Capítulo 11

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Kenneth

Tengo un muy mal presentimiento.

Cinco minutos han transcurrido desde que aquella pelirroja ha entrado a la casa; su casa. Y todavía no hay señales de ella. Se supone que solo debe entrar para ver que no haya nadie, no veo razón para que tarde tanto.

La casa es grande, eso es cierto. Tal vez solo se está asegurando de que todo se encuentra en orden, tal vez todo está bien y yo estoy siendo un exagerado, pero no puedo evitar pensar que algo anda realmente mal.

—Ya tardó, ¿no crees?

La voz de su amigo me hace fijar mi atención en él. Lo miro durante unos segundos, incapaz de decir algo. Si incluso él se ha dado cuenta de que ya pasó demasiado tiempo es porque no soy el único que siente que algo anda mal.

—Tal vez solo está buscando algo —contesto después de unos segundos.

Mi voz suena neutra y firme, como de costumbre. Aunque por dentro me estoy muriendo de los nervios. 

Era evidente que algo andaba mal desde antes que ella pusiera un pie en esa casa. Desde el momento en el que ella se dio cuenta de dónde estábamos su actitud cambió por completo.

Se la había pasado todo el camino parloteando, burlándose, cantando y riendo sin parar. La verdad es que me sorprendió. Lo poco que había podido apreciar de ella me hacía darme cuenta que no era alguien demasiado risueña, ni alguien que se la pasara hablando demasiado. Sin mencionar que era demasiado suspicaz y despectiva.

La muy odiosa tenía carácter, eso debía admitirlo. Un carácter que muchas veces lograba sacarme de mis casillas, y eso que la conocía desde hace muy, muy poco.

Es por eso que no pude evitar sorprenderme cuando pasó del enfado, a la felicidad y a las risas. Sí, nos habíamos estado peleando antes, pero todo su enfado se vio eclipsado en cuanto logré alcanzarla y la cargué sobre mis hombros.

Y, aunque odie admitirlo, debo decir que me gustó ese cambio; me gustó escucharla reír y parlotear como si no hubiera un mañana. Como si nos conociéramos de años y estuviéramos jugando.

Regreso en mis cinco sentidos cuando un grito resuena por toda la calle, un grito tan desgarrador que me duele la garganta solo con escucharlo; es su grito.

Mi alerta se activa y rápidamente me encamino a la puerta de la casa. Me aseguro de que mi arma está en su lugar, debajo de mi ropa, y comienzo a andar. Dispuesto a enfrentarme a lo que sea que la haya hecho gritar de ese modo.

Veo las intenciones de su amigo de acompañarme, pero lo hago detenerse antes de que avance demasiado.

—No, necesito que te quedes aquí.

—Pero...

—Eric, quédate en caso de que ella salga. Si llega a pasar algo, la mandaré a buscarte y quiero que ambos se vayan corriendo lo más rápido que puedan, yo los alcanzaré después.

No parece muy convencido cuando asiente y se queda plantado en su sitio, pero lo necesito ahí. Una parte de lo que le dije es cierta, pero la verdad, es que prefiero que se quede aquí, donde nadie puede lastimarlo y tampoco puede estorbarme en caso de tener que pelear.

Abro la puerta de golpe y solo tengo que dar unos cuantos pasos para verla, está sentada en las escaleras con una expresión de verdadero horror y sufrimiento. Tiene una marca roja en la mejilla y uno de sus brazos se encuentra estirado, como si con ello impidiera el paso de algo o de alguien.

Una mano se cierne alrededor de su muñeca, tan fuerte, que incluso los nudillos han comenzado a quedar blancos. Mi mirada se encuentra con el dueño del agarre, un señor de unos cuarenta y tantos años, desaliñado y con cara de no haber dormido durante días.

Princesa de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora