VISITA

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OCHO

El viejo y oxidado portón blanco, que estaba formado de cuatro piezas articuladas en parejas, retumbó rompiendo el silencio dentro de aquel descuidado garaje de paredes celestes con secciones despintadas. La chapa cedió ante el brusco jugueteo con la llave y las bisagras de la sección de la derecha rechinaron al paso que esta se iba abriendo hacia afuera.

Kurt se asomó tímidamente, dudoso de si debía entrar o no a aquel descuidado lugar donde su padre, durante un tiempo, pasaba sus ratos libres, el taller de un pintor aficionado que rentaba a dos cuadras de su casa. Adentro los estantes y las mesas estaban abarrotados de botes de pintura y otros instrumentos, tres o cuatro caballetes aún tenían encima lienzos a medio pintar. Había tantas cosas por todos lados, tan llenas de polvo, que era difícil distinguirlas entre el desorden.

"Siempre fuiste muy desordenado", reprochó Kurt entre pensamientos, soltando un gran suspiro. Dejó la puerta a medio abrir y dio un par de pasos adelante. Contempló todo, aunque en realidad no frecuentaba ese lugar, y recordó el día en que su padre le habló de la idea de retomar su viejo hobbie. También recordó lo que le dijo en ese momento: "¿Un taller de pintura? ¿En serio quieres perder el tiempo con eso? Ni siquiera eres tan bueno".

Sintió nauseas, como si su estómago se retorciera. Un escalofrío hizo temblar sus piernas y en su rostro se dibujó una mueca como respuesta a la ansiedad que sentía por estar en ese lugar. Desde su muerte, Kurt solo tenía una opinión sobre su padre, que era un hombre mediocre que se rindió demasiado pronto. Pero como hijo, tampoco podía culparlo, el destino fue cruel desde ese día lluvioso, seis años atrás, cuando su madre desapareció, llevándose a la tercera hermana consigo.

Los otros tres hermanos quedaron al cuidado del reconocido y renombrado investigador que era su padre, Reinhard Kirchoff, en ese entonces. El tiempo siguió adelante, pronto Ritchmond se apartó en la medida que empezó a desarrollarse más dentro del ejército. Aya, que era muy hogareña, empezó a salir más seguido y a traer nuevas ideas luego de días enteros fuera de casa. Kurt siguió con su carrera universitaria, esperando algún día convertirse en su ideal, un héroe que ayude a las personas menos favorecidas.

Todos siguieron adelante como pudieron y evitaron hablar sobre la madre y la hermana desaparecidas. Todo parecía ir bien, todo estaba bien para Kurt. Pasaron tres años y todos avanzaron mucho más que en años anteriores, hasta el día en que su padre fue despedido y todos sus proyectos fueron cancelados. Pasaron dos años y medio más y Reinhard Kirchoff se suicidó.

Para cualquiera era lógico decir que Reinhard fue absorbido por la depresión que le generaron los malos acontecimientos recientes, incluso Kurt creía eso; pero también había algo que no hacía sentido para él. Su padre siempre había sido un hombre trabajador y decidido, un hombre sabio que daba los mejores consejos de vida y nunca volteó la cara a las necesidades de sus hijos.

Pero cambió repentinamente, de un día a otro, sin explicación, pero probablemente con oculto sentido. ¿Acaso ese cambio fue resultado de aguantar la ausencia sin explicaciones del amor de su vida? ¿Acaso sus experimentos ya no estaban saliendo como esperaba? Era imposible saberlo, pero su despido y la cancelación de todos sus proyectos vendrían meses después.

NUEVE

—¿Hay alguien aquí? —irrumpió la voz de una mujer, haciendo eco dentro del taller.

Kurt saltó asustado por la inesperada intromisión. Se dio la vuelta y encontró un rostro conocido asomándose desde la puerta a medio abrir. La mujer era morena, delgada y pequeña, con las mejillas un poco caídas debido a la edad, de cara redonda, ojos marrones y largo cabello negro con algunas canas hecho en una larga trenza que caía sobre su espalda.

El Orgullo de los Traidores, Volumen 2: El Jardín de la VidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora