capítulo 2

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Mi primer día en la secundaria Hawkins fue un martes, para entonces el curso
ya tenía más de un mes de haber dado inicio. Mamá no nos había obligado a ir
el día anterior porque todavía no tenían todos nuestros registros. Pero esa
mañana, ella metió la cabeza en mi habitación y me dijo que me levantara.
Todas mis cosas estaban todavía en cajas, y pensé que me haría desempacar,
pero solo sonrió y me dijo que era hora de ir a la escuela. Me dio la impresión
de que tal vez tener a Billy por ahí todo el tiempo comenzaba a volverla un
poco loca. O tal vez finalmente se había dado cuenta de que me había pasado
tres días jugando en la sala de arcade. Y habría pasado un cuarto día allí, pero
no podía faltar a la escuela para siempre y, como fuera, ya no tenía más
dinero para fichas.
Después del desayuno saqué mi mochila y mi patineta y salí detrás de Billy.
El Camaro olía como siempre, a laca para el cabello y cigarrillos. Billy se
deslizó en el asiento del conductor y encendió el motor. El automóvil rugió al
despertar con un gruñido irregular, y un instante después ya estábamos
arrasando el camino rural de dos carriles, rumbo a la ciudad, más allá de
bosques y campos y montones de ganado.
En el asiento del conductor, Billy mantenía la mirada al frente.
—Dios, este lugar apesta. Apuesto a que ya estás planeando tu próxima fuga
de la cárcel, ¿cierto?
Miré por la ventanilla del pasajero, con la barbilla apoyada en la mano.
—No.
Mamá estuvo a punto de sufrir una embolia cuando la policía me llevó a casa
desde la estación de autobuses de San Diego. Ella habló interminablemente
sobre cuánto los había asustado, y lo peligroso que era simplemente salir
corriendo a Dios sabría dónde, pero estaba completamente equivocada,
perdida; no había entendido nada. Yo no había salido corriendo a Dios sabría
dónde, estaba por ir a Los Ángeles para ver a papá. Claro que para mamá, sin
embargo, eso había significado más o menos lo mismo.
Desde que se habían separado, papá había estado viviendo en un pequeño y
asqueroso departamento en East Hollywood con alfombras apelmazadas y
ventanas tan sucias que hacían que todo pareciera como si estuviera bajo el
agua.
Él se quemaba con el sol incluso más fácilmente que yo: era un irlandés con el
cabello tan oscuro que parecía teñido, pero podías ver las venas a través de su piel. Sabía ciencias y matemáticas y todas las respuestas al crucigrama del
domingo, y podía abrir un candado Master Lock con solo un clip y la lengüeta
de una lata de Coca-Cola.
Mamá odiaba cuando pasaba la noche con él. Se preocupaba por todo: los
ladrones y los accidentes de tránsito y si tendría o no una hora para irme a
dormir. Incluso cuando se llevaban bien, él siempre la estaba fastidiando solo
por dejarme hacer las cosas que ella no me permitía. No era difícil hacer que
mamá enloqueciera presa del pánico, pero las cosas que le preocupaban con
respecto a él ni siquiera eran tan importantes. No era como que me llevara a
peleas de perros, él solo me enseñaba a usar su taladro para hacer un
cochecito con cajas de naranjas y ruedas de patines.
Después del divorcio, mamá se volvió todavía más nerviosa y papá, más
descuidado. Cuando regresaba a casa con una chamarra rota o un rasguño
nuevo en la rodilla, ella prácticamente se ponía histérica. Nunca le conté
sobre la lección en el estacionamiento en Jack in the Box ni que él me dejó
montar en el asiento del conductor de su viejo y destartalado Impala.
Cuando le contaba sobre los fines de semana en casa de papá, era fácil omitir
las partes que ella no aprobaba. Como que él siempre llegaba tarde para
encontrarse conmigo en la estación de autobuses, o que a veces se quedaba
dormido frente al televisor. Los fines de semana le gustaba conducir hasta el
hipódromo, y yo me sentaba en un taburete de plástico junto a él, comía
cacahuates y observaba los caballos.
Mudarse con él no habría sido lo peor del mundo. Los Ángeles era una ciudad
genial. Tenían clubes punk y el restaurante de salchichas Oki Dog y bandas de
patineta solo para chicas. Extrañaría a mis amigos, por supuesto, pero las
cosas se habían puesto raras con ellos ese verano que ya ni siquiera estaba
segura de que eso importara.
En realidad nunca había pensado en San Diego de una manera u otra hasta
que descubrí que nos iríamos. Neil y mamá nos sentaron en la sala y nos
dijeron que habían decidido que nos mudaríamos a Indiana, pero eso era una
mentira. Neil lo había decidido. Mamá solo asintió, sonrió y aceptó su jugada.
Billy fue el que perdió el control con la noticia. Puso su música a todo
volumen, golpeó todo lo que pudo alrededor de la casa y dejó de aparecerse a
la hora de la cena.
Yo solo decidí que no iría.
Sin embargo, mi fuga duró poco. La policía me llevó de regreso a casa,
empaqué todas mis cosas en diez cajas de cartón de la licorería y observé
cómo los de la mudanza las apilaban en la parte trasera de un camión
rentado. Ahora estábamos aquí, en Hawkins.
El pueblo era más pequeño de lo que había imaginado, pero también un poco
dulce. Podría estar bien. El centro de la ciudad era pequeño y se encontraba
en mal estado, pero al menos lo decoraban para Halloween. Y tenían una sala
de arcades . ¿Qué tan malo podría ser un lugar si contaba con un lugar así? A mi lado, Billy miraba hacia el camino como si este le ofendiera.
La secundaria Hawkins era un largo edificio de ladrillos al otro lado del
estacionamiento del bachillerato. Era sencillo y robusto, más parecido al de
una cárcel del condado que al de una escuela. Mamá había dicho a Billy que
me llevara y entrara conmigo para asegurarse de que tuvieran todo listo para
mi primer día, pero él pasó volando más allá de la puerta principal y entonces
aceleró de pronto hacia el estacionamiento del bachillerato.
—¡Hey! —lo miré y golpeé con la mano en el tablero—. Se suponía que debías
dejarme.
Billy giró la cabeza hacia un lado para mirarme.
—Pero no quiero, Max. No me pagan para ser tu niñera. Si no te gusta, quizá
mañana puedas caminar.
No respondí, solo tomé mi patineta y mi mochila. Cuando salí del auto, no
miré atrás.
Encontré fácilmente la oficina principal, en un pequeño pasillo a un lado de
las puertas principales.
La mujer detrás del mostrador vestía una brillante blusa pasada de moda.
Cuando le dije por qué estaba allí, me miró como si fuera una especie de
criatura extraña.
Finalmente, se volvió y llamó a otra señora que estaba hurgando en un
archivero.
—Doris, ¿tenemos un horario de clases para Mayfield?
La segunda mujer dejó sus carpetas y se acercó al mostrador.
—¿Para qué necesitas un horario a mitad de semestre? —dijo, como si la
hubiera confundido.
No respondí, solo suspiré y mis ojos se abrieron ampliamente como señal de
impaciencia. Era una mirada que mamá no podía soportar. Ella decía que ese
gesto solo me haría las cosas más difíciles, pero me daba cuenta de que la
hacía sentir avergonzada, como si tuviera que disculparse por mí. Yo no
estaba siendo amable .
Estaba casi segura de que las mujeres de la oficina me harían guardar mi
patineta. En California, la regla era que tenías que guardarla en tu casillero,
pero aquí nadie parecía tener una opinión al respecto. Tal vez ni siquiera
tenían una regla para patinetas. Tal vez nunca habían visto una.
Mi primera clase era Ciencias, y llegué al salón después de la campanada.A pesar de que todos ya estaban sentados, en el salón había muchos pupitres
vacíos, como si el grupo tuviera que haber sido más grande. Sabía que era
solo porque el aula era grande y Hawkins un pueblo pequeño, pero los
lugares vacíos hacían que pareciera como esa parte de una historia en la que
no todos han regresado tras enfrentarse con un monstruo.
El profesor me hizo pararme al frente del salón mientras él me presentaba. Es
tan molesto cómo cierto tipo de adultos te llaman siempre por tu nombre
completo, como si hubieras hecho algo indebido. Cuando lo corregí, creo que
algunas de las chicas rieron o cuchichearon, pero los chicos solo miraban
fijamente.
El resto de la mañana fue aún peor, como si la escuela intentara demostrarme
exactamente de cuántas maneras yo no pertenecía a ella. En Historia, todos
estaban trabajando en sus proyectos semestrales. El señor Rogan me hizo
llenar una hoja de trabajo fotocopiada mientras los demás juntaban sus
escritorios en equipos de tres y cuatro, y al final ni siquiera recordó pedirme
que se la entregara.
No había tenido que hacer amigos desde que era una niña pequeña.
Nunca había descubierto cómo hablar con otras chicas. En mi hogar siempre
criticaban que a mí no me importaran las uñas postizas y los permanentes, o
que cuando veía películas de monstruos, no lo hacía solo para chillar y gritar.
Todos los días durante el verano, se tumbaban junto a la piscina, se cubrían
los hombros unas a otras con aceite de bebé y hablaban sobre chicos. Yo no
estaba interesada en quemarme tratando de conseguir un hermoso
bronceado, y conocía chicos reales y casi por ninguno de ellos valía la pena
derretirse.
Mamá había entrado en un frenesí de ama de casa durante todo el fin de
semana anterior, desempacando, luego doblando y planchando. Finalmente
acabó con su ropa y la atrapé en mi habitación, revisando las cajas. Esa
mañana, ella sacó el suéter Esprit que me había comprado hacía un año en
Fashion Barn y lo puso sobre mi cama. Era de tonos pastel a rayas, con
grandes botones de plástico. Nunca lo había usado. Me quedé mirándolo,
tratando de averiguar exactamente lo que ella quería. Ya estaba vestida con
jeans y un suéter como el que usaba todos los días.
—¿Para qué es eso? —dije. Sabía que yo debería complacerla, pero no estaba
dispuesta a asistir a mi primer día en una nueva escuela vestida como alguien
más.
Ella sonrió débilmente.
—Es tu primer día. Pensé que te gustaría usar algo un poco especial.
—¿Por qué?
Su sonrisa se desvaneció y miró hacia otro lado, jugueteando con la manga
del suéter.—Oh, no lo sé. Es solo que parece un desperdicio, ¿sabes? Eres tan bonita,
pero nunca te arreglas ni intentas verte bien.
La idea de que tuviera que vestirme de manera particular para ir a clases en
Hawkins me parecía tan estúpida que estuve a punto de reír. No me sentía
muy bonita, y definitivamente no era agradable.
En el almuerzo comí carne seca y pretzels directo de la bolsa y me senté sola
en los agrietados escalones de concreto junto al gimnasio. Todavía no
habíamos desempacado las cosas de la cocina, y necesitábamos ir al
supermercado. Por primera vez desde que había dejado San Diego, me
permití realmente sentir el hueco en mi pecho. Tomó un minuto reconocerlo.
Soledad.
En mi hogar tenía a Ben Voss, Eddie Harris y Nate. Pasábamos los veranos y
las tardes después de la escuela patinando, o construyendo fuertes en el
arroyo seco detrás de mi casa. E incluso después de que se mudó a Los
Ángeles, tenía a papá. Él estaba lleno de ideas y sabía cómo hacerme sentir
acompañada incluso cuando no era verdad.
Él siempre se emocionaba con los juegos mentales: equipos de espionaje,
códigos secretos, escondites. Era la solución al enigma lo que le gustaba.
Cuando era pequeña, antes de que él se mudara a Los Ángeles, él solía
ocultar notas en medio de mis tareas. Me encontraba trabajando en un
informe de Historia u hojeando mi libro de Inglés, y entre las páginas
descubría un pequeño papel doblado con un mensaje en código, un
rompecabezas que había hecho usando círculos y triángulos, o palabras que
sonaban igual pero se escribían diferente.
Mientras yo pensaba que era genial, eso enloquecía a mamá. No parecía que
ella pudiera superar jamás lo mucho que la enojaba que él fuera tan
inteligente y tan bueno en todo, y que aun así tuviera que trabajar por las
noches en las oficinas de fianzas, o que a veces no trabajara en absoluto.
Sin embargo, papá no era una persona que pudiera tener un empleo regular
con horario fijo. Los trabajos que hacía eran en su mayoría ilícitos y, después
del divorcio, dejó de fingir que había sido de otra manera. Dormía hasta muy
tarde y pasaba las noches jugando billar o falsificando identificaciones. La
manera en que hacía dinero avergonzaba a mamá, pero tenía sentido para mí.
Yo entendía cómo era saber que debías seguir las reglas, pero aun así sentirte
tan atrapada que pensabas que ibas a explotar. Lo único posible era quedarse
quieta y esperar, y en cuanto sonara la chicharra, salir corriendo por la
puerta y zumbando calle abajo.
Junto a la cuadrícula marcada para jugar en el patio, un pequeño grupo de
chicas estaban paradas en círculo, rebotando perezosamente entre ellas una
pelota de goma. Eran el tipo de chicas en las que mamá probablemente
deseaba convertirme, con jumpers de pana y faldas a cuadros debajo de las
rodillas. Ni siquiera usaban el esmalte de uñas wet n wild ni se peinaban los
flequillos. Dos de ellas llevaban suéter, y en lo único que pude pensar fue en
lo aliviada que estaría mamá si supiera que había estado en lo cierto despuésde todo.
Por un segundo pensé en acercarme a ellas, pero ¿qué se suponía que iba a
decirles? Nunca había logrado averiguar qué era lo indicado decir para hacer
que una chica con una falda a cuadros fuera mi amiga. Qué torpe.
Pasé el resto del tiempo del almuerzo yendo de un lado a otro por el
pavimento en pendiente detrás de la escuela. Estaba traqueteando cuesta
abajo por tercera vez cuando tuve una sensación extraña e inquietante, como
si estuviera bajo reflectores en el centro de un escenario.
Había un grupo de chicos reunidos detrás de la cerca de alambre. Y me
miraban.
No estaba segura, pero creí reconocerlos de la primera clase. Estaban medio
ocultos detrás de la cerca y me di cuenta de que me estaban espiando, pero
no eran muy hábiles para esconderse. Uno de ellos susurró algo y todos se
inclinaron y se acercaron más entre sí, como si creyeran que con ello no
podría verlos allí parados.
Todo el día me había sentido fuera de balance, como si el tiempo se estuviera
moviendo con demasiada lentitud. Necesitaba probar algo, o tal vez
simplemente compensar el hecho de que, además de mis profesores y las
mujeres de la oficina, nadie había hablado conmigo durante el día.
Saqué la arrugada tarea de Historia y garabateé un mensaje en la parte
posterior, no un acertijo, no en código. En un lenguaje simple y llano, les
decía que se mantuvieran lejos de mí. Escribí rápido y sin esmero, pero ni
siquiera estaba segura de que quisiera transmitir el mensaje en serio. Si en
verdad hubiera querido que me dejaran en paz, tal vez no lo habría escrito.
Luego arrojé la nota al cesto de basura y entré al edificio, las puertas
gimieron al cerrarse a mis espaldas.

max la fugitiva  Autora: Brenna YovanoffDonde viven las historias. Descúbrelo ahora