Dieceséis

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COMULGAMOS EN LA Iglesia de Castuera. Fue una misa apacible, eglógica: casi solos Gracia y yo, con el sol de la mañana entrando, tenue, por los ventanales. Hasta las beatas del pueblo -había tres o cuatro- poseían cierta belleza plástica, de cuadro goyesco, y el latín cobraba un eco especial y solemne. Sereno, un perro echado en el pasillo semejaba una imágen en Belén. El sacerdote, alto, delgado, pálido, era una talla de estatuaria gótica.

-Domine, non sum dignus....

¿Y si no fuéramos dignos? La duda estalló en mi cerebro como un fuztazo. Y fue miedo y fue un hervir extraño en la sangre. Después recordé. Recordé que nos amábamos, y que habíamos tratado de hacerlo mejor -¿mejor?-: de hacerlo de otra manera, de la manera prescrita, y que ahora estábamos esperando que en nosotros operara la mano de Dios.

-..sed tantum dic verbum...

Dios. La mano de Dios. La palabra de Dios. Habla tanto de Dios la gente, aun hoy día, cuando se cree tan poco en su presencia o existencia. Dios. Yo no sé: esa vez sentí que recibía a Dios en la hostia, y que era más puro y más fuerte, y que Dios nos apoyaría. Tenía fe. Sí, tenía fe. Ignoro de donde salía esa fe, ignoro lo que era. Era un sentimiento vago, una especie de brisa muy fresca que soplaba dentro de mí. Era algo que pertenecía a la época de mi felicidad, y que en ese momento me resulta ajeno.

Fe. Dios. No son palabras que entienda ya. Son palabras que se fueron, o son sólo palabras, sones vacíos, letras incoherentemente amontonadas.


A la salida de misa nos besamos de nuevo. Alguien se rió de nosotros. Aun eso fue bello.

Nos despedimos en la puerta de a hostería.

-Mejor no me esperes- dijo Gracia.

-¿Por qué?

-No estaría tranquila... Mi papá despertó muy odioso, y prefiero acompañarlo en la mañana, almorzar tarde con él y mantenerlo despierto lo más posible a la hora de la siesta. Así no deberemos preocuparnos después.

Se hizo un silencio. De pronto, ambos comprendimos que ese silencio significaba algo que ninguno había hablado. No supe cómo lo dije:

-Cuando bajemos del Alto, iremos a la casa de Gutié.

Gracia se ruborizó, apenas.

-Sí-murmuró.

Nos besamos.

-Hasta la tarde.

-A las seis.

-En cuanto pueda. No te impacientes si me atraso.

-No, amor.

-Adiós.

-Hasta la tarde.


La tarde. Tarde, esa vez, era una fórmula de hechizo.  Un sésamo, un abracadabra de maravilloso poder. Tarde, la tarde, hasta la tarde. 


Eran apenas las cinco cuando ya estaba yo apostado frente a la hostería. Me sentía tranquilo. O no tranquilo: no era nada positivo: era que no temblaba, como había supuesto; que no me oprimía la garganta ese nudo de angustia que previera. Tampoco experimentaba miedo.  El general era un mito, un espectro, una imagen lejana; el teniente ni siquiera existía, y el mundo nos abría las puertas más bellas. 

No. Mi inquietud-si había alguna- era de dicha. Era anticiparse a lo que vendría; a los votos que íbamos a formular; a nuestro sacramento, que me parecía perfecto, porque era íntimo y era secreto y estaba bendecido por un inmenso amor. 

Gracia y el Forastero(Libro completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora