5.- Acantilados..., ya siento la adrenalina

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Raimon Freya

Siempre me pregunté si una persona tiene un límite, si tiene ese momento de querer irse de todo y de todos y estar solo existiendo pacíficamente, o si en realidad lo que quiere es ser víctima de su propia cabeza haciéndolo caer desde un octavo piso. La mente es el peor enemigo que tenemos, de hecho somos nosotros mismos.

Nunca fui una persona que sufriera de esos tipos de temas, porque siempre intento ver lo positivo de las cosas, aunque tenga que ir hasta lo más profundo para encontrarlo. A veces la gente no se da cuenta, pero la salud mental es más importante que todo lo que estamos viviendo, ya sea ansiedad por el instituto, problemas con la familia o con nuestros "amigos".

Siempre fui un chico bastante independiente, aunque últimamente me siento demasiado solo y me encantaría sentir ese escalofrío de felicidad, ese abrazo verdadero u oír esas palabras de mi alma gemela que solo refuerzan el vínculo que nos une.

Este año me mudé a Barcelona con mi madre, y aquí estoy, tumbado en la cama pensando porque Aurora se tuvo que ir con tanta prisa. La conocí en el instituto este año, parece una chica bastante normal que lucha para seguir con vida, supongo. Ayer estuve con ella en el hospital hablando de su supuesto accidente que dejó todo el lavabo bañado en sangre.

Me quedé mirando el peluche que tenía a un lado de la cama durante cinco largos minutos mientras pensaba en cómo debería pasar esta tarde. Aurora no cogía el teléfono, supongo que sus padres la mantendrán ocupada.

Me pregunto dónde está ese pequeño gato.

Puse mi cuerpo en funcionamiento y me levanté de un salto que dejó mi cabeza un poco trastocada. Después del pequeño mareo, salí de la habitación para ir a la cocina y coger un poco de chocolate, me encanta.

—Cariño, ¿ya hiciste la tarea? —preguntó mi madre.

—Mamá, es solo el segundo día de instituto —dije mientras abría la nevera.

—Es verdad —dijo mientras revisaba los cajones en busca de comida.

Mi madre trabaja en un hospital cerca de casa, de hecho nos mudamos a Barcelona por su trabajo, a mí no me molestaba, porque necesitaba un cambio de aires y alejarme un poco de la gente tóxica.

—Mamá, ¿quieres hacer galletas hoy? —le pregunté con una sonrisa en mi rostro.

—¿Galletas? Desde cuando sabes tú hacer galletas —preguntó mientras se ponía agua en un vaso.

—De alguna forma tendré que sobrevivir solo en casa, ¿no? —dije irónicamente.

—¿Sobrevives a base de galletas? —preguntó sonriendo— es la cosa más graciosa que he oído hoy.

—Están riquísimas, deberías probarlas.

Después de estar quince minutos rebuscando por todos los cajones en busca de satisfacer el hambre que nos inundaba, nos rendimos y decidimos hacer "Las galletas de Raimon"

—¿Dónde está la receta? —preguntó confirmando que se rendía en la búsqueda de algo comestible.

—Aquí —dije mientras señalaba con el dedo mi cabeza y se generaba una sonrisa en mí.

—No puede ser —dijo vacilante.

—¿Qué? —pregunté bajando mis brazos hasta las caderas con rapidez extrañado de su expresión facial.

—¿Te la sabes de memoria?

—Sí —contesté.

—Claro —dijo mientras daba un giro de noventa grados— y yo soy la reina de Inglaterra.

—Te lo juro.

Ella me miró y en cuestión de segundos ya estábamos buscando los ingredientes para hacer las dichosas galletas. Al cabo de siete largos minutos nos dimos cuenta de que faltaba el ingrediente más importante: la harina.

Estábamos contemplando la mesa llena de ingredientes.

—¿Tú crees que se pueden hacer galletas sin harina? —pregunté mirando a mi madre confundido.

—No sé, yo soy doctora, no galletera —dijo mientras cambiaba su rostro en extrañado por el sonido constante de notificaciones proviniendo de mi cuarto.

—¿Es tu móvil? —preguntó dirigiendo su mirada hacia mí.

—Sigue buscando la harina, ahora vuelvo.

—Pero si hemos estado buscando por horas —dijo cuando yo ya estaba subiendo las escaleras hacia el piso de arriba con mucha rapidez.

Entré en mi cuarto y empecé a buscar por toda la habitación ese teléfono. Quité las mantas de la cama y estaba debajo de ellas junto al peluche. Lo desbloqueé y...

Se me congeló la sangre cuando vi mensajes de Aurora pidiendo ayuda desesperadamente y mandándome su dirección a tiempo real.

Hacía mucho que no sentía mi cuerpo reaccionar de esa manera, esa presión en el pecho, esa respiración entrecortada por lo que mis ojos estaban viendo. Me quedé paralizado viendo esos mensajes que parece que los escribió con las últimas fuerzas que le quedaban. Recuperé la conciencia y contesté con un "sobrevive".

Cogí la primera sudadera que vi en el armario, me la puse encima del pijama de pingüino y bajé lo más rápido que pude.

—¿Qué pasa? —preguntó mi madre con el delantal puesto haciendo "galletas" sorprendida por lo que mi rostro mostraba.

—Mamá, seré breve —dije mientras ella dejaba el bol donde tenía la supuesta mezcla de nuestra cena en la encimera— mi amiga está en peligro —dije y en efímeros momentos ya estaba abriendo la puerta para coger la bicicleta y salir volando.

—¿¡Amiga!? —gritó confusa— ¡Raimon!, espera te vas a congelar, son las diez de la noche —digo corriendo hacia la puerta, pero yo ya estaba listo para partir.

—Su situación es más importante que mi salud, mamá —dije cuando empecé a mover mis piernas con todas las fuerzas que mi cuerpo podía soportar.

Sentía cada célula pidiendo aire, cada mitocondria saturándose, cada enzima desnaturalizándose, pero no me importaba, necesitaba llegar a tiempo.

Mi madre tenía razón, hacía mucho frío y sentía mis pulmones al borde del colapso. Con el teléfono en la mano izquierda y con la otra manejando llegué a la destinación.

Viendo la puerta abierta de esa casa ya me causaba escalofríos, sin duda algo iba mal. Era un barrio tranquilo a las afueras de la ciudad, la casa tenía un gran garaje y una puerta principal bastante grande decorada con plantas en las bisagras.

Dejé caer la bicicleta y corrí a por Aurora.

Cuando me adentré, lo primero que vi eran unas escaleras que daban al piso de arriba y una gran cantidad de vidrio por todo el suelo del salón. El primer pensamiento que penetró mi cabeza era: atraco. En mi cuerpo se acumulaba la ansiedad lentamente y las ganas de salir corriendo de ahí incrementaron drásticamente.

Saqué el móvil y envié un mensaje a Aurora diciendo que entré en la casa porque encontré la puerta abierta. Al momento de enviar el mensaje, desde arriba oí una puerta abriéndose descaradamente.

—¡Raimon! —gritó Aurora— sube, ¡rápido!

Mis piernas se movieron solas hasta ella.

Soy mi propio obstáculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora