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CAPÍTULO 4: LA BESTIA A MEDIANOCHE

El cielo enroscado detrás de la ventana se desplazaba lentamente, entre nubes oscuras y grises, como si estuviese siendo devorado por la tormenta.

—Parece que lloverá. —comentó el gato azul, recostado en su lugar junto al ventanal.

—¿Debería asegurar las ventanas, maestro? —preguntó Mio, deteniendo su trabajo de reorganizar los libros.

—No —rechazó el gato, sin preocuparse demasiado—. Continúa con lo que estás haciendo.

Demasiado confiado pese a la tormenta que se avecinaba.

Con un libro todavía en la mano, el aprendiz no tardó demasiado en retomar la tarea hasta finalizar rápidamente el trabajo.

—Bien hecho —lo felicitó su maestro entre bostezos—. Yo me haré cargo de la siguiente sección entonces.

—¡Maestro! Yo puedo hacerme cargo. —ofreció Mio.

—¿Es así? —el gato azul le dio un vistazo a su aprendiz.

El tiempo pasaba de maneras extrañas, o quizás era diferente para cada quien.

Al gato azul le parecían que los días no eran más que instantes diminutos y recortados en el tiempo, pero en su aprendiz podía ver los cambios; en sus piernas que no dejaban de alargarse y en sus mejillas más rellenas ahora que recibía los alimentos necesarios para su desarrollo. En otras palabras, Mio ya no era tan niño, y aunque todavía conservase un poco de su torpeza, ya podía hacerse cargo de la biblioteca por sí mismo.

—En ese caso, te lo dejo a ti —asintió, poniéndose de pie para así poder estirar sus articulaciones—. Yo tomaré una siesta entonces.

—Sí, maestro.

Mio se puso en marcha, con su maestro observándolo con diversión desde su lugar.

—De todas formas debes saber que no necesitas hacer esto. ¡No planeo echarte! —le aseguró con un matiz de humor.

Aunque Mio dio señales de haberlo escuchado al detenerse de forma abrupta, prefirió no mirar atrás, y en cambio retomó el paso con más prisa.

—No, sigue siendo un niño torpe. —rió para sí el gato azul.



La noche cayó con un rayo tan feroz que iluminó toda la estancia a través de los ventanales.

Fuera había un diluvio tan fuerte que los cristales se sacudían cada tanto, no obstante, Mio continuaba su trabajo, colocando los libros por orden alfabético sin la menor de las distracciones. Había sido el gato, pues, quien le había enseñado a leer y a memorizar todos los idiomas conocidos —e incluso aquellos casi desconocidos— por lo que su absoluta concentración no daba margen a equivocaciones.

Por esa razón sabía que algo iba mal.

—Falta un libro. —murmuró más para sí que para alguien en específico, acercando su cara a los tomos y leyendo los títulos con cuidado.

Desafortunadomente era demasiado joven e inexperto para memorizar todos los libros de la biblioteca. Motivo por el cual le echó un vistazo tres veces a la hilera de libros, tratando de averiguar cuál era aquel faltante.

—Necesitas encontrarlo rápidamente, muchacho.

La voz del ratón provocó que Mio diese un salto del susto, demasiado alerta por si llegaba a aparecer su maestro. No quería fallarle en la primera tarea que le que él mismo había pedido.

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