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En ocasiones, Izana se descubre a sí mismo pensando en Kakucho.

Se incorpora de su cama, harto de no poder dormir, y abre las cortinas de la ventana. Lo hace con hastío, casi irritación, todo ello adornado de una mueca de aburrimiento que le llena la cabeza de aún más pensamientos. Tal vez por eso, en vez de quedarse mirando a la Luna con sus ojos soñadores, decide salir de su habitación y buscar a Kakucho. Así podrían mirar juntos al cielo.

Por otro lado, al pequeño Izana le encanta decir tacos. Tacos, palabrotas, groserías, lo que sea. Las cuidadoras dicen que tiene una mala lengua. Se deslizan por su boca mientras recorre el pasillo descalzo y con su pijama gris, y abre la puerta contigua. Se interna en el cuarto en penumbra y sube a la cama del niño, sólo para tirar de las mantas hacia un lado bruscamente.

—... Joder, mierda, idiota... —farfulla, palpando todo el colchón, buscándole a tientas, pero no lo encuentra —. ¿Dónde estás, hijo de puta?

Gruñe para sí mismo, sintiéndose horriblemente solo. Ese sentimiento es algo común, aterradoramente común, de hecho. Ni siquiera puede llegar a notar la forma del calor de su amigo en las sábanas, lo que significa que probablemente no había acudido a su cama en toda la noche.

Podría esperarle, pero no lo hace. Es impaciente, se supone que Kakucho debería estar ahí porque le dijo —bien explícitamente, además— que durmiera bien, le deseó un buen sueño. Izana abrió los cajones de la mesita de noche y sacó toda su ropa interior. Lo esparció todo por el suelo, cambió el marcapáginas de un libro que había por ahí y lo dejó en el baño por pura diversión, escondido al fondo del cajón de toallas.

—... Ese cabeza de burro, gilipollas, maricón...

Patea a un lado unos calzones que vuelan y acaban colgados de la lámpara del techo, y sale de la habitación pegando un portazo. Esa noche no importa nada ni nadie más que su amigo, pero no está y es incómodo reconocer que lo echa de menos, mientras vuelve al pasillo y baja las escaleras del edificio. No es demasiado grande. El orfanato no se asemeja en absoluto al palacio que merecía, y no le sorprendería que estuviera encantado, o algo similar.

Busca en cada rincón y sala, en el comedor y debajo de las mesas de la biblioteca. Estaba seguro de que Kakucho estaba escondido en algún sitio, solía hacerlo cuando estaba mal. Había pasado un mes desde que había llegado al orfanato y continuaba siendo un mocoso un tanto llorón y tímido. Por eso, le encantaba arrastrarlo a sus aventuras, porque ver su sonrisa era lo mejor que podía pasar en el día a día.

—... Rarito, aburrido y feo...

Es verdad, su corazón suele estremecerse al sentirse solo, la angustia llega hasta las yemas de sus dedos en forma de electricidad. Desliza el tacto por todas las paredes, preocupado, aunque puede fingir que no lo está en absoluto. Izana tiene un problema, lo sabe, no es estúpido. Sabe que no soporta sentirse abandonado y su mayor miedo es la soledad.

Quizá por eso se enfada tanto cuando Kakucho se va de su lado por tan solo cinco minutos. Y su propio amigo nunca se despega de él, como si también tuviera ese terror nocturno, a pesar de que nunca han hablado de ello. No es como si fuera necesario, en el fondo solo son dos niños que no alcanzan a entender la razón de esa odiosa emoción que les corroe el corazón y les envenena por dentro.

Kakucho, que lo había perdido todo. E Izana que, de alguna forma, extraña lo que nunca tuvo.

Es entonces, cuando ha llegado al final del pasillo oscuro, que se da cuenta de que una de las puertas está abierta. Las aulas donde estudian son pequeñas y muchas veces le resultan asfixiantes, pero ladea la cabeza con algo de extrañeza al comprobar que aquella en concreto es la sala de arte. Y que de ella proviene el sonido de una o varias voces.

Snowman || KakuIzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora