1. Flores

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1. Flores (Au sin los sucesos de Phantom Blood y Dio y Speedwagon se conocen de antes)

   Tras dejar a un Jonathan bebido en casa junto la hermosa Erina Joestar, Speedwagon volvía a su propio departamento en Ogre Street a pie.

   No era algo que le molestase, le ayudaría a bajar el alcohol de todas esas horas anteriores que había ingerido. Además, el viento del próximo invierno era agradable para él, lo hacía sentir calmado y relajado. Si, tenía que admitir que el verano era una estación que traía buenas vistas y varias emociones pero, ante todo eso, prefería el invierno como el que más. La nieve, la lluvia, el viento, esos fenómenos naturales eran cosas que disfrutó desde su más tierna infancia cuando aún convivía en el cutre piso de su infancia junto a Tattoo y a Kempo.

   El viento un tanto más helado que el normal acarició sus mejillas, jugando con sus largos cabellos y haciendo volar su saco negro al viento. Su sombrero de bombín tambaleó pero no cayó, se mantuvo firme en su cabeza. El graznido de un cuervo cercano, el llanto de los árboles al ser removidos, sus pies chocando contra los adoquines, amaba esos sonido tan cotidianos. Si bien el joven Joestar y la amable Erina le ofrecieron una vivienda mejor en su piso actual, él lo rechazó cordialmente. Ellos que vivido una vida tan cómoda, sin peleas, sin puñaladas por la espalda, sin gritos, sin golpes, sin insultos, sin ese ruido de los coches con el trote de los caballos o los gritos de los mercaderes vendiendo sus productos, no capaces de entender su apreció por ese paisaje y su cacofonía, y le gustaba que fuera así.

   Ese era su motivo para no dejar Ogre Street junto a su paisaje. Por lo menos el principal pues había otro secundario que no le agradaba demasiado, ese problema era rubio de metro noventa por lo menos, con ágiles y afilados ojos ámbar y con una prepotencia y narcisismo que si no lo hacia notar cada segundo explotaba.

   Soltó una risa al recordar ese problema y rio aún más fuerte cuando recordó que tampoco siempre fue así. Dio Brando, hermanastro de Jonathan Joestar, convivió con él cuando vivían ambos en los mugrosos barrios bajos de Inglaterra. Ese joven de veinte años que miraba a todos por encima del hombro una vez lo perseguía a él, Robert Edward Oswald Speedwagon, por algo de compañía y aprecio. A veces, cuando escuchaba su voz de fondo cuando sus visitas al Joestar coincidían, podía imaginar a ese niño sucio que se preocupaba por él. Si tenía que ser sincero, cuando lo volvió a ver poco después de conocer a Jonathan pensó que el Brando lo abrazaría como lo hacia ese pequeño niño que se fue para una mejor vida de lujos. En cambio, su optimismo se fue cuando ese mismo niño ya grande se negó a darle siquiera la mano.

   Ese fue el momento en el que supo que la relación de antes era insalvable y lo dejó estar. No se acercaba, no le hablaba, no le miraba, nada, así era mejor se decía.

   Salió de sus tristes pensamientos al llegar a la puerta de su pequeño piso. Gracias a la luz de una lámpara de aceite pudo visualizar un par de pétalos delante de la vieja puerta de madera. Eran rojos, blancos, azules y rosas. Tomó uno entre sus manos, viendo que aún mantenían su color normal, no poseían ese amarillo clásico de las flores o pétalos muertos.

   Desechó su curiosidad con un simple ademán y las dejó en el suelo. De vecinos tenía una mujer que trabajaba en el oficio de la carne, es decir, prostituta, por lo que le atribuyó ese pequeño descubrimiento a uno de los tantos varones que buscaban noblemente sus servicios. Sacó la llave de latón de su bolsillo y abrió la puerta, al hacerlo, la lámpara le mostró un mar de rosas con los mismos colores de los pétalos de antes. Todo el pequeño salón estaba lleno de ellas, flores frescas y con un exquisito aroma. Encendió otra lámpara a su lado, su luz amarilla junto a la luz de lámpara que ya tenía alumbró parcialmente su entorno ayudándole a descubrir una carta doblaba con letra cursiva en donde en una cara estaba escrito su nombre. Lo tomó y la desdobló, descubriendo una letra hermosa y elegante.

   El azul como mi aprecio,

   El rosa como mi gratitud,

   El blanco como tu pureza,

   El rojo como mi amor.

   No había firma ni ningún nombre al que atribuirle este acto. Aunque, aún sin saber quién era el responsable, se sonrojo bastante fuerte ante la nota. Su corazón se aceleró, sus manos sudaron y una pequeña sonrisa escapó de sus labios.

   De pronto, todo ese ambiente lleno del delicioso aroma y ese sentimiento parecido al de una mujer al ser cotejada desaparecieron cuando el raciocinio invadió su mente.

   ¿¡Cómo demonios habían metido todas estas flores sin romper la cerradura!?

   Volteó hacia la puerta aún abierta del piso tan brusco que puso sentir como su columna vertebral crujía. Un grito se ahogó en su garganta al ver la sombra enorme de Dio Brando. Sus ojos brillaban en la vaga oscuridad, vestido de negro y cubierto por una capa del mismo color. Retrocedió, algunos pétalos volaron a su alrededor y flotaron unos instantes mientras el menor se acercaba a él con pasos cuidadosos. Esas frías manos tomaron las suyas en suave toque, el aroma de las flores se mezclo en perfecta armonía con el perfume de Brando.

   —Robert.

   Fue una visión hipnótica, pétalos rosas y blancos volando, azules brillantes y rojos pasionales.

   —Dio...

   Ese rostro hermoso se acercó al suyo, esos labios rojos rozaron los suyos.

   —Sé mío, Robert.

   Un beso suave, sentido, amoroso.

   Solo cerró los ojos y se dejó llevar, la imagen de ese niño rubio volvió y sonrió para sus adentros.

   Tenerlo de vuelta era bueno.

DioWagon Week 2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora