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Veinte minutos. Eso es todo lo que tienen para verse entre semana.

Veinte míseros minutos a la salida de clases. Se gasta la paga del mes en ese love hotel que no está demasiado lejos de su escuela, y agradece a alguna deidad por que las habitaciones estén insonorizadas.

Hacer cosas juntos se vuelve toda una aventura. Rebeldía, lo llamarían sus padres adoptivos, que aún tienen a Izana como alguien en quien no se puede confiar, alguien que lo arrastra por el mal camino del que un día no va a volver atrás.

Pero, a sus ojos, Izana es lo más precioso que tiene.

—Algún día quiero ir ahí —su novio señala a la pantalla del televisor, donde ven un episodio de una serie corta —. Cuando sea nuestro aniversario, o algo así.

Lo tiene acurrucado entre su brazo y su costado, apoya la cabeza en su pecho. Puede ver la curvatura de su graciosa nariz, el cabello liso y despeinado.

Se han quitado la camiseta. En especial él, que no quiere regresar a casa con el uniforme todo arrugado —su madre adoptiva lo mataría—. Un ambiente cálido se forma bajo la manta.

Toda su ropa huele a Izana.

Parpadea, somnoliento. Han cerrado las cortinas para que la luz no les moleste y puedan fingir tener una historia de amor más satisfactoria, simulando que es de noche y que ambos comparten una cama de matrimonio en un lugar alejado de la ciudad.

Acaricia su cintura, la textura sedosa de su piel. Terciopelo al tacto. El chico alza el mentón para mirarle y ver si está atendiendo a la serie o si sólo está soñando despierto, de nuevo.

—Sí, iremos a donde tú quieras —habla Kakucho, reprimiendo un bostezo.

—Estás cansado —apunta el otro, revolviéndose —. ¿Estás durmiendo bien?

Niega, frotándose los ojos. Siente que se escapa de entre su brazo y revolotea por la cama, echándose la manta sobre los hombros.

Ojalá pudiera expresar lo mucho que agradece que las cosas hayan cambiado.

Izana, que se sienta a horcajadas sobre su regazo con una sonrisa risueña y mejillas rosadas, se enfoca en un camino recto. Sabe que hace tiempo que ha empezado a tener trabajos parciales aquí y allá, mientras ahorra dinero.

Por su parte, intenta sobrevivir al bachillerato y alejarse emocionalmente de vez en cuando de la realidad. A sus diecisiete años aún piensa —y piensan— en Tenjiku.

En que no pueden dejar que la quimera escape y los deje atrás.

Ha empezado a darle vueltas al futuro. Demasiado. Izana lo calma con su mera presencia, incluso si no suele contarle sus mayores miedos por vergüenza, porque piensa que sólo está exagerando, que se está ahogando en un vaso de agua y lo siente como un océano interminable.

—Ando de exámenes —alza la mano y le acaricia el vientre desnudo, sacándole una risa infantil de cosquillas —. Cuando acaben volveré a dormir lo normal, te lo prometo.

Muslos aprietan su cintura con impaciencia. Sube el tacto por ellos, desplazándose ligeramente hacia atrás hasta que su espalda da contra un cojín y se apoya sobre los codos.

Izana se inclina hacia él, toca la punta de su nariz con la propia, busca sus labios en silencio. Se apoya contra el cojín, envolviendo su boca en un beso de esos que le derriten el cuerpo.

Es tan suave que duele.

Pide permiso, tocándole el rostro. Desliza el tacto por el pelo corto, encontrando su lengua y prometiendo algo que nadie escucha. Kakucho cierra los ojos y, como siempre, se deja llevar por el camino de polvo de estrellas que le surca la piel de recuerdos.

Snowman || KakuIzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora