Capítulo veinte: El delirio que me guardé.

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—¿Y si buscamos un sitio más tranquilo? —Rompo el silencio que se instaura entre nosotros, sin dejar de sostenernos las miradas.

—Por favor.

Alma se gira, decidida, y a mí sólo me sale seguirla. Se conoce el lugar, se mueve en él como si perteneciera allí. Al salir, Rebeca nos recibe con una sonrisa y los brazos abiertos. Ambos fingimos que escuchamos la charla que nos da durante los quince minutos que tardamos en llegar a las mesas que habían colocado en el jardín del teatro para la cena de los nominados. Habían montado varias pérgolas de tela semitransparente, atravesadas por varios hilos de bombillas. El ambiente es íntimo, pero festivo. Los camareros van y vienen, preparando los aperitivos y empezando a tomar comandas de las personas que ya hay allí.

—Gracias, Rebeca. Ya seguimos nosotros, sé cuál es nuestra mesa —le despacha Alma, con una gracia típica de quien lleva años trabajando con ella.

—Como queráis. Si necesitáis algo, estoy dentro, ¿vale? —Señala con su cabeza el interior del local de donde procedían todos aquellos profesionales con bandejas y delantal.

—Claro, gracias.

—Que os aproveche.

Nos deja un beso en la mejilla a los dos y se marcha de allí, dejándonos de nuevo a solas. Alma no aparta la mirada de aquella figura, ni aún cuando desaparece de nuestro alcance visual. Me sudan las manos y empiezo a escuchar el corazón palpitar en mi sien, de tan fuerte que late.

—¿Hay algún sitio al que podamos ir? —Rompo, de nuevo, el silencio que se ha generado, de nuevo.

—Sí, ven.

Hace un amago de tomar mi mano, pero se queda en un roce de su índice con mi muñeca. No por ello, la descarga de adrenalina se hace menor. Sin ser capaz de mirar a mi alrededor, vuelvo a seguir aquella aura que me invita a no separarme de ella. Hago caso a todo mi organismo, que me pide continuar a su lado, continuar disfrutando de su esencia, de su olor, de las vibraciones que me tiemblan en los dedos cuando sé que está cerca. Acabamos en un banco, iluminado por un par de farolas cercanas. La noche había caído sobre nuestras cabezas sin darnos ni cuenta, y las escasas estrellas que se veían desde Madrid nos hacían de cúpula, de manta, de cuna.

—Qué pequeño me siento cuando miro al cielo —digo, cuando Alma se sienta e imita mi gesto.

—Sí... Es una sensación extraña la de tomar consciencia del lugar ínfimo que ocupamos en el mundo. 

Rodeo el asiento para acomodarme a su lado. Ha levantado una de sus piernas, apoyándola sobre la madera, abrazándose a ella. Yo pierdo un segundo los papeles, así que miro al frente e intento dejar la mente en blanco mirando el paisaje.

—Enhorabuena por el premio.

—Gracias. Enhorabuena a ti por la nominación. Siento mucho que no ganara, es una muy buena canción.

—No pasa nada, espero que haya más oportunidades. —Me encojo de hombros, y acto seguido noto los ojos de aquella chica arderme en la piel.

—¿Y eso?

Volteo levemente la cara, con tal de tener a la vista su expresión. Frunce el ceño, aprieta la mandíbula y el dorado de sus iris brilla más que nunca.

—Creía que te lo habría dicho Rebeca...

—¿El qué?

—Firmé por la discográfica.

—Oh... Oh. —Su sorpresa se refleja en su rostro y trata de disimular una leve sonrisa mordiéndose los labios.

Yo también aparto la mirada para ocultar la que me está naciendo. Podría ir muy de dura, podría intentar fingir que no le agrada mi presencia... pero toda su expresión corporal me estaba gritando en braille que lo que me ocurría a mí con ella era recíproco.

Historias inacabadas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora