Capítulo 11

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Con los primeros rayos de Sol, mis ojos se abrieron lenta y pesadamente. El techo me veía yacer en mi cama. ¿En qué momento exactamente me había quedado dormido? Lo último que recordaba era acariciar la cabeza de Anna mientras ella roncaba ligera y confiadamente sobre mí regazo. Aquella extraña y grandiosa mujer... Me pregunté qué sería de mi vida con ella o si ella querría una vida conmigo. Y, entonces, palpando la cama vacía en torno a mí, me pregunté qué sería de mi vida sin ella.

Me levanté inquieto (Anna NUNCA se despertaba antes de media mañana), y la encontré vestida, aseada y comiendo un triste cacho de pan duro con una manzana.

—¿Anna? ¿Qué pasa?

—¿Ya te has despertado, dormilón?

—¿De verdad me vas a decir eso tú a mí?

Anna rio suavemente, para, justo después, tornar su rostro a uno lúgubre y sereno que me puso la piel de gallina.

—Me vuelvo a casa.

—¡¿Qué?!

—Lo entendí anoche. Tú necesitas tu trabajo, y no puedo dejar que Elsa lo pase tan mal. Suficiente tiene con lo suyo. Además, no puedo esconderme eternamente. Tarde o temprano me encontrarían y... sería más difícil irme entonces.

Aquello no podía estar pasando.

—¡¿Hablas en serio?! ¡Y, ¿qué hay de ti?!

—Yo... yo ya he recibido más de lo que jamás esperé encontrar.

Me acerqué a ella, la levanté despacio por los hombros y tomé sus manos entre las mías.

—Anna... No te voy a detener; no soy quién para hacerlo. Pero, te lo ruego, no sacrifiques tu vida por la de los demás. Yo encontraré una forma de salir adelante; quizás en otro reino. En uno menos... helado.

Debía encontrar el valor para enfrentar la verdad. Era ahora o nunca.

—Y, quizás, y sólo si tu quieres, ¿contigo a mi lado?

Anna quedó boquiabierta y sumamente sonrosada. Sus ojos, aún clavados en el infinito, brillaban con luz propia. Sus labios, presa de sus dientes, recibieron un terso e indulgente mordisco que denotó más deseo que culpa o temor, y, sus manos, sus manos guiaron a las mías hasta su cintura y después escalaron lenta y detalladamente mi cuerpo hasta llegar a mi cara.

Nunca he sido especialmente bueno leyendo a la gente, pero, era tremendamente complicado no interpretar su tacto como amor puro y sin filtros.

Incliné mi cabeza hacia la suya ardiente de deseo, de anhelo y, para ser sincero, bastante nervioso, y, a escasos milímetros mis labios de los suyos, le susurré las únicas palabras que venían a mi mente.

—¿Puedo?

Anna sonrió traviesa y cerró los ojos.

—Debes.

Ya nada me detendría de darle todo lo que tengo y lo que soy. Nada frenaría mis pasos, nada lograría desprender su mano de la mía. Nada excepto, quizás, un muñeco de nieve.

La puerta se abrió sin previo aviso justo antes de que nuestros labios se encontrasen por fin, y, un dicharachero muñeco de nieve CON VIDA, entró por ella dejándonos completamente perplejos.

—¡Ohh! ¡Qué establo tan cuco! Me pregunto qué animales vivirán aquí.

—Nosotros somos los animales que viven aquí —contesté algo ofendido por la tendencia que parecía tener todo el mundo a pensar que era un animal—. ¿Qué...? Es decir, ¿quién eres?

Anna permanecía helada en el sitio. Sin duda temiendo ser descubierta y, lógicamente, ajena a que, aquel extraño personaje que había allanado mi casa, era un muñeco de nieve.

—¡Oh! Hola todo el mundo. Soy Olaf y me gustan los abrazos calentitos.

—¿Olaf? —preguntó Anna mientras su expresión cambiaba por momentos del terror al asombro—. ¿Te ha hecho Elsa?

—¡¿De verdad?! —¡¿De dónde había sacado la información necesaria para hacer esa pregunta?!

—Ahá. Y tú eres...

—Oh, yo soy Anna —contestó ella con una sonrisa que yo no alcanzaba a entender y agachándose frente al muñeco de nieve.

—¡¿Anna?! ¡Oh! ¡Eso es genial! ¡Elsa se está volviendo loca buscándote por el bosque!

—¿Elsa está en el bosque?

—¡Claro! Ni come, ni duerme. Sólo llora y corre sin parar. Si no, ¿a qué se debería semejante nevada en pleno verano? ¡Qué cosas tienes!

El muñeco no esperó feedback.

—¡Vamos! ¡Vamos al castillo! Seguro que en cuanto vuelvas Elsa se relajará y volverá el ¡¡¡veranooo!!!

El entusiasta Olaf cogió la mano de Anna con la escuálida ramita que le hacía de brazo y tiró de ella hacia la puerta. Anna paró en seco y se giró hacia mí. Adiós al futuro. Entendí su expresión; entendía sus razones. No podía decirle que no.

Dejé salir todo el aire de mis pulmones preguntándome si volvería a entrar de nuevo y, sintiendo cómo el alma se me partía en mil pedazos, me acerqué a ellos y tomé su mano libre.

—Yo os llevo.

El amor es ciegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora