Capítulo 1

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Nuestro primer encuentro fue tan extraño para mí. Era una visión que nunca creí presenciar en mi vida pero que estaría por siempre en mi memoria. Hermoso, interesante y un poco loco, esos fueros los primeros pensamientos que tuve sobre ti.

Decir que se encontraba enojado era relativamente poco. Estaba seguro de que la profesora Cho tenía algo en su contra desde que se atrevió a contradecir sus ideas mientras daba una clase hace unos meses en su universidad, pero es que sus protestas habían salido de forma natural de su boca, enojado de que a la fuerza tratará de enseñarles algo desde una perspectiva ultra parcial de la situación social del país.

Desde ese día, Jeno se había ganado su especial odio pero quiso confiar en el aspecto profesional de la mujer... lo cual no debió hacer desde un comienzo. La mujer no sólo era una imbécil, sino que poco profesional y había quedado demostrado cuando reprobó su maldita monografía por una confusión en una cita bibliográfica donde confundió el orden de los datos. Y no se hubiera quejado pues era un verdadero error... pero cuando se enteró de que muchos de sus compañeros habían aprobado el maldito trabajo en peores condiciones y con grandes partes sacadas de forma casi textual de Wikipedia, sintió que la sangre en sus venas estaba hirviendo.

Era ridículo y no estaba seguro de donde poder quejarse debido a que el maldito rector de la universidad era la pareja de la mujer. Muy posiblemente cualquier reclamo que llegara a hacer iba a ser desestimado o archivado. Se había metido en un enorme inconveniente que podría atrasarle mucho en cuanto a sus estudios. El examen final de la materia era en tan solo un mes y medio, tendría que encontrar rápidamente una solución o estaba seguro de que no importaba que fuera lo que dijera, estaría reprobado por igual.

Y como si no fuera poco, el clima simplemente parecía querer ir en su contra en aquel día. La lluvia caía azotando las calles con una fuerza casi salvaje y él... él estaba jodidamente molesto debido a que se había olvidado las llaves de su casa. Su madre aún no volvía de donde sea que haya partido y su padre no iba a llegar hasta entrada la noche. Apenas había podido entrar a su edificio gracias a que uno de sus vecinos se encontraba de salida y le dejó pasar pues el portero nunca parecía estar allí cuando le necesitaba.

Con la ropa húmeda, el cabello goteando sobre sus hombros y sus anteojos inútiles debido al agua en ellos, sentía que en definitiva el universo se estaba burlando de él.

Molesto, revisó entre sus cosas en la mochila, agradecido de que sus libros no se hubieran visto afectados en el aguacero. Agradeció en el preciso momento en que vio que la caja de cigarrillos estaba intacta y el encendedor aún seguía allí, tenía una enorme tendencia a perderlo o a que Yangyang se lo robara en cuanto tenía la oportunidad. Incluso podía escuchar su voz enojada por el simple hecho de querer ponerse a fumar. El chico parecía defensor de los pulmones ajenos a capa y espada.

Pero Yangyang no estaba allí para reclamar por sus hábitos... sin embargo, si estaban las cámaras y las reglas decían que no podía fumar en los pasillos. Tomando sus cosas, se dirigió hacia el elevador mientras le mandaba un mensaje a su madre para preguntarle cuanto tiempo más iba a tardar en llegar a casa.

En la terraza había un pequeño sector con techo donde podría resguardarse de la lluvia mientras fumaba. Le gustaba bastante el lugar, no sólo porque estaba realmente bien acondicionado con asientos, mesas y otras cosas, sino porque casi todos los residentes del edificio parecían ignorar el sitio. Había una especie de resistencia vecinal en interactuar los unos con los otros... claro que eso quedaba en el olvido cuando algún buen chisme se extendía como un virus entre los pasillos.

De hecho, esa fue la forma en la cual sus padres se enteraron que no estaba sólo interesado en las mujeres. El matrimonio ultraconservador del décimo piso se había sentido sumamente atacado cuando le encontraron besándose con uno de sus compañeros de la escuela en las escaleras. En su defensa, nadie usaba las malditas escaleras pues para ello estaban los condenados elevadores. Tenía solo 16 años cuando todo el edificio se enteró de su "depravada desviación". El lado bueno fue que su madre sacó a los sujetos de su departamento amenzandolos con una escoba por meterse en la vida de un adolescente y que, si no era su hijo, no debía de ser de su interés.

Carta a una tormenta || NominDonde viven las historias. Descúbrelo ahora