Capítulo 13. "La decisión y un beso fugaz"

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Se encontraba atiborrado de la misma situación. Tampoco sabía cuántos días habían pasado desde la última vez que durmió bien, o que al menos consiguió el morfeo. Solo podía dormitarse en la silla de su habitación y, para colmo, tampoco se veía tranquilo de hacerlo.

Las marcas debajo de sus ojos habían pasado de ser violáceas a tintarse de un color más oscuro, casi negro, su cabello caía, el cuerpo le dolía. Su apariencia en sí estaba por demás de demacrada, tocando el roce de lo preocupante y él, aunque intentaba ignorar aquello con la fuerza de su ser, lo sabía.

La presencia no se iba, estaba allí, siempre con él. Siguiéndolo, acechando día y noche, causando estragos. Era imponente, maligna, pero distinta... Nathaniel lo sabía. No era la misma presencia, no era el mismo muchacho que se presentó ante él tiempo atrás amenazando con las almas de los humanos, por supuesto que no.

Ésta era más asfixiante, más densa. Y pudo apreciar, en más de una oscura madrugada, como unos ojos rojos lo seguían, ocultos entre las sombras. Esperando el momento oportuno, esperando un momento de debilidad, que él sencillamente no daría, aunque los huesos de su cuerpo gritaran por ayuda. 

Había hecho todo para deshacerse de esa amenaza, pero nada había resultado, hasta parecía estar alimentándose de su energía y de sus fallidos intentos por devolverla al averno.

Sin embargo, aquello no era todo. El zumbido en sus oídos se hacía cada vez más insoportable, como si un mosquito pasara una, y otra, y otra, y otra vez por su campo auditivo. Por mas que los cubriera o pusiera música fuerte, las arpas sonando, los violines, o rezara tan alto hasta que su garganta doliera, el sonido seguía allí, burlándose de él.
Sin olvidar mencionar el nauseabundo olor a podrido que emanaba, al principio creyó que era su hogar, que esa asquerosidad estaba en su propia casa, en cada habitación, pero no, el olor lo seguía a cada lugar que iba.

Tenía que conseguirlo, no podía abandonar su promesa. Empero, tampoco podía seguir con esa situación, lo terminaría de consumir hasta el alma...

...y a pesar de que él había jurado bajo el nombre de su salvador, del Supremo, que moriría por su vocación, que se arrastraría por la palabra divina en cuerpo y alma, no podía hacerlo todavía, no sin lograr su cometido.

Por eso estaba allí, fuera de Yokohama. En la capilla, orando, pidiendo salvación, y lo más importante: a la espera.

En la espera del Padre Superior, como éste lo llamaba. El hombre que lo había formado. Aquél al que podía tener en un pedestal divino. Ese que había entregado su juventud, voluntad y misma sangre a la Iglesia.

Ese que se había dedicado solo Dios, no como su propio padre.

Ah, su padre... A pesar de que había sido un hombre ejemplar en su trabajo, hasta el día de su muerte, todavía no le había perdonado el haberse entregado a una mujer, haber roto el voto de castidad. Entregarse a la pasión, al pecado mismo.

Aunque esa mujer fue su madre, jamás pudo dejar de verla como una mujer que corrompió a un hombre entregado a Dios. Sin embargo, agradecía su nacimiento, porque él sí cumpliría con su deber divino sin equivocaciones. 

Su padre había obtenido el permiso de sus superiores para que su madre lo diera a luz, y solo fue porque era poderoso, capaz de derribar a cualquier espíritu maligno, capaz de liderar a los demás, a la misma Iglesia si se lo proponía... 

... de no ser por eso, seguramente él ni siquiera estaría pisando la tierra.

Aunque, luego de su nacimiento, el padre Hawthorne fue derrocado de su puesto, obligándole a vivir una vida como un humano común y corriente, fuera de la Iglesia, fuera de la religión.

BLACK BOOK (soukoku/shin soukoku)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora