El asesino de la cabeza roja

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Charlie Adler estaba parada frente al espejo. Apreciaba su nueva apariencia. Levantó las manos con una ligera dificultad, como si la gravedad trabajase con más fuerza. Charlie sonrió ante los intentos de la verdadera dueña de recuperar el control de su cuerpo. Inútil. Este nuevo cuerpo pertenecía a Charlie Adler. Se masajeó las tetas y pasó las manos por sus pronunciadas caderas.

Se hizo una presión en el pecho y el estómago, esperando poder sentir dolor. Nada. Este cuerpo era enteramente sano, salvo por una intolerancia a la lactosa. Charlie se sentía feliz, había dejado un cuerpo agujereado por las balas de la policía y había recibido un cuerpo sano a cambio. El conjuro había funcionado, sabía que era una buena idea.

Y solo tuvo que esperar diez años para ver el fruto de su éxito.

La idea se le había ocurrido como una progresión natural de cualquier fanático de Harry Potter; primero comienzas viendo y leyendo magia ficticia para luego pasar a la magia (negra) real.

Charlie Adler se alejó algunos pasos del espejo. Le hubiera gustado seguir contemplando su belleza en el mismo, pero tenía cosas más importantes que hacer. Había estado más de diez años encerrado dentro de esos pendientes y extrañaba algunas sensaciones y estímulos. Desde cosas tan sencillas como sentir el calor del sol en su rostro, a cosas más complicadas como devorar una hamburguesa de pescado y dejar que su cuerpo haga el complicado trabajo de la digestión.

Y lo más importante de todo: Extrañaba matar.

Sin embargo, había una cosa que no iba a extrañar; ni en el pasado, ni en el presente, ni en el futuro: el dolor. Charlie Adler no estaba acostumbrada a caminar con tacones. Sus pasos eran propios de una persona con dos pies izquierdos intentando bailar tango, y el suelo de madera no era el adecuado para moverse con tacones. Uno de los tacos se introdujo a la perfección en uno de los variados agujeros del suelo. Charlie intentó moverse su pie aprisionado, pero solo consiguió que el tacón se introdujera aún más en el agujero. Movió su pie con tanta fuerza que destrozó el tacón. La mente masculina de Charlie Adler no tenía idea de las repercusiones futuras de esa acción.

Al dar el siguiente paso se desplomó en el suelo. Se golpeó todo el cuerpo, principalmente la cara. Sollozó un poco al sentir como su cerebro recibía los mensajes de dolor. Sus llantitos sonaban como los chillidos de un animalito herido. Charlie Adler se quitó los zapatos y los arrojó lejos. Estos se estrellaron en distintas paredes de la habitación.

Charlie Adler se levantó y dio el primer paso. Su cuerpo tembló de manera involuntaria. Eran sus pies reaccionando al frio del suelo. Se acostumbró después del paso número 3. Charlie Adler caminó hasta su cama, que consistía en dos colchones aplastados por el tiempo y unas frazadas marrones (eran blancas cuando las compró). Se puso de cuchillas, y comenzó a revisar debajo de la cama.

Sacó un cráneo.

- ¡UPS! Objeto equivocado.

Regresó el cráneo dentro de la cama, entre los colchones; junto con otros diez cráneos que formaban unos pequeños bultos en el primer colchón. Charlie Adler era conocido hace diez años como el asesino de la máscara roja.

- No fueron diez, fueron once.- se dijo a si misma con una despiadada sonrisa.

La recordaba a la perfección.

La chica estaba mirando hacia abajo, sus pies estaban bien amarrados pero los nudos eran muy amateurs. Lo mismo pasaba con sus muñecas, le dolían los brazos por tenerlos en su espalda por muchas horas, pero podía moverlas con ligera facilidad.

La quinta misiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora