Capítulo 12

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Se había ido. Al sonido de un enorme cuerno, la tormenta de nieve se apaciguó y la guardia abrió las puertas del castillo dejándome entrar sólo a mí. Kristoff se quedó atrás. En silencio; en doloroso silencio. Sin despedirse; sin una palabra de aliento.

Tan sólo unas horas tardó Elsa en volver, pero nada cambió. Ni un abrazo, ni una palabra, sólo la orden de reforzar la vigilancia sobre mí y, para variar, un portazo.

La coronación era al día siguiente. Era una oportunidad para relacionarme con la gente. A semejante evento, incluso la pobre invidente tenía acceso. Sin embargo, poco me importaba ya. Unos días antes, habría estado exultante ante la idea de la fiesta, la música, la comida, el bullicio... Pero ya nada de eso tenía efecto en mí. Todo lo que anhelaba era una pequeña cabaña, un reno y al hombre que me había devuelto la vida.

Me encerré en mi habitación, me enfuchiqué en la cama y lloré sin control. Lloré porque no podía hacer sufrir así a mi hermana; lloré por cómo se sentiría Kristoff ante mi falta; lloré porque le necesitaba.

—¿Princesa Anna? ¡Princesa Anna!

"Oh, no... Todavía es muy pronto, ni siquiera entra casi luz por la ventana."

—¿Sí?

—Siento despertaros, Alteza.
—No, no, no, no, no, no, no, qué va. Llevo horas despierta.

...

...

—¡¿Quién es?!

—Eh... sigo siendo yo, Alteza. Las puertas están a punto de abrirse; es hora de prepararse.

—Sí, claro. ¿Prepararse para qué?

—La coronación de vuestra hermana, Alteza.

—La coloración de mi hermana...

Y, entonces, lo vi. Allí, al fondo de mi recámara, un hermoso vestido de fiesta me esperaba perfectamente colocado sobre un cuidado maniquí de costura. Me pellizqué el brazo y me revolví en la cama sin poder creer lo que estaba pasando y, al hacerlo, centenares de pequeñas lágrimas de hielo comenzaron a tintinear al choque de unas con otras.

Cogí un puñado de ellas y las analicé al detalle. Eran sencillamente perfectas, frías, brillantes, pulidas... ¡Y las veía!

Las palabras de Gran Pabbie se agolparon de repente en mi memoria. ¿Podía ser? ¿Había llorado el hielo de mis ojos? ¿Había visto el amor verdadero? Sí. Lo había visto con mis manos, con mis oídos, con mis labios... lo había visto con mi alma. Estaba dentro de mí.

¡Tenía que salir de allí!

No me vestí ni me peiné; ni siquiera alivié la vejiga. Abrí aquella ventana desde la que hacía trece años que no veía el mundo, me dejé bañar por la luz del Sol, aprecié las vistas del cielo azul radiante, de las montañas nevadas, de Arendelle cubierto por una ya fina capa de nieve, y de toda la gente decorando la ciudad y dirigiéndose al castillo y salí por ella. No estaba dispuesta a dejarme frenar por los guardias que esperaban en mi puerta manteniéndome presa. Salté de balcón en balcón hasta llegar a la muralla lateral, y, desde allí, sin miramientos, pegué un gran salto dispuesta a correr montaña arriba todo lo que hiciese falta hasta dar con Kristoff.

—¿Es que esto se va a convertir en una tradición, fierecilla?

No hizo falta correr. Allí, bajo mis posaderas, yacía el hombre al que amaba. No necesitaba palpar su cara para saberlo; su voz era lo único de este mundo que sabía que jamás podría olvidar.

Me lancé sobre él y saboreé por fin sus labios. Kristoff no se tomó ni un segundo para dudar y correspondió mi beso con desespero mientras envolvía mi cuerpo con sus brazos.

El amor es ciegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora