EL PRECEPTOR FILÓSOFO
De todas las ciencias que se inculcan a un niño cuando se trabaja en su educación, los
misterios del cristianismo, aun siendo sin duda una de las materias más sublimes de esta
educación, no son, sin embargo, las que se introducen con mayor facilidad en su joven
espíritu. Persuadir, por ejemplo, a un muchacho de catorce o quince años de que Dios
padre y Dios hijo no son sino uno, que el hijo es consustancial a su padre y que el padre
lo es al hijo, etc., todo esto, por necesario que sea no obstante para la felicidad de la vida
es más difícil de hacer comprender que el álgebra y cuando se quiere tener éxito, uno se
ve obligado a emplear ciertas equivalencias físicas, ciertas explicaciones materiales que,
por desproporcionadas que sean, facilitan, sin embargo, a un muchacho la comprensión
de la misteriosa materia.
Nadie estaba tan plenamente convencido de este método como el padre Du Parquet,
preceptor del condesito de Nerceuil, que tenía unos quince años de edad y el rostro más
hermoso que fuera posible contemplar.
-Padre -decía día tras día el joven conde a su preceptor-, de verdad que la consustancia-
lidad está por encima de mis fuerzas, me es absolutamente imposible concebir que dos
personas puedan convertirse en una sola: aclaradme ese misterio, os lo suplico, o ponedlo
al menos a mi alcance.
El virtuoso eclesiástico, deseoso de tener éxito en su educación, contento de poder faci-
litar a su discípulo todo aquello que un día pudiera hacer de él un hombre de provecho,
ideó un procedimiento bastante satisfactorio para allanar las dificultades que hacían cavi-
lar al conde, y este procedimiento, tomado de la naturaleza necesariamente, tenía que
resultar bien. Hizo venir a su casa a una jovencita de trece a catorce años y tras asesorarla
convenientemente la unió a su joven discípulo.
-Y bien -le pregunta-, amigo mío, ¿entendéis ahora el misterio de la consubstanciali-
dad? ¿Comprendéis ya con menos dificultad que es posible que dos personas se convier-
tan en una sola?
-Oh, Dios mío, claro que sí, padre -responde el encantador energúmeno-; ahora lo en-
tiendo todo con una facilidad sorprendente. No me extraña que ese misterio constituya,
según se dice, toda la alegría de los seres celestiales, pues es agradabilísimo divertirse
haciendo de dos uno solo.
Algunos días más tarde el joven conde rogó a su preceptor que le diera otra lección,
pues pretendía que había aún algo en el misterio que no comprendía bien y que no podría
explicarse más que celebrándolo una vez más en la forma en que ya lo había hecho. El
complaciente clérigo, a quien esta escena divertía probablemente tanto como a su alum no, hace volver a la muchachita y la lección vuelve a empezar, pero esta vez el clérigo,
singularmente emocionado por el delicioso panorama que ofrecía a sus ojos el guapo mu-
chacho de Nerceuil consubstanciándose con su compañera, no pudo resistirse a intervenir
en la explicación de la parábola evangélica y las bellezas que con ese motivo recorren sus
manos acaban por inflamarle totalmente.
-Me parece que esto va demasiado de prisa -exclama Du Parquet, agarrando al condesi-
to por la cintura-, excesiva elasticidad en los movimientos, por lo que resulta que no
siendo tan íntima la conjunción no refleja adecuadamente la imagen del misterio que hay
que demostrar aquí... Si nos ponemos, exacto de esta forma -prosigue el pícaro, obse-
quiando a su joven discípulo con lo mismo que éste ofrece a la muchacha.
-¡Ah! Dios mío, ¡que me hacéis daño, padre! -exclama el muchacho-. Y además esta ce-
remonia me parece inútil. ¿Qué otra cosa me enseña sobre el misterio?
-¡Oh, diablos! -contesta el eclesiástico, balbuceando de placer-. ¿Pero no ves, amigo
mío, que te lo enseño todo de una vez? Esto es la Trinidad, hijo mío... Hoy te estoy expli-
cando la Trinidad, cinco o seis lecciones más y serás doctor de la Sorbona.