Capítulo IV

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Capítulo IV

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Capítulo IV

Tenía dieciséis años cuando dejó la casa de sus padres. Decidido a vivir la vida que él quería, cerró la puerta tras él y nunca más miró atrás. Nunca volvió a verlos. Vagó por la ciudad unos días, pernoctando en casas de amigos y conocidos. Pero, como su madre solía decir, las visitas son como el pescado: a los tres días, comienzan a oler mal. La hospitalidad no duraba demasiado y pronto el escaso dinero de sus ahorros se esfumó entre sus dedos. Así que se decidió a buscar un empleo. Comenzó trabajando en un restaurante de comida rápida, como mesero. Aquello le daba para comer y para... no mucho más. Al menos era libre. Y eso era lo único que había deseado su vida entera. Creció bajo el yugo de un padre fanático religioso que lo obligaba a rezar sobre platos rotos para purgar sus pecados y que le inculcaba culpa y miedo a fuerza de golpes.

Y ahora, era libre. Hacía lo que quería, comía lo que quería, veía lo que quería en la televisión, escuchaba la música que deseaba, salía y bebía, bailaba y follaba como si no hubiese un mañana. De todo aquello, lo que más disfrutaba era el sexo. Al principio, deslumbrado por la maravilla recién descubierta y con la inconsciencia de la juventud, se preocupaba sólo de su placer. Sus compañeras eran sólo el medio para su propia satisfacción. Objetos de usar y tirar. Pero, a medida que crecía y ganaba experiencia, se dio cuenta de que algo faltaba. Pronto cayó en la cuenta de que, así como él disfrutaba, también podía hacer gozar a sus compañeras y que, de hecho, hacerlas gozar, verlas gozar bajo él, saber que era él quien provocaba aquellas reacciones, aquellas expresiones... aquello era agregar placer al placer. Y volvía todo jodidamente divertido.

Tenía diecinueve años la primera vez que una clienta se le insinuó. Al principio, no supo qué hacer con eso. La mujer era mayor por varios años, casada, y con varios hijos. Lo invitó a su casa y, pese a que él se negó varias veces, terminó cediendo tras ver el cheque con varios ceros que le dejó como propina. Resultó beneficioso para ambos: él encontró una nueva fuente de ingresos y ella volvió a sentirse viva, luego de años de un matrimonio desastroso. Con el tiempo aquello se volvió algo regular. Se encontró con más dinero en las manos e invirtió en él: en un mejor guardarropa, gimnasio, un mejor corte de cabello. A veces sus clientas ni siquiera querían sexo: buscaban a alguien que las escuchara, que las hiciera sentir valiosas y deseadas de nuevo. Otras, sólo querían verlo o tocarlo y ni siquiera se quitaban la ropa.

Algunas se volvieron sus amigas, incluso. Y, luego, llegó ella. Peggy era de aquellas clientas que no quería sexo. Se recostaba junto a él en la cama y le contaba sobre su día, sobre lo que había visto, sobre lo que había hecho. Ella era varios años mayor, viuda y le explicó que sólo quería a alguien que ocupara el otro lado de la cama, que odiaba sentir el frío de las sábanas junto a ella. A veces, compartían un beso y él pernoctaba en su casa. Otras, sólo hablaban y él se despedía en la puerta con un abrazo y una sonrisa. Luego de un tiempo, ni siquiera recibía su dinero. Iba a visitarla porque quería estar con ella, porque disfrutaba de su acento afectado y elegante, porque le gustaba su compañía y porque ella era lo más cercano a una pareja que había tenido nunca.

Se enamoró.

Llegó a un punto en que fue él el que hubiera pagado por poder tenerla, por descubrir lo que se escondía bajo su camisón, por poder besarla hasta el cansancio, por tener la oportunidad de recorrerla entera, de dormir a su lado cada noche. Y se lo dijo. Le propuso dejar su trabajo, centrar su vida en ella. Sólo en ella. Su respuesta fue una caricia, un beso largo y un adiós. Una semana después, ella regresó a Inglaterra para nunca volver. Y él se juró que nunca, nunca más volvería a enamorarse de una cliente. Hasta ahora. Observó a Natasha vistiéndose frente al espejo y se dio unos segundos para detallarla sin tapujos. Ella aún tenía las marcas de su cinturón en su espalda y sus nalgas, destacando en su piel inmaculadamente blanca.

Ajena a su escrutinio, se acomodaba la ropa despacio, con cuidado, asegurándose que su ropa interior estuviese en su lugar, que las medias se ajustaran correctamente al liguero, que su falda no estuviese arrugada. Ella lo complementaba en todos los sentidos. Era hermosa, claro estaba, pero, era mucho más que sólo una mujer hermosa; era decidida, inteligente, divertida. Era osada y directa cuando quería algo y no tenía pudor en pedir lo que deseaba. Era perfecta. Pero, era su clienta. Y no podía arriesgarse a volver a perder la cabeza por una mujer que no debía, ni podía ser suya. Él era lo que era y eso la convertía en alguien inalcanzable. Vivía del sexo, pero, jamás tendría amor. Eso era la maldición de una profesión como la suya.

─ Tengo algo que decirte─ dijo de pronto, llamando la atención de la mujer.

─ ¿Pasa algo malo? Te ves serio...─ comentó ella, mirándolo con atención y caminando para ir a sentarse a su lado en la cama.

─ Voy a renunciar─ anunció, dejándola pasmada.

─ ¿Renunciar? ─ repitió, sin comprender aún el peso de sus palabras.

─ Sí, tengo pensado en mudarme a otra ciudad...─ agregó, jugando con el dobladillo de la sábana para evitar su mirada.

─ Pero... ¿y el local? ¿Y Nick? ¿Y Bucky? ─ "Y yo", quiso agregar, pero, se mordió la lengua, evitando demostrar que aquella noticia le dolía más de lo que hubiese imaginado.

─ El local se mantiene por sí solo. Nick tiene suficiente personal y Bucky hace mucho que dejó de trabajar aquí. Pienso irme a Baltimore. Me han ofrecido un contrato como modelo y creo que es buena idea... volveré para la boda de Bucky en unos meses, pero, ya terminé con este lugar...─ respondió y Natasha se abrochó los botones de la blusa para tener algo que hacer, para evitar las lágrimas.

─ Modelo, ¿eh? ¿Ya no seguirás trabajando de scort? ─ murmuró, con el corazón pesado.

─ No, terminé con esto. Tú serás mi última cliente...─ contestó, alzando una mano para deslizarla suavemente por su espalda, en una larga caricia que a ella le supo a derrota. A adiós.

─ ¿Ya no te gusta tu trabajo? ─ cuestionó, con la voz más rota de lo que hubiese deseado.

─ Me gusta, lo disfruto. Pero, ya no es algo que desee seguir haciendo─ Natasha asintió y se puso de pie, acomodándose rápidamente el maquillaje frente al espejo.

─ Supongo que este es el adiós, ¿no? ─ dijo, girándose hacia él con una ligera sonrisa en los labios.

─ Me temo que sí...─ dijo él, poniéndose de pie, así, desnudo como estaba. Se acercó a ella y le cogió el rostro entre las manos, dejando un beso en la punta de su nariz─ Voy a extrañarte─ dijo, acariciando sus mejillas con sus pulgares.

Aquello estaba siendo más difícil de lo que pensó y no le gustaba el peso en su pecho ni la sensación de vacío en su estómago al comprender que nunca más volvería a verla. Pero, era necesario. Era necesario si quería conservar su cordura, si quería seguir siendo libre. Para Natasha, la sensación era la misma. Se dio cuenta tarde de que lo extrañaría mucho más de lo que hubiera deseado, que él era parte importante de su vida y que su relación, hacía mucho tiempo que había superado los límites de una transacción comercial.

─ Yo a ti. Extrañaré tus labios y todo lo que los rodea─ afirmó, deslizando sus dedos por su pecho y abdomen, deteniéndose a la altura de sus caderas─ Te deseo mucha suerte, Steve. Espero verte pronto en alguna portada.

─ Mucha suerte también para ti. Estoy seguro de que cualquiera de los chicos de abajo te atenderá con gusto─ dijo, doliéndose de inmediato al sólo pensar en que ella podría estar en los brazos de otro hombre, que otro haría con ella lo que él hacía.

─ No. También para mí es un adiós del local. No creo que pueda confiar en otro como confiaba en ti para hacer todo lo que hicimos─ se empinó sobre sus tacones y dejó un largo beso en su mejilla─ Hasta pronto, Steve. Que seas feliz.

Dicho eso, dio media vuelta y salió del cuarto, dejándolo solo y vacío. 

Sweet NothingDonde viven las historias. Descúbrelo ahora