Veinte

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ESTE SÁBADO despertamos más temprano, y decidimos ir juntos a misa.

-Nuestra primera misa de casados-comentó Gracia.

Había salido el sol, y la iglesia estaba acogedora, limpia, grata. Al salir, ambos nos sentíamos alegres. Encontré absurdas mis angustias de la noche anterior.

-Si nuestro hijo es hombre, le pondremos Víctor-afirmé

-¿Víctor?

Había cierta protesta en la interrogación de ella.

-Sí, y si es mujer, Victoria.

-Victoria es bonito, pero Víctor,...¿Por qué se te ocurrió Víctor?

-Para que venza. Para que ya desde el nombre sea un vencedor. Para que no tema, porque de mucho temer parece que uno atrajera la derrota. 

-¿Y tú? ¿Tú temes?

-No-mentí de nuevo

-Y te llamas Gabriel. ¿Y te sientes derrotado?

-No-mentí por tercera vez-. Al contrario.

-¿Ves? No es cuestión de nombres.


En la tarde llegó Max. Vimos venir el taxi que lo traía por el camino enlodado, serpenteando cerro abajo.

-Se acabó, amor.

-¿Y esta noche?

-No me atrevo...

-Ven.

-Es que Max...

-Ven, Gracia.

Pensó un instante.

-Sí. No sé a qué hora, pero iré. Espérame en la casa.

-No, aquí.

-Va a hacerte mal.

-No.

-Sé juicioso, Gabriel.

-No.

-No vengo, entonces.

-Sí, sí vienes.

-Testarudo

-Te quiero

-Adiós

-Te quiero

-Y yo a ti. Adiós.

-Adiós.

Regresé en el mismo taxi a San Millán. Mi padre estaba inquieto.

-Tuve que aferrarme mucho a tu sensatez para tranquilizarme un poco-dijo-. Pero con esa lluvia, no podía dejar de imaginarme hecho una sopa en medio de la noche. 

Sí, pensé, y no habría pegado los ojos, pensando. 

-Siento que te preocuparas. En realidad, dormí bajo techo, y hasta con chimenea encendida. 

Le conté, entonces, cómo había discurrido el recurso de usar la casa de Gutié. Mientras lo hacía, me di cuenta que ésta era una enorme confidencia, y me regocijó el haber podido entregársela con tanta naturalidad. Me alegró, también, que no mostraba indicios de que le chocaba la intrusión. 

¿Sería, de nuevo, porque confiaba en mi sensatez, o sería porque no deseaba añadir su reproche a mis problemas?

Cenamos temprano, y él me acompañó hasta las afueras del pueblo. Había una luna amarilla, grande, que fue siguiéndome desde atrás, por entre los pinos.

Gracia apareció muy tarde. La tertulia, con Max, había sido larga, en el cuarto del general. Max se había portado amable, con un aire entre paternal y perdonador que sacaba de sus casillas a Gracia. Llegó a tratarla de Gracita. Esto me hizo reír. Pero ella estaba molesta.

-Volví a decirle que me dejara tranquila. Que no existía ninguna razón para que viniera. 

-¿Y qué te contestó?

-Ya te he dicho que llegó comprensivo. Contestó lo mismo que el otro domingo: que ya pasaría; que después, de viejos nos reiríamos juntos de todo, él y yo.

-¿No te..?

-Sí. Estábamos sentados en el comedor cuando hablamos papá me oyó subir y me llamó desde la suya. A los diez minutos llegaba Max con eso de Gracita.

El general, cosa rara, se hallaba de buena. Al parecer, su dolencia iba cediendo, y su falta de sutileza hacía que se conformara con la aparición física del teniente y con el exterior aplomo de que éste hacía gala. No se mencionó el matrimonio, ni nada que se relacionara con el asunto. Max, por desgracia, tenía unas largas historias de cuartel que contar, y las fue narrando en detalle, con gran interés de parte del general. 

-Vieras. Les dio para un cuarto de hora el que Max sorprendiera a un pobre conscripto de guardia sin cartucheras. Yo los oía y me parecía estar en una pesadilla, presenciando una escena absurda y desesperante. Como en las pesadillas, cuando uno quiere correr y no puede, yo quería salir, discutir...cualquier cosa. Teníamos tanto de importante entre....

Y no: ellos seguían con sus menudencias. "Sin cartuchera, civil; sin cartuchera, el paisanote. Bombero, Burrero". Max repetía todos esos terminachos de clisé que usan en el ejército, y que cada uno emplea como si los hubiera inventado. Y como si valiera la pena inventarlos. Y mi papá se los celebraba como si él mismo no los hubiera oído miles de veces y dicho otros miles...

Habíamos llegado a la casa de Gutié. "La casa", según la llamábamos ahora. Que era, un poco, igual a decir: "nuestra casa". O nuestro hogar. 

Le puse un dedo en los labios. Me miró.

-No sigas, amor. Aquí no entra tu padre ni el teniente.

-No-sonrió-. Nadie.

-Ni Gutié. Tú y yo.

-Y Victoria.

Debe de haberse sonrojado al decirlo, pero en la oscuridad, la luna sólo dejaba ver la blancura suave, humilde, de su sonrisa.


Humilde, sí: en todo había una gran humildad de Gracia. Una entrega humilde, una femineidad humilde, que me aceptaba-renovando, la aceptación de la capilla del Alto- con la modestia de una doncella medieval frente a su marido, su hombre, su señor. 



Gracia y el Forastero(Libro completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora