¡A las diez! —gritó—. ¡Faltan seis horas! ¡Aún podemos salvarnos!
ROBERT LOUIS STEVENSON,
La isla del tesoro18 de abril de 1916
Lauren se observó en el espejo que habían llevado a su dormitorio la tarde anterior. Era extraño poder verse entera de un solo vistazo en vez de tener que mirarse por partes, como estaba acostumbrada. Y además, podía hacerlo bascular, de hecho, llevaba un buen rato haciéndolo. Era... estúpidamente divertido.
Comprobó una vez más que los dobladillos de las perneras estuvieran igualados y que las mangas de la chaqueta le llegaran más allá de la muñeca. Era la primera vez en su vida que vestía prendas hechas a medida.
Caminó ufana hasta el armario y lo abrió con una sonrisa de oreja a oreja, solo para constatar que la ropa que le habían entregado junto con el espejo seguía estando allí. Y sí, estaba. No había desaparecido durante la noche. Pero aun así contó las prendas, solo por si acaso. Tres pantalones, tres chaquetas y seis camisas. También dos pijamas y cuatro mudas de ropa interior, con calcetines y camisetas incluidas. Ignoró las corbatas y los sombreros, no pensaba ponérselos. Se acuclilló y observó los botines negros con pala de charol y cañas de ante que había en el suelo. ¡No valdrían menos de 35 pesetas! Y eran suyos, al igual que los zapatos que llevaba puestos. Sacó un pañuelo del bolsillo y frotó el empeine.
Luego frunció el ceño. ¡Se estaba convirtiendo en un petimetre como Isembard!
Se puso en pie disgustada. Ese era el problema del dinero, que en seguida te volvía idiota. Aunque no lo tuvieras. Aunque solo estuvieras en una casa de ricos de prestada, como una polizóna. No, como una grumete, obedeciendo igual que en cualquier trabajo. Ese pensamiento la animó de nuevo. Solo estaba trabajando, nada más.
Y si la habían vestido así era para que no desentonara con los aires que se daban los ricachones. Cuando el viejo se cansara de verle la cara le daría la patada y le devolvería sus pantalones viejos y su chaqueta raída. Sí. Eso haría. Y era mejor que no lo olvidara. Pero mientras tanto, disfrutaría de la suavidad de la camisa. No cabía duda de que había merecido la pena pasar toda una mañana inmóvil mientras un sastre le pinchaba con cientos de alfileres. Y, según Enoc, iba a recibir más ropa. Sonrió animada antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo.
—Ni se te ocurra convertirte en una puñetera petimetre, Lauren—se advirtió a sí misma antes de salir de la habitación.
Llegaba tarde al desayuno por culpa del maldito espejo.
Bajó las escaleras con rapidez mientras imaginaba la cara de imbécil que se le quedaría a Marc cuando fuera a recoger a Camila para su puñetero paseo diario y la viera vestida como una figurín. Sería una sutil compensación por no haberle borrado su repugnante sonrisa de un puñetazo, tal y como llevaba días deseando hacer. El maldito capitanucho acudía ¡todas las mañanas! a la mansión Jauregui. ¡Estaba hasta las mismas narices de verle empujar la silla de ruedas por el jardín! No tenía derecho a hacer eso, y, además, lo hacía fatal. No se molestaba en esquivar los hoyos ni en apartarse lo suficiente de las flores para no aplastarlas con las ruedas. ¿Acaso no sabía que Camila adoraba sus plantas? Incluso había golpeado, supuestamente sin querer, la maceta de uno de esos arbolitos raquíticos, rompiéndole un par de ramitas.
Pero lo peor era la hora de la comida, ¿acaso no tenía casa propia donde comer? ¡Pues que se fuera a una tasca! Pero no, tenía que soportarlo durante toda la comida. Y no paraba de hablar de sus viajes, de su barco, de sus negocios... Era un engreído sabelotodo, prepotente e insoportable. No sabía cómo Camila lo soportaba. Pero lo hacía. Y con una sonrisa en los labios.
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Amanecer Contigo, Camren G'P
Любовные романыBarcelona, 1916. En su lecho de muerte, Michael, la oveja negra y único heredero de la acaudalada familia Jauregui, confiesa que tiene una hija que nadie conoce. El patriarca de los Jauregui, Biel, decide encontrar a su nieta y un mes después, cuand...