DIECISIETE
Tal como ordenaba el protocolo para las visitas, Dina aguardó a un lado de la puerta del General Paul Bellamy, recostada sobre la pared del pasillo adornado en detalles de color crema y blanco. Su fría mirada dio una breve tregua en el momento que bajó la cabeza para frotarse los ojos.
—Ah —suspiró discretamente—, estoy harta de esto.
Sonó la chapa de la puerta y, antes de darse cuenta, ya estaba de nuevo con la espalda recta y los ojos serios. Salió el Sir Anloucce, con un marcado regocijo en su rostro, tan grande, que casi era contagioso. Dina mantuvo la compostura, pero también se sintió más relajada al notar que se trataba de él, quien se dirigió hacia ella en el momento en que la puerta se cerró.
—Puedes estar tranquila, Dina. Él no va a molestarte más.
El Sir habló con naturalidad, tanta que Dina creyó entender a qué se refería. Si estaba en lo correcto, era justificable que esas palabras la hicieran tambalearse, pero así mantuvo la compostura a pesar de la impresión. El Sir asintió amistosamente, notó su diminuta reacción, se dio la vuelta y empezó a alejarse.
El pasillo era amplio y lujoso, de paredes color crema con adornos arquitectónicos propios de un palacio y detalles en telas rojas y doradas acompañados de numerosos tesoros exhibidos frente a cada columna. Era como caminar en un museo, pero poca atención prestaba el Sir a esto. Dina lo vio alejarse dando cada paso con confianza y calma, pero bajo la fachada se ocultaba un huracán de pensamientos y dudas.
—Ah —suspiró silenciosamente—, creí que tendría todo controlado media vez llegara a ser Sir, pero sin importar cuánto poder tenga, aún existen cosas que se me escapan de las manos. Bien dicen que nadie se convierte en Dios solo por ser uno de sus hijos. No debo olvidarlo.
DIECIOCHO
Para esa noche, la Ciudad Capital había sido declarada en estado de emergencia por la Corte Real. Como consecuencia, el toque de queda dejó las ajetreadas calles completamente vacías para las 20:00 horas. El polvo que cayó del cielo durante el día dio tregua poco después del atardecer, pero terminó acumulándose, dejando un fino y brillante manto blanco sobre todo lo que le fue posible cubrir.
El amargo ánimo que quedó tras los acontecimientos de ese 10 de octubre se acompañó de las luces de la ciudad, pero aun así, la confianza de la ciudadanía en la Corte Real no se tambaleaba. No era para menos, se trataba de la Gran Nación de Ceres, el país más poderoso y avanzado de todos. Era de esperarse que sus gobernantes fueran también los más efectivos a la hora de afrontar problemas de este tipo, después de todo ya tenían la experiencia para hacerlo y la historia reciente respaldaba su capacidad.
Entre las dudas y la incertidumbre, para los ciudadanos era cuestión de tiempo para que el problema se resolviera. La próspera paz que tanto regocijaba a la tierra de los Hijos de Dios volvería en cualquier momento. Seguramente lo haría. Era lo que la mayoría pensaba.
Pero los hechos no son más que eso y lo que determina su importancia en realidad, es la gente. Afuera, lejos de la calidez que apaciguaba el miedo en los hogares, las calles se sumían en soledad y silencio. No había civil que pudiera salir solo porque sí, si mucho se veía pasar a los vehículos policiales patrullando eventualmente. Y aun así, había alguien afuera.
No era muy alto, parecía bastante joven, y corría de un lado a otro entre el pavimento y las banquetas, pateando los montículos de polvo que brillaban levemente al reflejar la luz del alumbrado público. Se paseaba el área más moderna de la ciudad, donde los edificios eran más altos y las calles eran más bonitas, con la capucha de su holgado sudadero cubriendo su cabeza y las mangas del mismo ondeando de un lado a otro.
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El Orgullo de los Traidores, Volumen 2: El Jardín de la Vida
FantasyEra lunes nuevamente, día en que Kurt Kirchoff Astrea iba de visita al hospital a ver a su hermana menor, Aya. Sin embargo, su rutina se vería adornada por un extraño fenómeno en el que cientos de cristales diminutos empezaron a caer del cielo en el...