Javier y los malandros

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Su amistad data desde los 12 años cuando Javier caminaba junto a su madre sobre la vereda del centro. Era una tarde lluviosa pero calurosa. Los coches no dejaban de pasar y levantaban los charcos que se formaban por la lluvia. 

 - Cuidado mijo, quítese de la banqueta que lo van mojar. – 

- Sí ma. –

Ya llevaban más de 2 horas caminando porque su mamá, la señora Regina García, se metía a cada tienda que podía y nada la sacaba de ahí. Javier se quedaba en la banqueta pateando las piedras y simulando que anotaba goles, su sueño siempre había sido ser futbolista, pero era muy chaparrito y en las escuelas no lo aceptaban por eso. Pateaba y pateaba piedras, metía y metía goles en su mente. Pateó una con tanta fuerza que hasta Roberto Carlos parecería un niño. A la piedra le dolió tanto la gran patada de Javier que botó y botó, rodó y rodó hasta que llegó a un callejón y se escondió dentro de él. Su mamá le pedía que no se alejara de ella porque en cualquier momento lo podían cargar y robar, sobre todo en los callejones. Pero a él no le importó y siguió a la piedra hasta el callejón más obscuro que se iba a encontrar. Iba entrando y poco a poco la luz se escondía, parecería que los callejones están hechos para dar miedo porque siempre están totalmente obscuros. Daba pasos muy acobardados, comenzó a creer que debió hacerle caso a su madre. Sus manos se unieron a su pecho y comenzó a darle mucho frío, casi estaba a punto de llorar del miedo. 

Su corazón le decía que continuara, que buscara la piedra, que si la encontraba iba a ser el niño más glorioso del estadio. Su mente le recomendaba que se hiciera para atrás, que girara su cuerpo y volviera con su madre. Es una piedra más, todas son iguales. (No, no es una piedra más, es perfecta, redonda como una pelota. Si la encuentras, podrás patearla muy fuerte y anotarás cien goles más.) Como buen niño, le dio el paso a su corazón y se adentró al callejón de mala muerte. Había un basurero frente a él, grande como un edificio, estabaentre cerrado pero la tapa la detenía por el montón de basura que se amontonaba dentro. Se acercó para rodear el enorme basurero cuando de él salieron 8 ratas enormes. 4 de ellas eran tan grandes como sus brazos. Cerró los ojos y se tapó la cara para no verlas, pero podía escuchar claramente sus patas caminar. Muchas de ellas hacían sonidos con la boca, muy parecidos al sonido de desaprobación que hace tu tía cuando haces algo mal. Pudo sentir los bigotes de varias de ellas rozando sus piernas, sus brazos, sus orejas, incluso sus cachetes. Uno de las asquerosas ratas se paró en su brazo, pudo sentir sus uñas clavándose en su piel, la rata estaba intentando no caerse, pero para suerte de Javier, el peso le ganó y terminó cayendo al suelo.

Estuvo como unos seis minutos en la misma posición, aun cuando el sonido de los roedores ya se había extinguido. Poco a poco comenzó a quitar las manos de su rostro, la obscuridad se iba desvaneciendo para dar paso a más obscuridad. Abrió los ojos lentamente, como cuando recibes una sorpresa, pero la única sorpresa que recibió Javier fue la compañía de tres sujetos a su alrededor. Cada uno cubriendo un lado. Todos observándolo fijamente, como buitres a su comida. Ninguno hacía un solo movimiento, todos estaban callados. Los tres tenían un aspecto grotesco y apestaban a lo mismo que el basurero, incluso peor. Javier prefería mantener la respiración porque cuando lo hacía, podía sentir su hedor quemando sus ojos. Uno de ellos respiraba muy fuerte por la nariz. Pareciera que sus tubos nasales estaban obstruidos por un algodón. Otro tenía los ojos sumamente rojos, como si hubiera llorado por varios días seguidos y al último le faltaban los dientes. Javier pudo observar la mano del más alto, su piel parecía carcomida, como si se estuviera pudriendo. De hecho, observó como parte de su piel se caía al suelo, como hoja de un árbol en otoño. Se podía ver el musculo del sujeto desde la superficie y con ese mismo dedo, se limpiaba la nariz cuando no lograba respirar. El otro traía una especie de liga en el brazo, atada fuertemente, como si estuviera deteniendo un derrame. Justo encima de ella, tenía orificios muy pequeños, como cicatrices. Los tres estaban muy sucios, podían haber llevado meses sin bañarse y en su cabello había cucarachas colgando, como un niño de un barandal.

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