2. El dibujo negro

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Sin responder a la pregunta de Oier, todas pusimos la mirada en la puerta.

De allí salió Maddi en pijama. Tenía ojeras y se notaba que se acababa de despertar.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó ella con voz cansada— He oído gritos.

—Hola, cariño —comenzó a hablar Maitane—. Acércate un poco.

Y le hizo un gesto con la cabeza para que fuera hacia allí.

Maddi vino lentamente y se puso a mi lado. Lo suficientemente cerca como para percatarse de lo que estaba pasando. Ella no dijo nada y agarró la mano de su hermano.

Oier notó la presencia de su hermana y dijo:

—¿Maddi, estás ahí?

Eso debió afectar a Maddi porque de pronto, rompió a llorar. Yo le di un abrazo de apoyo a mi amiga y ella trató de secarse las lágrimas con las manos.

—Oier, estoy aquí —susurró la joven—, contigo.

—Ojalá pudiera verte —deseó Oier.

Fue un momento emotivo y conmovedor. Oier y Maddi no solo eran hermanos. Eran mellizos y tenían catorce años, al igual que Eneko y yo.

Al ver que su hija lloraba, Maitane también comenzó a llorar y la cocina se volvió un sitio triste donde todos sollozábamos.

Al poco tiempo, vinieron también Eneko y su madre.

Eneko siempre había sido el mejor amigo de Oier, por lo tanto, no le sentó nada bien la mala noticia.

Y así estuvimos una hora y media.

Oier cada vez se sentía peor porque pensaba que él era el causante de tanto lloro.

—Eso no es verdad —reprochó Eneko—, nosotros lloramos porque te queremos. Nadie ha tenido la culpa de que Ilun te haya afectado.

—Eso es cierto —intervine yo—, además, creo que lo mejor será que pasemos contigo todo el tiempo que podamos.

Oier asintió con la cabeza y Maddi no dijo nada, como si no estuviera conforme.

El resto del día estuvimos haciéndole compañía para que no se sintiera peor de lo que ya se sentía.

En un instante, vi como Maddi dibujaba algo con un carboncillo. Descubrí que lo único que estaba haciendo, era rellenar la hoja de su libreta de negro. Sin trazar ningún tipo de dibujo.

—¿Qué haces? —le pregunté intrigada.

—Simplemente expresar mis sentimientos— me respondió ella—. Siento que solo estoy perdiendo el tiempo. A mi hermano solo le quedan dos semanas de vida y no puedo hacer nada para que sane.

Entonces se me ocurrió una idea.

Fui corriendo hasta la habitación en la que dormíamos mi madre y yo y por suerte, allí le encontré.

—Hola —me saludó con amabilidad—. ¿Cómo te encuentras?

—Mal, supongo —respondí.

—¿A qué vienes?

—Vengo a preguntarte un par de cosas.

—Adelante —dijo ella.

—¿Sabes si hay alguna cura para la enfermedad de Ilun?

Esa pregunta le pilló por sorpresa y eso se vio en su cara de asombro.

—No lo sé —dijo tras pensárselo por un tiempo.

Entonces suspiré. Pensaba que mi madre sabría algo sobre eso.

—¿Por qué preguntas? —me preguntó entonces mi madre.

—Por si podía hacer algo para ayudar a Oier. Me siento inútil. Él está sufriendo y no puedo hacer nada por él. No sé siquiera si hay cura para la enfermedad.

—Ahora que lo dices —empezó a decir ella—... quizá conozca a alguien que puede que sepa responder a tu pregunta.

Entonces abrí los ojos como platos.

—¡¿De verdad!?

—Sí —respondió mi madre.

—¿Dónde? ¿Cómo puedo llegar hasta esa persona?

—Se encuentra en Amildegi y se llama Itsaso. Es una adivina y se encuentra en una carpa muy llamativa en la plaza mayor del pueblo. Quizá ella te pueda ayudar.

Entonces le di un beso en la mejilla.

—Gracias, mamá.

—De nada, y suerte en tu viaje.

Y así nos despedimos con un fuerte abrazo.

Después de eso, decidí bajar a la cocina para despedirme de Oier.

—Pero no te puedes marchar, sentiré tu falta hasta el día en que muera —me había reprochado él.

—No morirás —le juré yo—, te lo prometo.

Nos dimos un abrazo y le dije que volvería con la cura.

Esperaba de verdad que eso pudiera ser real.

Iba a ir al establo para coger un caballo (porque sí, teníamos un establo) y empecé a escuchar unos pasos a mi espalda.

Me di la vuelta y me encontré a Eneko y Maddi.

—¿Pensabas marcharte sin nosotros? —me preguntó Eneko con una sonrisa.

Yo sonreí como una estúpida, como si siempre hubiese querido que vinieran conmigo.

—Son veinte minutos hasta Amildegi —dijo Maddi—, si partimos ahora, llegaremos para la hora de cenar.

Yo asentí y fui hasta el establo.

—¡Eh, Jul! —gritó Eneko antes de que pudiera coger un caballo— Cuantos menos caballos llevemos, más cómodo será. Vayamos juntos en un caballo.

—Vale. Es hora de irnos.

Y así sacamos a los caballos del establo, cogimos las riendas y nos marchamos.

Tocaba ir a Amildegi.

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