Cap. X.- El Consejo de Arwuil

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Todos estaban alrededor de un montón de tierra en un claro de uno de los bosques aledaños a Enenon. Cabizbajos, con la mirada perdida en un incontable mar de pensamientos, veían a la nada vuelta tierra. Allí todos parecían distintos, de razas muy diferentes, pero en ese momento todos, en realidad, eran iguales, y sentían lo mismo.

El silencio los invadió desde la primera pala llena de tierra que echaron al hoyo donde descansaba el cuerpo del valiente. La noche estaba a punto de llegar y colmar el cielo de estrellas, pero el Sol todavía quería volver el día más triste de lo que ya era y un tenue naranja cubría la estepa, y la ciudad entera. Haris comenzó a pronunciar en sílfico unas palabras para aquel que había muerto en el campo de batalla. Era extraño, pero nada ahí concordaba, entonces lo extraño pasaba a ser normal, puesto que, un Silfo estuviese dedicando palabras, prosas y versos en su primigenio idioma a un Enano no era de esperarse en aquellos tiempos.

Sucedió así: Antes de que el Lancero Oscuro pudiera asestarle el lanzazo final al mago, éste consiguió desviar la lanza para que terminase enterrada en el piso. Maldefoe tuvo tiempo de levantarse, pero sus piernas le temblaban y cayó de nuevo. El Lancero desenterró la lanza y el caballo lentamente avanzó hacia el mago. El jinete movió de un lado a otro la lanza.

De repente una flecha rompió el aire y terminó clavada a un costado del Lancero, que cayó de bruces. Todos lo observaron. La batalla se detuvo por un momento. Se creía terminada, cuando volvió a estallar. De improviso el cuerpo del jinete caído se convirtió en una niebla impenetrable y el caballo se convirtió en un jorobado encapado, y todo él era negro, sombrío, sus manos huesudas y sus ojos brillantes. Eran como dos únicas estrellas luminiscentes en aquel cielo oscuro. Su altura era increíble, casi dos metros y medio que se hicieron notar cuando tomó la lanza del jinete del piso, se enderezó, y fue directo hacia Maldefoe.

Pronunció unas extrañas palabras y alzó la negra lanza. Allí se percataron de que en verdad, ante la luz del Sol, la capa era de un marrón muy oscuro, y de que sus brazos eran en verdad famélicos.

Su sola presencia bastaba para tullir a los presentes. Bajó la lanza con decisión y gran velocidad. Y él, Cabas, fue el único en moverse velozmente para que la Teleneng desviara el camino de la lanza, pero la Teleneng se había desprendido de las manos del Enano, cayendo a un lado, y a la segunda vuelta, la punta de la lanza terminó en el corazón de Cabas.

El encapado, aquella "muerte" sin guadaña sino con lanza, trató de sacar su arma de donde estaba enterrada, pero Cabas la tomó y forcejeó para que no la sacara. Las manos le temblaban, le mermaba la fuerza, y poco a poco se iba desvaneciendo.

Antes de que todos pudieran reaccionar, el encapado se desvaneció, dejando una niebla negra donde él había estado. Maldefoe seguía en el piso, tembloroso, pero pudo levantarse al cabo de unos instantes, cuando todos los demás estaban rodeando a Cabas y la tropa enemiga fue exterminada o expulsada, o los pocos que quedaban dieron orden de retirada. Sonaron los olifantes que anunciaban la retirada, y los cuernos que anunciaban la victoria de Enenon.

No se pudo hacer nada por Cabas.

Todos estaban alrededor de un montón de tierra en un claro de uno de los bosques aledaños a Enenon, donde habían enterrado el cuerpo de un héroe junto a su espada, la Teleneng, de alguien que puso su propia vida en juego para salvar la vida de otra persona; se trataba de Cabas Tolonaux.

Volvieron a Enenon. Halabel, junto al capitán Grissil, esperaba a Maldefoe en la salida de aquel bosque.

—Maldefoe —dijo—, lo siento.

Lucis Regis GigasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora