Prólogo. De la Historia de Toda Vangelis

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Cuentan mil y otras dos mil veces la historia que comienza en el año Dos Mil Trescientos Seis del Tiempo Segundo de la Edad Media (TSEM) en los tiempos en que los hombres de las tierras rojas y los de las tierras azules batallaban incontables e innecesarias guerras que dejaban más muertos que soluciones. El Rey Azul había jurado la guerra al Rey Rojo. Motivos desconocidos no son, y es que el rumor de las vastas cantidades de oro que el segundo mantenía en sus bóvedas había llegado a oídos del cerúleo, y éste, movido por la avaricia que desde la abdicación de Mortemino había consumido su corazón, decidió mover sus piezas y en un auto-ataque la maroma estaba puesta para actuar.

     La Sesquicentenaria Tercera Batalla de los Copados colmaba de sangre a aquel rincón del mundo. Oídos iban y venían, bocas hablaban, otras callaban, u otras, eran calladas. Los mensajes iban y venían en pro de hacer tratos, pero las constantes negativas en las peticiones de ambos, alargaron la guerra por ciento cinco años. Enorme cantidad de tiempo. Aquel rincón del mundo no avanzó mucho, no evolucionó. Aquellos hombres, provistos divinamente de habilidades sobrehumanas, de longevidad extendida, físicamente ya no tenían que esperar mucho del tema de la evolución, pero, moralmente, seguían siendo irascibles, violentos y desalmados en su mayoría. Auguró entonces Pilotofrasto, aquel gran Oráculo del Reino Azul, que el fin estaba cerca.

     El Gran Roble estaba comenzando a marchitarse. Todos temían que eso tuviese algo que ver con la profecía del Oráculo. Fue el único motivo que los unió a todos, pero nadie se ocupó de hacer nada, lamentablemente.

     A finales del año Dos Mil Doscientos Uno TSEM, el suelo tremoló, las raíces del Gran Roble se resquebrajaron pero aún le quedaba tiempo a aquel “señor de verdes pelambres”. La guerra terminó a inicios del año Dos Mil Doscientos TSEM, solo por falta de más “insumos”, eso que le faltaría más adelante…

     Una mañana, el Rey Azul, quien ya estaba viejo y desparramado en su silla dorada, envió un espía al Reino Rojo ya que desde hacía mucho tiempo y algo más que no se obtenía noticias de aquel reino.

     El espía, que en realidad era un espía del bermellón, fue, vio y volvió a la siguiente mañana.

     El Reino Rojo había sido borrado de la faz de la Tierra de manera inexplicable hasta ese momento. El espía fue decapitado al verse demasiado afectado para pasar por alto aquello y ocultar lo que era difícil asimilar.

     Lo más raro que reflejaba el informe del asunto era que parecía que la misma naturaleza había sido la culpable de aquello, porque no había nada más destructivo que la naturaleza o las obras de aquello que resulta inexplicable para todos. ¡Pero mentía!

     Aquella noche el Rey la pasó en vigilia. Los Ulvargos, aquellos cánidos de patas largas y pelambre gris, fiereza e inteligencia inestimable, más grandes que los Huargos de la Montaña Fjoldnir, menos anchos y más ágiles que los Huargos del Bosque Primario, y más feroces que los Garmos del Norte Blanco,  aullaron desde temprano. Estaban en celo para ese tiempo, pero su aullido era diferente, era de… ¿temor? ¿A qué podrán temer aquellas bestias provistas de colmillos largos, garras filosas y tácticas indiscutiblemente certeras?

     Aquello que había destruido el Reino Rojo le había dado la ventaja, eran incontables tierras que ahora pasarían a ser de él, y ni se diga del vasto tesoro que en su castillo debería haber, pero el Rey no tendría el tiempo suficiente como para apenas hacer los preparativos de la cruzada a por el Tesoro Bermellón.

     ¿Dragones podrían ser? ¿Serán aquellos demonios de alas largas escupe fuego quienes acaso destruyeron un reino entero?

     La noche cayó pesadamente en el Reino Azul, y no era nada poético, literalmente pedazos de noche cayeron encima del Reino Azul y destruyeron todo lo que allí había.

Lucis Regis GigasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora