Parte sin título 8

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La puerta de la cabaña se abrió de golpe y se cerró rápidamente.

—¿Kristoff? ¿Necesitas algo?

—Sí, quítate los pantalones, rápido.

—Espera, ¿qué?

Escuché cómo se acercaba a mí a toda prisa y paraba a escasamente medio metro de mí.

—Te lo ruego, confía en mí.

Sin entender nada de lo que estaba ocurriendo pero percibiendo la urgencia en su tono, me desaté los pantalones rápidamente y los dejé caer a mis pies.

—¿Para qué tenía qu... ?

No pude emitir un sonido más. Sin verlo venir, (valga la redundancia), de repente sus brazos envolvían mi cuerpo y me sujetaban contra el suyo con cierta desesperación. Acercó su cabeza a la mía y rozó mi oreja con sus labios.

—Sólo sígueme el rollo, ¿vale?

Asentí despacio algo perdida, bastante asustada y tremendamente emocionada.

—Confío en ti.

En ese momento, pude sentir cómo una discreta sonrisa elevaba sus mejillas y cómo desplazó sus labios hasta lindar con la comisura de los míos mientras una de sus manos ascendía dulcemente por mi espalda y mi cuello hasta cubrir mi cabeza y presionarla ligeramente contra la suya.

No me lo podía creer. ¿Qué era aquello? ¿Por qué tan repentino? ¿Por qué deseaba que fuese más allá?

Su calor me abrumaba, su respiración estaba sutilmente agitada y, la mano que no sujetaba mi cabeza, se agarraba con fuerza a la tela sobrante de aquella enorme camisa a la altura de mi cintura. De repente, ya no necesitaba entender; sólo quería entregarme a él.

Le correspondí. Giré mi cabeza ligeramente hasta que mis labios encontraron a los suyos y me dejé llevar con un nivel de anhelo que me sorprendió a mí misma. Mis brazos se colgaron de su cuello y se entrelazaron en su pelo; casi diría que le clavé los dedos. Entonces, anuló la presión de su mano sobre mi cabeza, me alzó por la cintura, nos hizo rotar de forma que yo quedase de espaldas a la puerta y alzó su mano hasta posarla ansiosa y dulcemente en mi cuello.

Para explicar la explosión de emociones y sensaciones que experimenté en aquel momento, no se han inventado las palabras. El frío en mi piernas descubiertas siendo totalmente anulado por su penetrante calor; el fervor y delicadeza de su mano subiendo de nuevo por mi espalda; sus labios y su húmeda lengua casi respirando por mí; su barba de dos días rascando ligeramente mi rostro; su nariz invadiendo el resto del hueco libre de mi cara; su flequillo enredándose con el mío... Poco a poco, el calor dentro de mí dejo de estar relacionado con el que él me transmitía y pasó a ser el que él me provocaba. Me dominó el deseo.

Y, entonces, de nuevo, se abrió la puerta.

Sus manos se tensaron en torno a mi cuerpo y a mí se me encogió el corazón.

—¿Kristoff Bjorgman?

Kristoff separó sus labios de los míos, alejó sus manos de mi cuerpo y caminó pisando fuerte hacia la puerta.

—Soy yo. ¿Qué desea? Me pilla un poco ocupado, ¿sabe?

—Serán unos minutos nada más.

—¡¿Unos minutos?! —contestó con tono indignado—. ¡No me he dejado el salario de cuatro días para que me hagan perder unos minutos!

"¿Qué?"

—Lo entiendo, caballero. Disculpe la intromisión. Sólo deseamos saber si tiene idea del paradero de la princesa Anna. Ha desaparecido recientemente y hemos pensado que igual podría usted haberla asistido en algún momento.

"¡Oh, no!"

—¡Ha! No es ése el tipo de princesas a las que asisto. No sé si me explico.

"¡Oh, Dios mío! Así que, ¿eso era?"

La vergüenza me devoró por completo. Me había tomado de aquella forma para hacerme pasar por una prostituta y esconderme de los guardias. ¡Me estaba protegiendo! Él no pretendía besarme... Y yo...

—Se ha explicado perfectamente. No le hacemos perder más tiempo.

—Eso espero.

La puerta se cerró y pude escuchar claramente cómo los dos hombres se alejaban de allí entre risas y mofas. Entonces, algo chocó contra la puerta, probablemente su cabeza, y escuché salir un suspiro casi infinito de su boca.

Me quedé inmóvil. ¿Qué debía hacer ahora? Sus pasos, mucho más ágiles que antes, recorrieron la sala de un lado a otro y luego le llevaron hasta mí. Así, posicionado tras de mí, cubrió cuidadosamente mi cuerpo con una manta y se retiró hacia atrás un par de pasos.

—¡Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento, lo siento! Les oí acercándose y hablando de preguntarme por ti y supe que en este cuartucho no habría dónde esconderte; ha sido la única solución que se me ha pasado por la cabeza, pero yo... no debí.

—¿Lo sientes? —pregunté girándome hacia él algo temerosa de que su razón para lamentarlo fuese que no quería tener ese tipo de cercanía conmigo.

—No te he tratado con el respeto que mereces. Lo siento mucho.

Así que eso era lo que pensaba. Una especie de calma me invadió al no sentirme rechazada sino apreciada, aunque, aquella respuesta, no dejaba claro lo que él sentía por mí en absoluto.

—Te lo agradezco.

—Espera, ¡¿qué?!

—Si no hubiese sido por ti, ahora mismo me estarían llevando de vuelta al castillo.

—Puede, pero... ¡Aggh!

Escuché cómo rascaba su cabeza enérgicamente y tuve que reír. Entonces, asomé mi brazo por entre la manta y alcancé el suyo intentando darle algo de consuelo.

—Oye, no te voy a decir que sea así como imaginaba mi primer beso, pero... apuesto a que el siguiente será mejor.

Pude sentir cómo respiraba profundamente y tensaba la postura en lugar de relajarla como yo esperaba.

—Y, ahora que deben de haberse alejado lo suficiente, ¿qué te parece si vas a por la leña? Yo tengo aún más hambre que antes.

"Aunque de otro tipo."

—Oh... la leña... ¡Claro! ¡Ya mismo voy!

Se soltó de mi brazo y corrió hacia la puerta. Allí, se detuvo un segundo, abrió lenta y pesadamente, y, justo antes de salir al exterior y cerrar de nuevo, susurró casi imperceptiblemente.

—Sólo para que lo sepas, tú eres la única princesa que ha entrado aquí.

El amor es ciegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora