Capítulo 26: El silencio de la tumba

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Nunca antes había escuchado un silencio tan ensordecedor ni asqueroso como ese

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Nunca antes había escuchado un silencio tan ensordecedor ni asqueroso como ese. Y sin embargo ahí estaba, exponiéndose a el, dejando que lo despojara de una buena parte de su ser.

Su mirada solo estaba concentrada en el ataúd bajo gruesas capas de tierra, con los restos carbonizados de lo que alguna vez fue su hermana. Por eso Husk tenía las retinas enrojecidas y los párpados hinchados, como si estuviera siendo víctima de una alergia o algo parecido. Con una mano acomodó el ramillete de orquídeas frescas junto al perfecto nombre tallado en piedra, y toda esa mala hierba para que no se viera tan solitario. Con la otra mano destapó el olor del alcohol barato, comenzando el brindis de su desgracia a grandes y aglutinantes tragos.

Cuando unos oficiales de aspecto casi nada intimidante y sus lustrosos silbatos colgándoles del cuello lo llegaron a buscar al bar, primero pensó en largas semanas que pasaría tras las rejas después de golpear al viejo como duro castigo. Al escuchar la estúpida, pero por sobre todo asquerosa y repulsiva frase: "está muerta", se rio confundido, se aflojó el cuello de la camisa para poder respirar mejor, y luego volvió a reírse; preso de la histeria.

¿Anika? ¿En medio de un repentino incendio a mitad de la noche? ¡¿Qué rayos hacía ahí?! Según sus explicaciones y lo que pensaban, era que la chica solo había estado en el lugar menos afortunado, a la hora menos afortunada: una tienda de muñecas que conocía muy bien. Y cuyas paredes se habían convertido en el destructible y nada confiable contenedor de un pequeño infierno devorador de cuantos objetos y seres vivientes se le cruzaran.

— Váyanse al carajo, no los quiero aquí. Lo único que saben decir son mentiras. ¿Qué esperan para salir? ¡Largo, largo! —comenzó a gritarles mientras los empujaba fuera del bar.

Pero sabía que no eran mentiras, solo su terquedad negándose a aceptar los hechos. Como siempre la terquedad.

Estaba tan enojado. Enojado y lleno de desolación.

—Seguro que soy el peor de los hermanos que jamás ha existido. ¿Verdad, Anika? —sonrió de forma triste, por no poder haberla ayudado cuando más lo necesitó—No sé dónde estés ahora, pero estoy seguro de que pensarías lo mismo que yo.

Volvió a darle otro trago profundo a la botella, manchándose la barbilla sin afeitar y la ropa que de por sí ya era todo un tremendo caos. En realidad, todo él era un caos, y de los peores.

Giró la cabeza, sorprendido cuando sintió un nuevo peso saltarle en el hombro, y una lengua áspera humedecerle su mejilla.

—¿Vienes a consolarme, Salem...? —le dijo al gato tocando la punta de su húmeda y rosada nariz—. Hace semanas que no te veo, ya hasta estaba comenzando a pensar que tú también te habías marchado.

Salem maulló, como si estuviera renegando las últimas palabras del único dueño del bar Le Chat Noir, y se pegó a un más a su cuello, compartiéndole de su calor vital. A Husk de verdad le sorprendía la forma en que ese gato podía llegar a comprender los sentimientos y las palabras humanas, y no se arrepentía de haberlo ayudado hace cinco años atrás, cuando lo encontró sufriendo de hambre en las calles en medio de basura y desperdicios, con una que otra herida—posiblemente por peleas con otros gatos callejeros, o personas ingratas—. Llegó a imaginarse por todo lo que pudo haber pasado, pero pese a ello, el animal no se mostró hostil ni agresivo cuando se le acercó para llevárselo envuelto en brazos. Y ahora, le estaba devolviendo el favor de una forma ridícula, a su parecer. Lo peor de todo es que estaba funcionando. Y lo agradecía.

—Gracias—susurró antes de darle un último vistazo a la tumba con orquídeas que bailaban de la mano con el viento, y hacer un movimiento para marcharse.

Al caminar notó que no era la única persona en todo el cementerio a su alrededor. Acababan de llegar. Había una pareja llorando, probablemente por algún hijo u otro familiar fallecido también; y trece o quince personas más reunidas en otro extremo. Una banda de jazz tocaba un saxofón y trombónes revolviéndose entre notas felices y tristes a la vez para despedir al alma de la persona fallecida.

Luego, como salida de la nada al igual que un milagroso espejismo, allá, algo alejada de la gente, estaba esa chica de atractivo cabello y mejillas encendidas bajo el sol en las que a veces se permitía admirar y perderse, imaginando la inexistente posibilidad en la que ella no tenía ningún vínculo que la atara a ese desesperante hombre de la radio. Y en donde volteaba a mirarlo con los mimos ojos que a él. Se sentía culpable cuando lo hacía, no porque creyera "amigo" al castaño, sino porque ella ya miraba a alguien más.

La vio abrir y cerrar la boca, articulando palabras al aire. Primero se veía feliz, después molesta. ¿Estaba hablando con alguien? Comenzó a agitar la mano, señal de un gesto de despedida. Seguro que el alcohol ya estaba haciendo de las suyas. Eso, o la mujer estaba loca de atar.

Entonces, se le ocurrió la más estúpida de las ideas más estúpidas, que en toda la vida se le habían ocurrido a través de su mente. Sí, podía hacerlo. No era tan difícil. Además ya vislumbraba la respuesta que le darían. Era algo que necesitaba oír, y así no la miraría nunca más. 

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⏰ Última actualización: Jul 22, 2021 ⏰

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