TRES

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DEBE DE SER imposible precisar cuándo empieza el amor. Trazar una línea. Imposible. Al principio es una cosa vaga, un cosquilleo sin motivo, un deseo efervecente de ser bueno y hacer a todos felices en torno. También una extraña tristeza, a ratos; una tristeza también sin motivo. Un deseo alternado de llorar y reír, y de hablar en voz baja; de cantar- yo, con mi oído de y tarro- o de echar a correr hasta caer agotado. 

Acababan de iniciarse mis vacaciones de invierno en esos días, y sólo debía regresar a Santiago dentro de unas tres semanas. Mi padre estaba llegando tarde a casa. Don Roberto y el trabajo lo retenían hasta la noche. Durante horas, me hallaba sin nada que hacer, fuera de leer, caminar, mirar. Era dueño de mi tiempo.

A la mañana siguiente de conocer a Gracia, resolví ir a Castuera, a pie. Un curioso pudor me impulsó a mentir a papá. Iría al Trapiche, le dije. Almorzaría allí. Cogí dos panes, un trozo de queso de cabra, una manzana. 

-Vas a pasar hambre.

-No, no importa. Compro algo. 

-¿En el Trapiche?

Me ruboricé.

-A.., a la ida, por el camino....Ya veré.

-Allá tú- sonrió.

Y se dio vuelta. Me detuve un instante, queriendo explicarle que no, que iba a Castuera, más me limité a articular:

-Hasta luego. 

Y partimos, cada cual por su lado.

El aire, afuera, y el sol me animaron muy pronto. Recuerdo que, a pesar de la prisa que tenía por llegar a Castuera, me eché a andar a tranco lento por el trozo de camino que va junto al río. Las garzas. solemnes y blancas, volaban desde las piedras la frágil arquitectura de sus cuerpos. 

Empecé a subir, y el camino iba retorciéndose, metiéndose en el pinar, penetrando el silencio verginegro y húmedo del bosque. Arriba, al fin, terminaban los árboles. El cielo quedaba encerrado en dos brazos vegetales que se abrían a medida de mi avance, para entregarme más y más cielo a cada paso, y luego-cuando llegué a la cumbre- todo el cielo, y a mis pies el espectáculo radiante del mar: la caleta, las casas del balneario, la hostería.

Allá debía de estar Gracia. Me pregunté cuál sería su ventana, si se hallaría dentro o habría salido a caminar. Se divisaba una figura solitaria- un punto- moviéndose apenas juntos a las olas. ¿Sería ella?. 

Bajé. casi corriendo. 

Aunque no puedo decir que ya la amara, todo en mí gritaba su nombre. No. No la amaban aún. ¡He encontrado tanto que amar, después, en ella!. Tantos recuerdos que entonces no podía siquiera imaginar.....¿O sí? ¿O en la mirada blanda y profunda de Madame Henriot había yo entrevisto, adivinado, soñado, cada estrato de lo que el tiempo me iba a mostrar en Gracia, con una suerte de mágica arqueología?. ¿De lo que Gracia iba a significar para mí?.

Sin embargo, no la amaba. Amar es una integridad. Se está entero- él entero, ella entera- en el amor. Me entusiasma, claro, la idea de amarla. Me atraía con la doble atracción de una aventura y un misterio. Casi un peligro. Además, amar habría sido una salida para el encierro a que me condenaba mi timidez. Una especie de puente entre mi mundo privado y el mundo.

Pasé aquella mañana solo, en las rocas. Me entretuve en mirar una poza de camarones, luego un banco de erizos, luego en saltar de piedra en piedra esquivando el golpe de la ola. Después  emprendí el regreso hacia Castuera, por la playa de las algas. Tenía sed. Serían las doce, o más, y ya había consumido mis provisiones. 

Entré en el almacén. 

-Buenos días, don Ernesto-saludé

-Buenos días Gabriel. ¿De veraneo?

Gracia y el Forastero(Libro completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora