28| Perfecciones Odiosas

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Reese

Nada ni nadie es perfecto. Podemos confundir las cosas, idealizarlas, pero nunca nada llegará a ser perfecto.

Tampoco las familias. La mía menos. Y es algo que me tocaría hablar hoy en la cena, después del incidente de la carta que descubrí.

Sigo en casa de Jake, hemos decidido ver vídeos y fotografías que nos han pasado de la competición.

De vez en cuando miro a Jake, que sonríe y señala cosas de vez en cuando. Se le ve feliz, y orgulloso. Mi pecho se llena de orgullo, y mi estómago de mariposas.

—¿Has visto eso? —dice —Estuviste increíble.

La verdad es que no sé de qué me habla, me he quedado mucho tiempo admirando su rostro. Pero asiento y sonrío. Miro la televisión, y es entonces cuando su cara se gira a ver la mía. Me muerdo el labio inferior nerviosa, y conecto nuestros ojos.

—¿Qué pasa? —pregunto, haciendo una mueca.

Durante un instante, no dice nada. Se queda callado, mirando cada parte de mis facciones, con ojos admirados y una sonrisa risueña.

—Nada. Es que... —levanta su mano y coloca un mechón de mi cabello tras mi oreja —Tengo mucha suerte de haberte conocido, Reese.

Se me para el corazón, y se me corta la respiración. La sensación de sus dedos cerca de mis pómulos y de mis orejas ha formado un cosquilleo en mis manos que no creo que sea normal.

—Me gustas, Reese. Quiero repetirlo una y mil veces más.

Si hace unos meses me hubieras dicho que conocería a alguien así, no te habría creído, porque este tipo de personas solo existen en las películas románticas y en los libros. En la vida real, tengo claro que no.

—Algo está yendo mal —le aviso, él frunce el ceño y aparta su mano de mí.

Me odio por haberle hecho hacer eso.

—¿El qué?

—Pues... esto. No creo que esto sea normal. No puedes ser tan así.

—¿Tan cómo? —ríe.

—Ya sabes. Tan... así. Algo haces mal. Algo odias y yo debo odiarte por ello.

La situación parece hacerle gracia, se reacomoda en su sitio y se queda pensativo.

—Algo que me guste y tú odies... —susurra.

—Sí, o algún fallo. Seguro que te sacas los mocos. O comes como un cerdo.

Levanta una ceja y se carcajea, contagiándomelo.

—No. Nada de eso.

Bufo y pienso.

—Ya sé. Te huelen los pies. —insisto, él hace una mueca. —Un poco. A todos nos huelen mal un poco.

Muestra sus dientes por un lado, se me va a parar el corazón de verdad a este paso.

—Bueno, sí. Un poco.

—Lo sabía.

—¿Ya? ¿Me odias por ello? —bromea.

—Oh, sí. Me voy ahora mismo a mi casa.

Me levanto, bromeando, él me imita y se interpone entre la salida y yo. No puedo esconder mucho más mi sonrisa, tengo los labios tan apretados que parezco un conejo.

—¿Te vas?

—Sí.

—¿Sin despedirte?

—Exactamente —le doy un golpe en el pecho para que se aparte y él hace una reverencia, paso por su lado, y veo cómo comienza a ponerse una chaqueta.

Bailar bajo el marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora