TIEMPO

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CINCO

Había un gran arbusto frente a Kurt, un arbusto recortado en forma de gorrión con las alas abiertas, como si alzara el vuelo. A su mente vino un recuerdo de meses atrás, cuando Aya le mostró emocionada un dibujo del mismo tipo de ave. Había una sola diferencia, el gorrión estaba descansando sobre la rama de un árbol, con la vista hacia el horizonte lejano. Ella llegó tarde esa noche, emocionada como una niña pequeña, como si hubiese encontrado el tesoro más valioso de la existencia.

Kurt suspiró con desgano al pensar que esa fue la última vez que vio sonreír a su hermana con tanta emoción, su accidente sucedió dos días después. Encerrado en los jardines que adornaban la fachada del hospital, dio un par de pasos por el camino empedrado y se sentó sobre la banca de concreto que estaba a la orilla, frente al arbusto, con las ventanas del edificio al fondo.

Estaba preocupado y ni siquiera ese dulce recuerdo era suficiente para sacarle de encima las dudas que invadían sus pensamientos. La noticia de la Ciudad de Los Altos estaba por todos lados y el pánico ya podía sentirse en las calles al paso que la capa de polvo blanco brillante, que caía del cielo, se engrosaba sobre el suelo.

Janeth ya sabía lo que procedería en caso que el hospital activara sus protocolos de emergencia, por lo que pidió a Kurt que esperara por ella en el jardín mientras averiguaba las disposiciones que tomaría la directiva. No había tiempo para discutir, desde el momento en que la noticia de Los Altos salió a la luz, el Hospital Central cerró sus puertas a las visitas. Que Kurt esperara donde lo hacía era solo un favor concedido a una de las terapeutas más confiables.

La ansiedad le comía los nervios y sus manos no dejaban de temblar. ¿Qué iba a hacer si no podía ver a Aya? ¿Qué pasaría si ella despertaba y él no estaba ahí? Era imposible, inimaginable. Aya no podía despertar sin él, no podía pasar sin él ahí, él debía estar ahí, él tenía que estar ahí. El milagro solo podía corresponderle a él, pero en ese momento, el pánico lo invadió al pensar en que ella también podía alejarse de sus manos sin poder hacer algo al respecto.

Quería levantarse, quería ir a la puerta a exigir con todas sus fuerzas que le dejen pasar. Tenían que entender, todos tenían que entender el peso que llevaba sobre sí, la responsabilidad que tenía sobre ella. Su deber era despertarla y todos debían entenderlo. Pero se quedó ahí, quieto, en silencio y esperando por Janeth. Bajó la cabeza, sostuvo su frente con ambas manos y apoyó los codos sobre sus rodillas.

—Ah —suspiró frustrado—. ¿Una ciudad entera? ¿Eso siquiera es posible?

—¿Lo dudas?

El eco se manifestó haciendo temblar cada microscópica célula en su cuerpo. Era la voz de una mujer que se esparció por el aire preguntando dulce e inocente por su percepción. Kurt levantó la mirada inmediatamente y se vio aterrado por el escenario frente a sus ojos. El cielo blanco y brillante era ahora gris y oscuro, tanto como lo eran las columnas de humo que consumían los destrozados edificios que había cerca.

El jardín estaba destrozado por los escombros que quedaron tras el derrumbe del hospital, el cual ardía débilmente aún. Kurt dirigió la mirada hacia su derecha, sobre el empedrado, y se encontró con ella, una pequeña chica de cabello dorado, ondulado y muy largo, cuyo fleco hacía difícil verle la cara. Estaba descalza, con una gruesa y sucia capa de piel color marrón cubriendo su cuerpo hasta las rodillas.

—Oh, ya veo —se escuchó decepcionada—. No eres tú.

SEIS

Kurt reaccionó y perdió el aliento. Como si despertara de una horrible pesadilla, se ahogó en sí mismo sin entender siquiera dónde estaba de un momento a otro. Levantó la mirada y el polvo brillante que caía del cielo le entró en los ojos. Se frotó con ambas manos al sentir la incomodidad y empezó a calmarse a medida que su visión ganaba resolución.

El Orgullo de los Traidores, Volumen 2: El Jardín de la VidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora