señorita de Téroze iba mejorando, y aunque algo abatida exteriormente, bajaba, no
obstante, para las comidas e incluso salía a pasear un poco con todos los demás. El pre-
sidente, ya con menos prisas, pues Lucila le tenía totalmente ocupado, comprendió que
bien pronto no iba a poder ocuparse más que de su mujer. Por consiguiente, decidió pre-
cipitar la otra intriga. Había llegado el momento crítico; la señorita de Totteville no opo-
nía ya el menor reparo, y no se trataba más que de encontrar un lugar seguro para el en-
cuentro. El presidente propuso su dormitorio de soltero. Lucila, que no dormía en la habi-
tación de sus padres, aceptó encantada ese sitio para la noche siguiente y en seguida se lo
comunicó al marqués; le señalan su papel y el resto de la jornada transcurre tranquila-
mente. Hacia las once, Lucila, que debía acudir antes que él al lecho del presidente, con
ayuda de una llave que éste le había confiado, pretextó un dolor de cabeza y salió. Un
cuarto de hora después, el impaciente Fontanis va a retirarse, pero la marquesa decide que
aquella noche, para honrarle, quiere acompañarle hasta su aposento. Todos los presentes
comprenden la broma, la señorita de Téroze es la primera en regocijarse, y haciendo caso
omiso del presidente, que está con el alma en vilo y que habría deseado sustraerse a aque-
lla ridícula atención, o al menos prevenir a la que pensaba que iba a ser sorprendida, co-
gen unos candelabros, los hombres pasan delante, las damas rodean a Fontanis y en este
divertido cortejo llegan a la puerta de su habitación... Nuestro infortunado galán apenas
podía respirar.
Yo no respondo de nada-decía balbuceando-. Pensad en la imprudencia que cometéis.
¿Quién os asegura que el objeto de mis amores no esté tal vez esperándome en este preci-
so instante en mi cama? Y si así fuera, ¿os dais cuenta de todo lo que puede resultar de la
inconsecuencia de vuestro proceder?
-A todo evento-contesta la marquesa abriendo la puerta de golpe-. Vamos, belleza, que
por lo visto estáis esperando al presidente en su cama; dejaos ver y no tengáis miedo.
Pero cuál no sería la sorpresa general cuando las luces colocadas enfrente del lecho des-
cubren a un asno monstruoso blandamente recostado sobre las sábanas y que, por una divertida fatalidad, satisfechísimo sin duda del papel que le hacían representar, se había
dormido apaciblemente sobre el lecho del magistrado y roncaba con voluptuosidad.
-¡Ah, pardiez! -exclamó d'Olincourt, reprimiendo la risa-. Presidente, contempla un ins-
tante la dichosa sangre fría de este animal. ¿No se podría decir que es uno de tus colegas
de la audiencia?
El presidente, sin embargo, muy contento por salir bien librado con esta broma, se figu-
raba que así se correría un velo sobre todo lo demás, y que Lucila, al darse cuenta, habría
tenido la prudencia de no dejar que se sospechara su intriga en lo más mínimo; el presi-
dente, repito, se empezó a reír con el resto. Sacaron como mejor pudieron al jumento,
muy afligido por haber sido interrumpido en su sueño; pusieron sábanas blancas y Fonta-
nis reemplazó muy dignamente al más soberbio asno que se había encontrado en la co-
marca.
-Verdaderamente es igual-comentó la marquesa cuando le vio acostado-. Nunca pensé
que existiera un parecido tan asombroso entre un asno y un presidente del Parlamento de
Aix.
-Qué equivocación la vuestra, señora-replico el marqués-. ¿No sabéis que ese tribunal
ha elegido siempre sus miembros de entre estos doctores? Apostaría a que el que habéis
visto salir de aquí fue su primer presidente. La primera preocupación de Fontanis a la
mañana siguiente fue preguntarle a Lucila cómo se las había arreglado para salir del
aprieto: ella, bien asesorada, le contestó que al darse cuenta de la broma se había retirado
en seguida, pero con la inquietud, no obstante, de haber sido traicionada, cosa que le
había hecho pasar una noche espantosa, deseando ardientemente que llegara el momento
en que pudiese aclararlo todo. El presidente la tranquilizó y obtuvo la revancha para el
día siguiente; la pudibunda Lucila se hizo un poco de rogar, Fontanis se puso aún más
ardoroso y todo quedó fijado conforme a sus deseos. Pero si la primera cita había sido
estropeada por una cómica escena, ¡qué fatal acontecimiento iba a dar al traste con la
segunda! Los detalles se arreglan como dos días antes; Lucila se retira la primera, el pre-
sidente la sigue poco después, sin que nadie se interponga; la encuentra en el lugar con-
venido, y estrechándola entre sus brazos se disponía ya a darle pruebas inequívocas de su
pasión... De pronto las puertas se abren: son el señor y la señora de Totteville, la marque-
sa, la señorita de Téroze en persona.
-¡Monstruo! -exclama esta última, arrojándose enfurecida sobre su marido-. ¿Así es
como te ríes de mi candor y de mi ternura?
-Hija atroz-le dice el señor de Totteville a Lucila, que se ha arrojado a los pies de su
padre-. Es así como abusas de la honesta libertad que te concedíamos...
Por su parte, la marquesa y la señora de Totteville lanzan miradas enfurecidas a los dos
culpables, y la señora de d'Olincourt pasa de este primer gesto a recoger a su hermana,
que se desmaya en sus brazos. Difícilmente se podría describir el semblante de Fontanis
en medio de esta escena: la sorpresa, la vergüenza, el terror, la inquietud, todos estos dis-
pares sentimientos le agitan a la vez y le inmovilizan como a una estatua; entretanto llega
el marqués, se informa y se entera con indignación de cuanto sucede.
-Señor -le dice con severidad el padre de Lucila-, nunca me habría esperado que en
vuestra casa una joven honesta pudiera temer afrentas de esta índole; no os extrañe que
no esté dispuesto a tolerarlo y que mi mujer, mi hija y yo partamos al instante para pedir
justicia a aquellos de quienes debemos esperarla. En verdad, señor -dice entonces el marqués con sequedad al presidente-, convendréis
en que estas son escenas que poco podía esperarme. ¿No fue para deshonrar a mi cuñada
y a mi casa por lo que quisisteis uniros a nosotros?
Después, dirigiéndose a Totteville:
-Nada más justo, señor, que la reparación que exigís, pero me atrevo a rogaros encare-
cidamente que procuréis evitar el escándalo. No es por este bellaco por quien os lo pido,
no es digno más que de desprecio y de escarmiento, es por mí, señor, por mi familia, por
mi desdichado suegro, que, después de depositar toda su confianza en este pantalón, va a
morir del pesar de haberse equivocado.
Me gustaría complaceros, señor -responde con altivez el señor de Totteville, llevando a
su mujer y a su hija-, pero me permitiréis que ponga mi honor por encima de todas esas
consideraciones. No os veréis comprometido, caballero, en la querella que voy a presen-
tar; sólo este malnacido lo estará... Me permitiréis que no escuche nada más y que acuda
al instante allí donde la venganza me reclama.
Con estas palabras, los tres personajes se van, sin que ningún esfuerzo humano pueda
detenerlos, y vuelan, según dicen, a París, a presentar un recurso contra las humillaciones
que ha querido infligirles el presidente Fontanis... Mientras tanto, en el desdichado casti-
llo no reina ya más que la inquietud y la desesperación; la señorita de Téroze, apenas
restablecida, vuelve a caer enferma en el lecho con una fiebre que se asegura que es peli-
grosa; el señor y la señora d'Olincourt prorrumpen en amenazas contra el presidente, que,
no disponiendo contra los rigores que le amenazan de más asilo que aquella mansión, no
se atreve a revolverse contra las reprimendas que con tanta justicia le dirigen. Y ya dura-
ba tres días este estado de cosas, cuando ciertos informes secretos comunican al marqués
al fin que el asunto empieza a ser de lo más serio, que se está viendo por lo criminal y
que están a punto de condenar a Fontanis.
-¿Pero cómo? ¿Sin escucharme? -pregunta el asustado presidente.
-Es la regla -le contesta d'Olincourt-. ¿Acaso se conceden medios de defensa a quien la
ley condena? ¿Uno de vuestros hábitos más respetables no es el de deshonrarle antes de
escucharle? Contra vos no emplean más que las armas de que os habéis servido contra los
demás. Después de ejercer la justicia durante treinta años, ¿no es razonable que, al menos
una vez en vuestra vida, seáis vos su víctima?
-¿Pero por un asunto de mujeres...?
-¿Cómo que por un asunto de mujeres? ¿Acaso no sabéis que ésos son los más peligro-
sos? El desdichado incidente, cuyos recuerdos os han costado quinientos latigazos, ¿qué
otra cosa era sino un asunto de mujerzuelas? ¿No creisteis en cierta ocasión que por un
asunto de mujerzuelas os estaba permitido deshonrar a un gentilhombre? El talión, presi-
dente, la ley del talión; esa es vuestra brújula. Acatadla con entereza.
-¡Cielos! -exclama Fontanis-. En el nombre de Dios, ¡no me abandonéis, hermano mío!
-Estad seguro de que os ayudaremos -le contesta d' Olincourt-, a pesar de la injuria que
nos habéis nfligido y de las quejas que tenemos contra vos, pero el único medio es rigu-
roso.., vos lo conocéis.
-¿Cuál es?
La magnanimidad del rey o una orden de detención; es lo único que se me ocurre.
-¡Qué funestos extremos!
Convengo en ello, pero, ¿sabéis de otros? ¿Preferís salir de Francia y desaparecer para
siempre o que unos anos de cárcel arreglen tal vez todo esto? Además, este proce-
dimiento que tanto os subleva, ¿no lo habéis empleado vos y los vuestros? ¿No fue con
vuestras bárbaras recomendaciones como acabasteis de hundir a aquel gentilhombre al
que los espíritus tan cumplidamente han vengado? ¿No llegasteis a poner a aquel desven-
turado militar, a base de prevaricaciones tan peligrosas como castigables, entre la prisión
o la infamia? ¿No cesasteis en vuestra despreciable persecución a condición de que fuera
aniquilado por la del rey? No hay, pues, nada sorprendente querido amigo, en lo que yo
os propongo; no sólo conocéis ya esa solución, sino que en este momento os debería pa-
recer deseable.
-¡Oh, recuerdos atroces! -exclama el presidente, derramando lágrimas-. ¡Quién iba a
decirme que la venganza del cielo estallaría sobre mi cabeza en el momento casi en que
se consumaban mis crímenes! Me devuelven cuanto he hecho; sufrámoslo, sufrámoslo y
callemos.
Pero como cualquier gestión corría prisa, la marquesa aconsejó decididamente a su ma-
rido que fuera a Fontainebleau, en donde se hallaba entonces la Corte. En lo que respecta
a la señorita de Téroze, ella no entraba en modo alguno en esta recomendación; el rencor,
por fuera, y el conde de Elbene, por dentro, la seguían reteniendo en su alcoba, cuya
puerta estaba invariablemente cerrada para el presidente. Éste se había llegado hasta allí
varias veces y había tratado de que se le abriera como pago a sus remordimientos y a sus
lágrimas, pero siempre infructuosamente.
El marqués, pues, partió. El trayecto era corto y regresó dos días después, escoltado por
dos oficiales de justicia y provisto de una orden cuya simple visión hizo estremecer al
presidente en todos sus miembros.
-No podíais haber llegado más a propósito- dijo la marquesa, que fingía haber recibido
ciertos informes de París mientras su marido estaba en la Corte-. El proceso se sigue por
lo extraordinario, y mis amigos me escriben que hay que hacer que el presidente se esca-
pe, cuanto antes mejor. Mi padre ha sido informado; está sumido en la desesperación; nos
recomienda que atendamos cumplidamente a su amigo y que le transmitamos el pesar que
le ha producido todo esto... Su salud no le permite ayudarle más que con deseos, que más
sinceros serían si él hubiera sido más cuerdo... Esta es la carta.
El marqués la leyó con rapidez, y después de exhortar a Fontanis, a quien le costaba un
tremendo esfuerzo decidirse por la prisión, le encomendó a sus dos guardias, que no eran
sino dos sargentos de caballería de su regimiento, y le instó a que se consolara, con tanto
más motivo puesto que no iba a perderle de vista.
-He obtenido con muchísimo esfuerzo -le dijo una fortaleza situada a cinco o seis le-
guas de aquí; allí estaréis a las órdenes de un viejo amigo mío que os tratará como sí fue-
rais yo mismo; le envío con vuestros guardias un mensaje para recomendaros aún con
mayor interés; así, pues, estad tranquilo.
El presidente lloró como un niño; nada es tan amargo como los remordimientos del
crimen, que ve cómo se vuelven en su contra todas las calamidades que él mismo ha des-
encadenado... Pero no por eso era menos necesario ponerse en marcha. Suplicó encareci-
damente que le permitieran abrazar a su esposa.
-Vuestra esposa -le contestó la marquesa secamente-por fortuna aún no lo es, y en me-
dio de todas nuestras calamidades ese es el único consuelo que nos queda. Sea -respondió el presidente-, me armaré de valor para soportar este nuevo golpe -y
subió al coche de los oficiales.
El castillo al que conducían al desdichado era el de una posesión de la dote de la señora
de d'Olincourt, y todo estaba preparado para recibirle. Un capitán del regimiento de Olin-
court, hombre severo y huraño, estaba encargado de representar el papel de gobernador.
Recibió a Fontanis, despidió a los guardias, y al tiempo que enviaba a su prisionero a una
pésima habitación, le dijo sin ambages que tenía respecto a él órdenes ulteriores de una
severidad que le era imposible eludir. Abandonaron en esta cruel situación al presidente
durante cerca de un mes. Nadie le visitaba, no le servían más que sopa, pan y agua; se
acostaba sobre un montón de paja, en una habitación de una humedad espantosa, y no
entraban en ella más que como en la Bastilla, es decir, como en un parque de fieras, única
y exclusivamente para llevarle la comida. Durante esta funesta reclusión el desventurado
leguleyo se entregó a crueles reflexiones, que nadie estorbó lo más mínimo. Al fin, el
falso gobernador apareció y tras consolarle a medias le habló de la siguiente manera:
-No os puede caber la menor duda, señor -le dijo-, de que el primero de vuestros errores
fue querer uniros a una familia tan por encima de vos en todos los aspectos. El barón de
Téroze y el conde d'Olincourt son gentes de la más rancia nobleza, considerados en toda
Francia, y vos no sois más que un miserable picapleitos provenzal, tan sin nombre como
sin crédito, sin patrimonio como sin reputación; simplemente con que os hubierais mira-
do un instante vos mismo habríais tenido que confesar al barón de Téroze que se engaña-
ba acerca de vos y que no erais en modo alguno digno de su hija. ¿Cómo pudisteis, ade-
más, creer ni por un momento que esa joven, hermosa como el amor, pudiera ser la espo-
sa de un mono viejo y feo como vos? Uno se puede ofuscar, pero no hasta ese extremo.
Las reflexiones que, sin duda, habréis hecho durante vuestra estancia aquí deben haberos
convencido de que desde que estáis en casa del marqués d'Olincourt, hace cuatro meses,
no habéis servido más que de juguete y de objeto de mofa. Gentes de vuestra condición y
de vuestro carácter, de vuestra profesión y vuestra estupidez, de vuestra maldad y de
vuestra bellaquería, no deben esperar más que un trato de esa índole. Con mil ardides,
más divertidos los unos que los otros, os han impedido gozar de aquella a la que preten-
díais; han hecho que os den quinientos correazos en un castillo poblado de fantasmas, os
han mostrado a vuestra esposa en brazos de aquel a quien ella adora, cosa que neciamente
tomasteis por un fenómeno; os han puesto frente a frente con una ramera contratada que
se ha burlado de vos, y para acabar, os han encerrado en este castillo donde sólo del mar-
qués d'Olincourt, mi coronel, depende teneros en él hasta el fin de vuestros días, cosa que
se cumplirá, sin lugar a dudas, si os negáis a firmar este documento que tengo aquí. Con-
siderad, antes de leerlo, señor -prosiguió el supuesto gobernador-, que en el mundo pasáis
por un hombre que iba a casarse con la señorita de Téroze, pero en modo alguno por su
marido; vuestro himeneo se efectuó lo más en secreto posible; los escasos testigos han
accedido a retirar sus firmas; el cura ha devuelto el acto, aquí está; el notario ha enviado
el contrato, podéis verlo delante de vuestros ojos; además, nunca os habéis acostado con
vuestra esposa. Vuestro matrimonio es, por tanto, nulo; ha sido disuelto tácitamente y por
propia voluntad de todas las partes, cosa que da a la ruptura tanta fuerza como si fuera
obra de las leyes civiles y religiosas; aquí tenéis también las renuncias del barón de Téro-
ze y de su hija, ya no falta más que la vuestra; aquí está, señor, elegid entre firmar este
papel por las buenas o la seguridad de acabar aquí vuestros días... Responded, no tengo
nada más que decir.
El presidente, tras reflexionar un poco, cogió el papel y leyó estas palabras: «Declaro a cuantos lean esto que yo no he sido jamás esposo de la señorita de Téroze;
le restituyo por escrito todos los derechos que en una ocasión se pensó darme sobre ella,
y aseguro que no los reclamaré en toda mi vida. Además, no tengo más que palabras de
agradecimiento por el comportamiento que tanto ella como su familia han observado
conmigo a lo largo del verano que he pasado en su casa. De común acuerdo, por propia
voluntad de uno y otro, renunciamos mutuamente a los proyectos de unión que se habían
forjado respecto a nosotros y nos devolvemos recíprocamente la libertad de disponer de
nuestras personas, como si la intención de unirnos no hubiera existido jamás. Y es con
plena libertad de cuerpo y espíritu como firmo esto en el castillo de Valnord, propiedad
de la señora marquesa d'Olincourt.»
-Me habéis dicho, señor -preguntó el presidente tras la lectura de estas líneas-, lo que
me esperaba si no lo firmaba, pero no habéis dicho ni una palabra de lo que me ocurriría
si accediese a todo esto.
-La recompensa, señor, será vuestra libertad inmediatamente -le contestó el falso go-
bernador-, el ruego de que aceptéis esta joya de doscientos luises de parte de la señora
marquesa d'Olincourt y la seguridad de encontrar a la puerta del castillo a vuestro criado
y dos caballos que os esperan para llevaros de nuevo a Aix.
-Firmo y me voy, caballero; demasiadas ganas tengo de librarme de toda esta gente para
vacilar ni un solo instante.
-Eso esta muy bien, presidente respondió el capitán recogiendo el escrito firmado y en-
tregándole la alhaja-, pero tened cuidado con vuestra conducta. Si una vez fuera la manía
de vengaros se apoderase en alguna ocasión de vos, pensad bien antes de pasar a la ac-
ción que os las tenéis que ver con un adversario temible; que esta poderosa familia a la
que ofenderíais, a toda ella, con vuestro proceder, os haría pasar por loco, y que el hospi-
tal de esos desgraciados sería hasta el final vuestra última morada.
-No temáis nada, señor -replicó el presidente-, yo soy el más interesado en no volver a
tener nada que ver con tales personas, y os aseguro que sabré cómo evitarlas.
-Os lo aconsejo, presidente -contestó el capitán, abriéndole al fin su prisión-, y que esta
comarca no os vuelva a ver jamás.
-Tenéis mi palabra -respondió el picapleitos, montando en un caballo-. Con esta peque-
ña aventura estoy escarmentado de todos mis vicios; aunque viviera aún mil años no vol-
vería otra vez a buscar esposa en París. Alguna vez llegué a comprender el pesar de ser
cornudo después de la boda, pero jamás oí que fuera posible serlo antes... Con la misma
prudencia, con idéntica discreción en mis actuaciones, ya no me volveré a erigir en me-
diador entre unas rameras y gentes que valen mucho más que yo. Demasiado caro cuesta
tomar partido por esa clase de damiselas, y no deseo volver a tener nada que ver con per-
sonas que cuentan con espíritus prestos a vengarlas.
El presidente desapareció, y tras hacerse juicioso a sus expensas no se volvió a oír
hablar de él. Las rameras se querellaron, pero en Provenza no se las siguió ya protegiendo
y las costumbres ganaron con ello, pues las jovencitas, al verse privadas de este indecente
sostén, prefirieron el camino de la virtud a los peligros que podían acecharlas en la senda
del vicio, cuando los magistrados fuesen lo bastante cuerdos como para ver el terrible dis-
parate de mantenerlas en ella gracias a su protección.
Parece indudable que durante el arresto del presidente, el marqués d'Olincourt, después
de hacer que el barón de Téroze se retractara de sus demasiado favorables prejuicios so-
bre Fontanis, se ocupó de que todas las disposiciones que acabamos de ver fueran celo samente cumplidas. Su habilidad y su reputación obraron tan brillantes resultados, que
tres meses después la señorita de Téroze se desposó públicamente con el conde Elbene,
con el que vivió perfectamente dichosa.
-A veces siento cierto pesar por haber maltratado de esa manera a aquel hombre des-
preciable -decía un día el marqués a su encantadora cuñada-, pero cuando veo, por un
lado, la felicidad que resulta de mi comportamiento, y por otro, me convenzo de que no
he humillado más que a un truhán inútil a la sociedad, profundamente enemigo del Esta-
do, perturbador de la paz pública, verdugo de una familia honrada y respetable, difama-
dor notorio de un gentilhombre al que estimo y a quien tengo el honor de corresponder,
me consuelo repitiendo con el filósofo: «¡Oh, Providencia soberana! ¿Por que los recur-
sos de los hombres han de ser tan limitados que nunca se pueda alcanzar el bien sino a
costa de un poco de mal?»
Este cuento fue terminado el 16 de julio de 1787, a las diez de la noche.

Marqués de SadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora