Veintitrés

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AHORA, LAS FECHAS se tornan confusas en mi memoria. Partí un jueves o un viernes a Santiago. Habría preferido hacerlo antes, pero me retuvo el hecho de haber pasado tan escasa partes de mis vacaciones con mi padre. Le di estos cuatro o cinco días, lo que se me antojaba una injusta limosna. Una befa. Esa impresión, cruel, agravada mi angustia. Deseaba ser generoso con él, y no sabía cómo. Lo fui, en parte, disminuyendo ante sus ojos la gravedad de nuestra situación. 

Aun así, al despedirme, lo noté preocupado.

-Cuídate, Gabriel, y sé prudente-me pidió.

-Sí, papá. 

-Si me necesitas para algo.....

-Sí.

De nuevo era él el generoso. La generosidad, se diría, es un río que corre hacia abajo, de padres a hijos, y parece que éstos nunca pueden remontarlo, ni invertir su curso, por mucho que se empeñen.

Sí, era viernes. Salí en el tren de las ocho y cuarto, el mismo en que partiera Gracia. Amaneció nublado. El martes y el miércoles había vuelto a llover intensamente, y los caminos vecinales se veían todavía llenos de lodo y charcos, hundiéndose en la masa gris de la niebla a un tiro de piedra de la vía férrea. Las hileras de álamos que dividían el campo se esfumaban también poco a poco, a medida que se alejaban de la vista. 

El vagón estaba casi vacío. A mi lado, sin abrir, un libro se bamboleaba al compás de la marcha. 

Santiago resulta sombrío cuando se vuelve del campo.

Además, uno lo ha limpiado, en la memoria, de papeles amarillos y polvo, de gente desaseada, de malas caras. Todo eso, y aire encerrado, el horizonte circunscrito, la horrible Estación Alameda, deprimen a quien regresa. Puede traer esperanzas, como yo traía esperanzas, pero la llegada a Santiago no es buen escenario para sueños. Contrasta con ellos.

Bajo esta impresión, a mediodía de ese viernes, me puse a vagar a pie. Había dejado mi equipaje en custodia, para no presentarme todavía en casa de mi tío Ramón. Se me hacía cuesta arriba conversar con él, con la tía Marta, con mis primas. 

Ellos, claro, no sabían nada. No sabían nada de nada, en verdad. Eran gente que iba rigurosamente al cine, jugaba sus juegos de naipes con amistades muy de su tipo, desarrollaban las actividades necesarias para mantener las ideas a saludable distancias de sus cabezas. El tío Ramón asistía a su Centro, donde practicaba la amistad industrializada, esa que funciona con alcohol como combustible-con poco alcohol-y que se alimenta de comentarios breves y chistes, que jamás va más hondo que una discusión política o un comentario de negocios, porque ahondar es peligroso. El tío Ramón "no creía". Según mi padre, le falta imaginación para eso: el caso de Max. 

La tía Marta no. Como era mujer, creía. Ella y las niñas se dedicaban, incluso, a unas caridades también industriales por ahí, y los domingos iban a la última misa posible. Detestaban las "exageraciones". Mis primas me habían enseñado a bailar, que es lo más interesante que saqué en limpio de ellas. 

No sé por qué hablo en pretérito: era, iban, hacían. Ninguno de ellos ha muerto. Tal vez sea yo el que, en cierto modo, no existe. Porque no podría ya bailar con Ester o con Marta, ni acompañar al fútbol al tío Ramón. 

.....Vagué, solo, por calles que nunca había recorrido. Pasé por la iglesia de San Francisco, mas eran las tres de la tarde, y esta cerrada. Antes de eso, almorcé en un boliche maloliente, barato. Me metí en un cine. Daban una película inglesa, con almirantes y flema y esa rebuscada sobriedad británica.

Todo eso me irritaba. Sentía una impaciencia extraña, un descontento, una desazón. Cada hora que faltaba para el domingo era una hora absurda. 

Salí del teatro. Caminé un rato a la deriva. Recuerdo que entré en una sala de exposiciones, donde había unos dibujos muy modernos y un señor colorín, con barba, solitario. Me miraba. Por eso, y porque deseaba hacer tiempo, me detuve en cada obra largamente. Pensaba en otras cosas, sin ninguna relación con los cuadros que tenía delante y que apenas vi. Pensaba, por supuesto, en Gracia, y pensaba con amargura en los días de espera que se nos interponían. 

Noté, de reojo, que el pintor hacía ademán de acercárseme, y salí precipitadamente.

A la hora del nocturno fui a la estación a buscar mi equipaje, y luego me encaminé a casa del tío Ramón. 

Me recibieron tal cual había imaginado: con preguntas que no me interesaban ni a ellos tampoco, pero para las que aguardaban respuesta con inflexible rigor. Sobre lo que había hecho. Sobre mi padre. Sobre la salud de mi padre. Sobre una situación. Lo miraban, un poco, como a una oveja descarriada, y al decir "su situación" era evidente que daban a entender "su mala situación". Decían que era tan aficionado a leer, en el tono en que se dice de otras personas que son aficionadas a beber, o a las carreras de caballos.

Yo no me hallaba en ánimo de discutirles, sin embargo, y me limité a contestar con el mínimo de palabras.

El sábado fue infernal. Mis primas habían invitado a bailar a un grupo de amistades, y no encontré ningún pretexto para zafarme, primero de los preparativos, y luego de la velada misma. Era en parte dueño de casa, lo que me ponía en obligación de atender a los de fuera. Esto me impidió buscar un rincón para estar tranquilo.

Nos acostamos después de las dos de la mañana. Nadie entendió que necesitara despertador para levantarme el domingo a las siete. Cuando expliqué, mintiendo, que deseaba comulgar, la tía Marta comentó con vago reproche: 

-¡Qué niño tan exagerado! ¿Por qué no lo dejas para otro día?



Gracia y el Forastero(Libro completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora