CAPITULO 24

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El modo de dar una vez en el clavo es dar cien veces en la herradura.

    MIGUEL DE UNAMUNO

    22 de junio de 1916

    —Creo que estamos cometiendo una grave equivocación, Lauren, y eso por no mencionar que estamos infringiendo las normas más elementales del trato —murmuró Isembard al dejar atrás el cuartel de las Atarazanas—. El capitán ha depositado su confianza en nosotros y ¿cómo se lo pagamos? Escabulléndonos como ladrones en vez de ir a la exposición como convinimos.

    —No estamos infringiendo nada —masculló Lauren molesta. Apenas había dormido esa noche por los remordimientos derivados de lo que iba a hacer, no necesitaba que Isembard se lo recordara—. Solo estamos dando un ligero rodeo, luego iremos a la exposición.

    —¿Ligero? ¡No insultes mi inteligencia! —Isembard negó en silencio. Estaba a punto de saltarse todas las reglas del capitán por ayudar a su alumna, y cada vez veía menos claro que lo que Lauren tenía pensado fuera inteligente—. No deberíamos entrar en el Raval, es peligroso

    —No hay de qué preocuparse, durante el día solo es un barrio normal y corriente —«más o menos».

    —Si es así, ¿qué hacemos aquí? No creo que encuentres abierto ninguno de esos sitios...

    —Por supuesto que sí, solo hay que saber dónde encontrarlos. Y yo lo sé. Tómatelo como una aventura, Isem, no solo de libros vive el hombre.

    —No debí dejar que me convencieras... —Miró a su alrededor con cautela—. No solo no te va a servir de nada, sino que vas a perderlo todo. Tendremos suerte si solo perdemos el dinero y no la vida —musitó apartándose de un borracho que vomitaba apoyado en una pared.

    —No seas exagerado —replicó Lauren doblando una esquina y zambulléndose en lo que parecía un mercado al aire libre—. No te separes de mí, Isem, y vigila tu dinero, la mitad de los niños de aquí son carteristas.

    —Debo de estar loco. —Isembard se cerró la chaqueta, a pesar del calor que hacía, para asegurar todo lo posible su cartera—. Volvamos a casa, o mejor aún, vayamos a la exposición tal y como hemos dicho que haríamos y... —Se detuvo a media frase petrificado ante la escena que se mostraba ante él.

    Estaban en una calle larga y estrecha en la que una multitud de niños desarrapados, ancianas vestidas de negro y hombres y mujeres de todas las edades y nacionalidades se mezclaban en una algarabía de voces y prisas alrededor de un sinfín de puestos callejeros. Mesas con pescado atestado de moscas; salchichas, pollos y entrañas sobre tablas sucias en el suelo, ropas usadas sobre mantas, verduras colocadas unas sobre otras en un vergel de colores entre la suciedad... Todo lo que uno podía imaginar se vendía allí. La sombra de los edificios aliviaba el calor producido por la muchedumbre mientras niños descalzos jugaban a la rayuela y hombres en distintos estados de embriaguez apostaban los pocos reales que tenían en mesas atiborradas de vasos sucios y botellas vacías.

    —Dos del cadete y es pá usté, señó.

    Isembard observó perplejo al niño, de apenas seis años, que le tiraba sin ningún respeto de la chaqueta a la vez que le enseñaba un libreto amarillento.

    —Lo siento, no entiendo lo que me quieres decir —musitó palpándose la chaqueta para asegurarse de que la cartera seguía allí.

    —Le va vení bié —insistió el crío metiéndole el panfleto en el bolsillo—. Suelte las del cadete —le enseñó la palma de la mano, tan mugrienta, que Isembard dudó de que el pilluelo supiera lo que era el jabón—. No se haga el longuis, señó, tié usté de sobra pá dá...

Amanecer Contigo, Camren G'PDonde viven las historias. Descúbrelo ahora