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El mundo es una tragedia. Nadie se salva, nadie se escapa. El acto se cierra, el telón cae, los actores hacen una reverencia.

La muerte de Shinichiro está a punto de cambiarlo todo. Es el final de su obra, el camino que quisieron recorrer, cortado por un escritor egoísta y descorazonado.

Izana, que había sido un ángel para él, ha desaparecido. En su lugar, sólo queda un cascarón vacío de sonrisas, incluso su voz se vuelve menos amable, más venenosa. No extraña su sombra, ni siquiera cuando ya la ha perdido junto a las demás.

—Mira eso, Kakucho —señala, cubriéndose la boca con una pequeña risa —. Así es como pagan los desertores.

Ya no hay sonrisas traviesas, tampoco rasgos infantiles. Su cabello ha crecido y le acaricia los hombros vestidos de negro, dándole un aspecto desaliñado. Lo cierto es que no puede más.

Pero, ahí está, apretándole la mano con excitación, disfrutando de un espectáculo que parece sacado de una película sobre la segunda guerra mundial. Están sentados sobre un contenedor, viendo el círculo de miembros de Black Dragons que apalizan a un chico cualquiera.

Probablemente ese desconocido muera, y a Izana no le importará. Incluso si hace tiempo que ha dejado de ser el líder de la pandilla, sigue disfrutando de sus actividades como un niño, de la misma forma en que disfrutaba viendo el fuego crepitar, en invierno.

Los años del orfanato han quedado atrás. Kakucho fue adoptado por una familia acomodada y, la noche en que se despidieron, prometieron encontrarse de nuevo. Durante años, se quedó junto al nuevo Izana, el que ha caído en una obsesión permanente por Manjiro Sano; ese al que la violencia le da la suficiente adrenalina como para seguir, y seguir, y seguir.

Un cigarro cuelga de sus labios, el humo se escapa de su boca. Su ropa huele a nicotina.

—Lo siento, tengo que irme —se disculpa, soltándole la mano con una sensación de angustia. Demasiado para él, no lo aguantará más —. Nos vemos la semana que viene.

En realidad, no ha ido a visitarlo para eso. Kakucho nunca aceptaría acudir a un espectáculo de sangre y demostración de testosterona por puro deleite.

Quiere hablar, pero, en el instante en que le suelta, es como si Izana le dejara ir sin problema alguno. Sus ojos de lirio se mantienen chispeantes, muertos en contraste con el placer que demuestra su rostro lleno de ojeras y cansancio. En ocasiones se pregunta si se está drogando, pero no quiere saber la respuesta.

Abandona el patio interior del edificio abandonado, ganándose algunas miradas de irritabilidad. Sabe que cualquiera que se atreva a tocarlo volverá a casa en ambulancia, así que se siente relativamente seguro.

Entra al edificio que sirve de guarida a la pandilla, con las manos en los bolsillos. No alza la mirada del suelo, se siente tan impotente y avergonzado, incapaz de sacarle de ahí y volver a los años buenos, donde nada importaba más que la nieve y las travesuras por la noche. Es la tercera vez que lo intenta, sin conseguir nada.

Sus pasos suenan por el lugar vacío, lleno de sillones medio rotos y vitrinas de cristal con trofeos. Dientes humanos, armas que ya habían tenido su protagonismo correspondiente.

—Cada vez te vas más pronto —Izana habla a sus espaldas, lo ha seguido con sus pasos de felino cauteloso —. Pensaba que querías estar conmigo, pero ya lo veo.

Kakucho exhala el aire con lentitud, girándose. Hay goteras en el techo, lo único que se escucha por debajo de su voz.

—Prefiero que estemos a solas —dice, sin atreverse a sostenerle la mirada. Es como una flecha en el centro de su pecho —. Como la última vez.

Snowman || KakuIzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora