Introducción

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KILIAN

Frío.

Ardor.

Podría jurar que cada parte de mi cuerpo de tan solo diez años, dolía, cada centímetro de la piel que cubría mi espalda, desde la nuca hasta el coxis. Incluso podría haber visto la sangre que corría, de no ser por la lluvia la cuál se llevaba el líquido rojo.

Estaba en el suelo frío y mojado del asfalto, a mitad de la calle desolada, balanceándome con las piernas flexionadas, en posición fetal.

Mantenía los ojos apretados, mientras cada uno de mis huesos temblaba. Estaba expuesto, semidesnudo, no completamente gracias a los pantaloncillos oscuros, rotos y sucios por grasa que poseía.

En mi mente rondaban muchas imágenes traumáticas, desde el cinturón persistente de mi padre, su juguete favorito, o la plancha caliente de mi madre. El último objeto era el más doloroso, ya que esta vez lo había usado mi padre en mi espalda, como si fuese una mesa de planchar. Sin piedad alguna.

No era la primera vez, pero deseaba la última. El cuerpo llega a un límite y mis límites de dolor ya se habían sobrepasado.

Lo comprobé titiritando del frío, cuando mi pecho subía y bajaba con fuerza, imposible de controlar cada espasmo, todos más fuertes que el anterior. Al las lágrimas saladas correr por mis mejillas, justo cuando pensé que podría morir, y sentí que eso estaría bien para mí, porque prefería la muerte.

No podía aguantarlo.

Pero en algún momento mi padre me encontraría como sucedía siempre que escapaba del dolor, y me llevaría nuevamente ahora con un nuevo castigo, el cual sería mucho peor al anterior por el cuál escapé, y mi madre lo vería todo sin decir palabra, porque no tenía lengua, mi padre era el gato.

Entonces me resigné dejándome caer de lado, encogiéndome a la espera de mi fin que con suerte llegaría en algunas horas, él no saldría de casa lloviendo tan fuerte, era una ventaja.

Mordí con fuerza el interior de mi mejilla al sentir mi estómago quemar por el hambre, pero no pasaron ni treinta segundos hasta que una mano tomó mi hombro expuesto y me exalté asustado.

-¡No papá, no me lleves! ¡Déjame morir!- exclamé apretando mis hombros adoloridos.

Cerré los puños, y creí que mis dientes se partirían en pedazos por lo fuerte que apreté. Quería irme, necesitaba descansar, él no podía llevarme de nuevo.

-Hey, niño- dijo una voz masculina grave, abrí los ojos de golpe, no era mi padre, la lluvia me impedía ver, pero con suerte pude enfocar la vista.

Era un hombre quizá de unos treinta años, tenía tatuajes por todo el rostro y estaba rapado, era muy pálido, de unos ojos grises opacos. Llevaba un suéter negro con capucha, cada segundo se empapaba más, traía unos jeans ajustados y unas botas de cuero marrones. Noté que tenía un arma, al agacharse, pude verla relucir sobre su cinturón bajo el suéter.

-¿Qué te pasó?- no respondí, vi a su lado un vehículo -Vamos- me tomó del brazo con cuidado y traté de alejarme, pero no pude, estaba muy débil, no podía moverme. Ya no.

Me alzó y sentí un dolor desgarrador el cuál me hizo soltar un fuerte quejido, él trató de ser lo más cuidadoso posible pero un simple tacto era como un golpe en la espinilla. Más que eso, se sentía como si me rompieran los huesos. El hombre con esfuerzo logró sentarme en el asiento del copiloto y subió seguidamente.

Era una camioneta al parecer costosa, nunca había subido a ninguna igual, vi el saltar como una opción, pero ya nada me importó, porque en lo único que podía pensar era en el dolor intenso que recorría cada parte de mi ser. Realmente quería morir y que ya no doliera, quise decírselo, que me diese un solo tiro, más sin embargo, mi voz ya no salía.

Él se quitó el abrigo quedando con una camiseta de tiras, despojándose del arma y tirándola en un compartimiento de la puerta a su costado, lo hizo con cuidado, pero lo pude notar. Puso el abrigo sobre mí simulando una sábana y el calor apaciguó el hielo de mi fría piel. Mi cuerpo lo agradeció por un segundo.

-Maldito el que le hace tanto daño a un pequeño niño- gruñó mirando al frente.

Trague saliva, se le vio enojado por un momento al soltar esas palabras, sentí miedo. Pero volvió a verme y pude ver que no me haría daño. Lo sentí.

Entre mi delirio pensé que iríamos a un lugar de esos en los que sanan a los enfermos, pero sin embargo, nos adentramos a unas calles costosas, no supe cómo llegamos ahí, mi vista era cada vez más borrosa, tenía unas intensas ansias de vomitar, que no vi cuando entramos a una especie de mansión color vino, parecía un hotel o quizá era más que eso, tenía cuatro pisos, muchos arbustos con formas, césped podado, palmas y habían más de diez hombres en cada lado de la misma, parecían guardaespaldas, tenían un aspecto rudo, sentí miedo.

Miré al hombre el cuál sonrió amable, quizá con un poco de lastima y estacionó, quise salir corriendo pero mi cabeza comenzó a sentirse pesada. Ya no podía ver con claridad.

Lo último que oí fue al hombre acercarse a otro y decirle...

-Llama al médico rápido, el niño está a punto de morir desangrado.

ASHER

Mamá termino de hornear las galletas, mientras papá me dió un vaso de leche que calentó en el microondas. Sonreí recibiéndolo.

-Jostin, te he dicho que no le des cosas recalentadas al niño, pueden darle dolor de estómago- regañó mamá.

-Vamos Isabel, es solo un vaso de leche- dijo papá blanqueando los ojos.

Tomé del vaso y relamí el bigote de leche que se marcó, mamá lo notó sonriendo antes de darme dos galletas en un pequeño plato de plástico que tenía reservado para mí, sabía que los de vidrio siempre terminaban rotos por mi culpa.

-¿Ya metiste todos tus libros en la mochila?- preguntó papá.

-Ujum- murmuré terminando la primera galleta de un bocado.

-Ok, termina rápido, se nos hace tarde para la escuela- insistió, tragué y tomé la otra galleta masticándola rápido.

-Espero que tengas un increíble día hoy, cariño- sonrió mama antes de besar mi mejilla. Sonreí falsamente antes de tomar mi bolso y la mano de papá para salir.

Tenía tan solo ocho años y ya sentía miedo de ir a clases.

Era el mejor, el niño que más entendía y hacía todas las tareas al instante, Incluso me habían adelantado a dos grados más altos por lo mismo.

Pero claro, no puedes ser inteligente o te conviertes en un Nerd, ¿Y cómo terminan los nerds? De cabeza en la basura, mientras los populares se ríen. Entre los clichés estadounidenses, yo estaba en el peor.

Nunca le dije nada a mis padres, no porque no lo entendieran, si no, por que ellos son muy buenos para sufrir por mis desgracias, y tampoco les dije que soy gay cuando me enteré a los doce años, porque no quise que se decepcionaran, mi silencio siempre tendrá una justificación.

Una justificación para ser infeliz.

Entonces solo dejé que las cosas pasaran, pero al cumplir los diecisiete llegó mi tan anhelado cambio, donde comenzaría una nueva vida.

El día que creí que finalizaba todo el horror de la secundaría.

-Iremos a New York- dijo Papá -Ahora viviremos allá, me ascendieron en el trabajo.

No podía estar más feliz mientras iba en el auto pensando en eso, en mi yo pequeño, el cuál iba evolucionando con cada año, y buscaba cómo comportarme de ahora en adelante, para ya no seguir siendo el nerd, ¿Sería dejar de leer tanto para ya no usar los lentes?

Yo no me veo mal, soy aparentemente apuesto, pero mi personalidad daña todo y termino siempre catalogado como un estúpido. Un idiota cómo suelen llamarme.

Así que debía cambiar, o hacer algo, encontraría una solución para terminar como una persona normal hasta que el año finalizara y entrara a la universidad. Dicen que ahí todos son como yo, y eso era lo que necesitaba.

Cueste lo que cueste.

"A veces el precio de la tranquilidad es el comienzo de la tortura"

SuyoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora